A pocas cuadras del caserío de Levitaca, en la provincia
de Chumvibilcas, existe una gruta, verdadero prodigio de la
naturaleza, que es constantemente visitada por hombres de ciencia
y viajeros curiosos, que dejan su nombre grabado en las rocas de
la entrada. Entre ellos figuran los de los generales Castilla,
Vivanco, San Román y Pezet, es presidentes del
Perú. Desgraciadamente no es posible pasar de las primeras
galerías; pues quien se aventurase a adelantar un poco la
planta, moriría asfixiado por los gases que se desprenden
del interior.
Ahora refiramos la leyenda que cuenta el pueblo sobre la gruta de
las maravillas.
Mayta-Capac, llamado el Melancólico, errarte inca del
Cuzco, después de vencer a los rebeldes de Tiahuanaco y de
dilatar su imperio hasta la laguna de Paria, dirigiose a la costa
y realizó la conquista de los fértiles valles de
Arequipa y Moquegua. Para el emprendedor monarca no había
obstáculo que no fuese fácil de superar; y en
prueba de ello, dicen los historiadores que, encontrándose
en una de sus campañas detenido de improviso el
ejército por una vasta ciénaga, empleó todos
sus soldados en construir una calzada de piedra, de tres leguas
de largo y seis vares de ancho, calzada de la cual aún se
conservan vestigios. El inca creía desdoroso dar un rodeo
para evitar el pantano.
Por los años 1180 de la era cristiana, Mayta-Capac
emprendió la conquista del país de los
chumpihuillcas, que eran gobernados por un joven y arrogante
príncipe llamado Huacari. Éste, a la primera
noticia de la invasión, se puso al frente de siete mil
hombres y dirigiose a la margen del Apurimac, resuelto a impedir
el paso del enemigo.
Mayta-Capac para quien, como hemos dicho, nada había
imposible, hizo construir con toda presteza un gran puente de
mimbres, del sistema de puentes colgantes, y pasó con
treinta mil guerreros a la orilla opuesta. La invención
del puente, el primero de su especie que se vio en
América, dejó admirados a los vasallos de Huacari e
infundió en sus ánimos tan supersticioso terror,
que muchos, arrojando las armas, emprendieron una fuga
vergonzosa.
Huacari reunió su consejo de capitanes, convenciose de la
esterilidad de oponer resistencia a tan crecido número de
enemigos, y después de dispersar las reducidas tropas que
le quedaban, marchó, seguido de sus parientes y jefes
principales, a encerrarse en su palacio. Allí, entregados
al duelo y la desesperación, prefirieron morir de hambre
antes que rendir vasallaje al conquistador.
Compadecidos los auquis o dioses tutelares de la inmensa
desventura de príncipe tan joven como virtuoso, y para
premiar su patriotismo y la lealtad de sus capitanes, los
convirtieron en preciosas estalactitas y estalagmitas que se
reproducen, día por día, bajo variadas,
fantásticas y siempre bellísimas cristalizaciones.
En uno de los pasadizos o galerías que hoy se visitan, sin
temor a las mortíferas exhalaciones, vese el
pabellón del príncipe Huacari y la figura de
éste en actitud que los naturales interpretan de decir a
sus amigos: «Antes la muerte que el oprobio de la
servidumbre».