No es necesario fijar época ni apuntar los verdaderos
nombres de los protagonistas de este relato. Viven en Arequipa
muchos que los conocieron y fueron testigos del suceso, y a su
testimonio apelo en prueba de lo que van ustedes a leer:
«No es cuento, ¡voto a San Crispo!,
y por hecho real se tenga,
sin ser preciso que venga
a confirmarlo el obispo».
Nuestro Goliath era, como el de la Biblia, un filisteo o
facineroso, que traía con el credo en la boca a los
honrados vecinos de Miraflores, y que de vez en cuando se
aventuraba a una fechoría en los barrios de la misma
ciudad del Misti. Él galleaba entre los mozos crudos,
robaba muchachas, desvalijaba bolsillos, apuñaleaba
rivales; aberreaba jaranas, y todo con tan buena suerte que
podía pensarse no era aún nacido el bravucón
capaz de ponerle la ceniza en la frente. Era, como quien dice, la
segunda edición corregida y aumentada de cierto guapo que
a principios del siglo actual hubo en esta ciudad de los reyes,
quien daga en mano se presentaba en los jolgorios de medio pelo,
gritando:
«¡Abrirse, que aquí está un
hombre!
¡Ya está vuestro azote encima!
Si quieren saber quién soy,
soy Barandalla, el de Lima».
Y sin que nadie resollara ni se atreviera a oponérsele,
cortaba las cuerdas de la guitarra, rompía copas y
botellas y, de cuenta de genio, emplumaba con la hembra de mejor
trapio.
Volviendo a Goliath, la justicia misma se aterraba oyendo
pronunciar el nombre del bandido, y empezó por ofrecer
recompensa al que lo metiese en caponera, hasta que,
multiplicándose los delitos, terminó poniendo
precio a su cabeza. La autoridad predicaba como San Juan en el
desierto; porque habiéndose ella declarado impotente, no
era posible encontrar patriota que arriesgarse quisiera a ponerle
cascabel al gato. Además, que al tal Goliath le
resguardaban el bulto unos cuatro matones, tan perdidos y sin
alma como él.
Llegó por entonces a Arequipa un mal jugador de cubiletes
que arregló un teatrillo, alumbrado por candilejas de
grasa, en el tambo de Santiago, situado en la plazuela de Santa
Marta. Por un real de plata iba a tener el pueblo la
satisfacción de ver al brujo ejecutar sus grotescas
habilidades; así es que los muchachos y la gente de poco
más o menos se preparaban para no faltar a la
función.
David era un conato de persona, un renacuajo que vestía
calzón con rodilleras y parche en el postifaz, un granuja
de esos que se encuentran en Arequipa rascándose el codito
o el monte de los piojos, y que, como el Gravoche de
Víctor Hugo, se meten en los bochinches que arma la gente
grande, sin hacer ascos a la lluvia de píldoras de
democracia, vulgo balas de fusil.
Tanto importunó a su abuela para que lo dejase ir esa
noche al tambo de Santiago, que aburrida la buena mujer,
desató un nudo de la punta del pañuelo, sacó
de él un real, y dándosele al muchacho le
dijo:
-Andá, pericote, a ver al brujo y persinate, hijito.
Cuenta que me venís después de las diez; porque
entonces te hago sonar el cuero y dormir caliente.
A más de las once puso el de los cubiletes fin a la
función. David, que tenía en perspectiva una
azotaina por recogerse en casita a hora tan avanzada, iba
corriendo y desempedrando calles, cuando al doblar una esquina
tropezó con un hombre corpulento, embozado en un poncho,
que le arrimó un soberano puntapié, en el
mapamundi, diciéndole:
-Hijo de cuchi, ¿no tenís ojos?
El muchacho se llevó la mano a la parte agraviada y se
detuvo a media calle, contestando con esa insolencia propia del
mataperros:
-¡Miren quién habla! Dijo el borrico al mulo, tirte
allá orejudo. Él será el hijo de cuchi y
toda su quinta generación, pedazo de anticristo.
A nadie le hurgan la nariz sin que venga el estornudo. El
insultado se abalanzó sobre David para aplicarle un
soplamocos; pero el agilísimo muchacho, esquivando el
golpe, le echó la zancadilla y el del poncho besó
el suelo.
Como en tales casos sucede, los transeúntes se
habían detenido, y al verlo caer estalló una
carcajada estrepitosa.
Al del poncho se le volvió pimienta la bilis, y levantose,
haciendo brillar un afilado puñal de hoja ancha.
-¡Corre, corre, que te mata! -gritaron los espectadores sin
atreverse a detener a aquel furioso.
Pero David era de la pasta de que se hacen los valientes, y lejos
de amilanarse, se armó con dos piedras. El del poncho
avanzó frenético esgrimiendo el puñal,
mientras el granuja retrocedía sin volver la espalda al
riesgo, guardando una distancia de pocas varas entre él y
su adversario y como quien busca el momento y la posición
precisa para jugar el todo por el todo.
De pronto el muchacho alzó el brazo a la altura de la
cabeza, el hombre del poncho dio una vuelta como peonza y
cayó para no levantarse más.