Como estribillo popular he oído muchas veces, en boca de
las viejas, esta frase: A muerto me huele el godo, y averiguando
su origen, hízome el siguiente relato un respetable
anciano que fue alférez en el Imperial Alejandro,
número 45. Tócame sólo añadir que
gran parte del relato está de acuerdo con los documentos
históricos que he podido consultar.
Maestro de escuela en el pueblo de Pichigua, provincia de
Aymaraes, era en 1823 un viejo de carácter extravagante y
que llevaba cerca de veinte años de residencia en el
lugar. Nadie sabía de dónde era oriundo, pues
habíase aparecido en el pueblo como caído de las
nubes, y obtenido de la autoridad diez pesos de sueldo al mes por
la tarea de enseñar primeras letras y doctrina cristiana a
los muchachos.
Pichigua en 1823 era un pueblecito habitado por ochocientos
indios. Hoy su población apenas alcanza a la mitad. Por
aquel tiempo presentose una mañana en el pueblo el coronel
don Tomás Barandalla con dos compañías del
regimiento Imperial Alejandro; y los indios de Pichigua, que eran
tenaces realistas, lo recibieron con entusiastas
aclamaciones.
Barandalla vino al Perú en 1815 como capitán de
Extremadura, regimiento que, a fines de ese año y por
cuestión de pagas, se amotinó en Lima, volviendo al
orden, gracias a la energía de Abascal. El virrey
castigó a los sublevados, y para restablecer la disciplina
disolvió el cuerpo, dejando subsistentes sólo dos
compañías que sirvieron de base para formar el
Imperial Alejandro, del que ya en 1823 era Barandalla
coronel.
Hallábase éste, luciendo sus bigotes a la
borgoñona y vestido de gran uniforme, en el corredor de la
casa del cura Don Isidro Segovia, recibiendo las felicitaciones
de los principales vecinos de Pichigua, cuando se detuvo en la
puerta de calle un vejezuelo envuelto en una raída capa de
bayetón del Cuzco. Cerca de él había un
grupo de indios con la cabeza descubierta y contemplando alelados
al bizarro coronel.
El viejo permaneció sin quitarse el sombrero, y mirando a
Barandalla con aire despreciativo, dijo a los del grupo:
-A muerto me huele el godo.- Y aludiendo a la, intimidad que
parecía existir entre el cura Segovia y el jefe
español, añadió: -Abad y ballestero, mal
para los moros.
Oyolo un espía del coronel, y acercándose a
éste, le dio el chisme. Barandalla miró hacia la
puerta y se fijó en el viejo, que continuaba con el
sombrero encasquetado y sonriendo desdeñosamente.
-¿Quién es ese hombre de capa? -preguntó el
coronel a uno de los vecinos.
-Señor, un pobre diablo: es el maestro de escuela.
-Cara tiene de insurgente -y volviéndose a uno de sus
oficiales, añadió Barandalla-: tómelo usted
y fusílelo.
El cura y algunos vecinos se atrevieron a despegar los labios
abogando por el sentenciado; pero Barandalla se mantuvo firme. El
dómine no opuso la más leve resistencia, y se
dejó amarrar, murmurando siempre:
-A muerto me huele el godo.....
-Pues el que huele a muerto es el viejo insolente, y tanto que
voy a fusilarlo -le interrumpió el oficial.
-¡Bueno, bueno! -contestó el viejo sin inmutarse-.
El que yo huela a muerto no quita lo otro. -Y volviéndose
al grupo popular, dijo en voz alta: -Hijos míos: no me
mata Barandalla, sino la justicia de Dios. Hoy cumplen veinte
años que en Huaylas maté a puñaladas a mi
mujer, a mi suegra y a mis hijos. El que la hizo que la pague, y
Dios se apiade de mi alma.
Un mes después el virrey La Serna firmó en el Cuzco
algunos ascensos, y Barandalla obtuvo el de brigadier,
quizá en premio de sus feroces acciones. Barandalla fue,
el fusilador del cura Cerda, párroco del pueblo de Reyes,
en Junín. El hombre era como para pagarlo por diezmo al
diablo.
Pero desde el día en que el maestro de escuela le
avisó que olía a muerto, empezó a sufrir de
una extraña dolencia que lo llevó a la tumba en
1824, poco antes de la batalla de Ayacucho y justamente al
cumplirse al año del fusilamiento del viejo.