La gatita de Mari Ramos que halaga con la cola y araña con las manos
Crónica de la época del trigésimo cuarto
virrey del Perú
(A Carlos Toribio Robinet)
Al principiar la Alameda de Acho y en la acera que forma espalda
a la capilla de San Lorenzo, fabricada en 1834, existe una casa
de ruinoso aspecto, la cual fue, por los años de 1788,
teatro no de uno de esos cuentos de entredijes y babador, sino de
un drama que la tradición se ha encargado de hacer llegar
hasta nosotros con todos sus terribles detalles.
I
Veinte abriles muy galanos; cutis de ese gracioso moreno
aterciopelado que tanta fama dio a las limeñas, antes de
que cundiese la maldita moda de adobarse el rostro con menjurjes,
y de andar a la rebatiña y como albañil en pared
con los polvos de rosa y arroz; ojos más negros que noche
de trapisonda y velados por rizadas pestañas; boca
incitante, como un azucarillo amerengado; cuerpo airoso, si los
hubo, y un pie que daba pie para despertar en el prójimo
tentación de besarlo; tal era, en el año de gracia
de 1776, Benedicta Salazar.
Sus padres al morir la dejaron sin casa ni canastilla y al abrigo
de una tía entre bruja y celestina, como dijo Quevedo, y
más gruñona que mastín piltrafero, la cual
tomó a capricho casar a la sobrina con un su compadre,
español que de a legua revelaba en cierto tufillo ser hijo
de Cataluña, y que aindamáis tenía las manos
callosas y la barba más crecida que deuda pública.
Benedicta miraba al pretendiente con el mismo fastidio que a
mosquito de trompetilla, y no atreviéndose a darle
calabazas como melones, recurrió al manoseado expediente
de hacerse archidevota, tener padre de espíritu, y decir
que su aspiración era a monjío y no a
casorio.
El catalán, atento a los repulgos de la muchacha,
murmuraba:
«Niña de los muchos novios,
que con ninguno te casas;
si te guardas para un rey
cuatro tiene la baraja».
De aquí surgían desazones entre sobrina y
tía. La vieja la trataba de gazmoña y papahostias,
y la chica rompía a llorar como una bendita de Dios, con
lo que enfureciéndose más aquella megera, la
gritaba: «¡Hipócrita! A mí no me
engatuses con purisimitas. ¿A qué vienen esos
lloriqueos? Eres como el perro de Juan Molleja, que antes que le
caiga el palo ya se queja. ¿Conque monjío? Quien no
te conozca que te compre, saquito de cucarachas. Cualquiera
diría que no rompe plato, y es capaz de sacarle los ojos
al verdugo Grano de Oro. ¿Si no conoceré yo las
uvas de mi majuelo? ¿Conque te apestan las barbas?
¡Miren a la remilgada de Jurquillos, que llevaba los huevos
para freírlos! ¡Pues has de ver toros y cañas
como yo pille al alcance de mis uñas al
barbilampiño que te baraja el juicio! ¡Miren, miren
a la gatita de Mari Ramos, que hacía ascos a los ratones y
engullía los gusanos! ¡Malhaya la niña de la
media almendra!
Como estas peloteras eran pan cotidiano, las muchachas de la
vecindad, envidiosas de la hermosura de Benedicta, dieron en
bautizarla con el apodo de Gatita de Mari Ramos; y pronto en la
parroquia entera los mozalbetes y demás niños
zangolotinos que la encontraban al paso, saliendo de misa mayor,
la decían:
-¡Qué modosita y qué linda que va la Gatita
de Mari Ramos!
La verdad del cuento es que la tía no iba descaminada en
sus barruntos. Un petrimetre, don Aquilino de Leuro, era el
quebradero de cabeza de la sobrina; y ya fuese que ésta se
exasperara de andar siempre al morro por un quítame
allá esas pajas, o bien que su amor hubiese llegado a
extremo de atropellar por todo respeto, dando al diablo el hato y
el garabato, ello es que una noche sucedió... lo que
tenía que suceder. La gatita de Mari Ramos se
escapó por el tejado, en amor y compañía de
un gato pizpireto, que olía a almizcle y que tenía
la mano suave.
II
Demos tiempo al tiempo y no andemos con lilailas y recancanillas.
Es decir, que mientras los amantes apuran la luna de miel para
dar entrada a la de hiel, podemos echar, lector carísimo,
el consabido parrafillo histórico.
El Excmo. Sr. Don Teodoro de Croix, caballero de Croix, comendador
de la muy distinguida orden teutónica en Alemania,
capitán de guardias valonas y teniente general de los
reales ejércitos, hizo su entrada en Lima el 6 de abril de
1784.
Durante largos años había servido en México
bajo las órdenes de su tío (el virrey
marqués de Croix), y vuelto a España, Carlos III lo
nombró su representante en estos reinos del Perú.
«Fue su excelencia -dice un cronista- hombre de virtud
eminente, y se distinguió mucho por su caridad, pues
varias veces se quedó con la vela en la mano porque el
candelero de plata había dado a los pobres, no teniendo
moneda con que socorrerlos; frecuentaba sacramentos y era un
verdadero cristiano».
La administración del caballero de Croix, a quien llamaban
el Flamenco, fue de gran beneficio para el país. El
virreinato se dividió en siete intendencias, y
éstas en distritos o subdelegaciones.
Estableciéronse la Real Audiencia del Cuzco y el tribunal
de Minería, repobláronse los valles de Vítor
y Acobamba, y el ejemplar obispo Chávez de la Rosa
fundó en Arequipa la famosa casa de huérfanos, que
no pocos hombres ilustres ha dado después a la
república.
Por entonces llegó al Callao, consignado al conde de San
Isidro, el primer navío de la Compañía de
Filipinas; y para comprobar el gran desarrollo del comercio en
los cinco años del gobierno de Croix, bastará
consignar que la importación subió a cuarenta y dos
millones de pesos y la exportación a treinta y seis.
Las rentas del Estado alcanzaron a poco más de cuatro y
medio millones, y los gastos no excedieron de esta cifra,
viéndose por primera vez entre nosotros realizado el
fenómeno del equilibrio en el presupuesto. Verdad es que,
para lograrlo, recurrió el virrey al sistema de
economías, disminuyendo empleados, cercenando sueldos,
licenciando los batallones de Soria y Extremadura, y reduciendo
su escolta a la tercera parte de la fuerza que mantuvieron sus
predecesores desde Amat.
La querella entre el marqués de Lara, intendente de
Huamanga, y el Sr. López Sánchez, obispo de la
diócesis, fue la piedra de escándalo de la
época. Su ilustrísima, despojándose de la
mansedumbre sacerdotal, dejó desbordar su bilis hasta el
extremo de abofetear al escribano real que le notificaba una
providencia. El juicio terminó, desairosamente para el
iracundo prelado, por fallo del Consejo de Indias.
Lorente en su Historia habla de un acontecimiento que tiene
alguna semejanza con el proceso del falso nuncio de Portugal.
«Un pobre gallego -dice-, que había venido en clase
de soldado y ejercido después los pocos lucrativos oficios
de mercachifle y corredor de muebles, cargado de familia,
necesidades y años, se acordó que era hijo natural
de un hermano del cardenal patriarca, presidente del Consejo de
Castilla, y para explotar la necedad de los ricos, fingió
recibir cartas del rey y de otros encumbrados personajes, las que
hacía contestar por un religioso de la Merced. La
superchería no podía ser más grosera, y sin
embargo engañó con ella a varias personas.
Descubierta la impostura y amenazado con el tormento, hubo de
declararlo todo. Su farsa se consideró como crimen de
Estado, y por circunstancias atenuantes salió condenado a
diez años de presidio, enviándose para
España, bajo partida de registro, a su cómplice el
religioso».
El sabio Don Hipólito Unanue que con el seudónimo de
Aristeo escribió eruditos artículos en el famoso
Mercurio peruano; el elocuente mercedario fray Cipriano
Jerónimo Calatayud, que firmaba sus escritos en el mismo
periódico con el nombre de Sofronio; el egregio
médico Dávalos, tan ensalzado por la Universidad de
Montpellier; el clérigo Rodríguez de Mendoza,
llamado por su vasta ciencia el Bacón del Perú y
que durante treinta años fue rector de San Carlos; el
poeta andaluz Terralla y Landa, y otros hombres no menos
esclarecidos formaban la tertulia de su excelencia, quien, a
pesar de su ilustración y del prestigio de tan inteligente
círculo, dictó severas órdenes para impedir
que se introdujesen en el país las obras de los
enciclopedistas.
Este virrey, tan apasionado por el cáustico y libertino
poeta de las adivinanzas, no pudo soportar que el religioso de
San Agustín fray Juan Alcedo le llevase personalmente y
recomendase la lectura de un manuscrito. Era éste una
sátira, en medianos versos, sobre la conducta de los
españoles en América. Su excelencia calificó
la pretensión de desacato a su persona y el pobre hijo de
Apolo fue desterrado a la metrópoli para escarmiento de
frailes murmuradores y de poetas de aguachirle.
El caballero de Croix se embarcó para España el 7
de abril de 1790, y murió en Madrid en 1791 a poco de su
llegada a la patria.
III
-¿Hay huevos?
-A la otra esquina por ellos.
(Popular)
Pues, señores, ya que he escrito el resumen de la historia
administrativa del gobernante, no dejaré en el tintero,
pues con su excelencia se relaciona, el origen de un juego que
conocen todos los muchachos de Lima. Nada pondré de mi
estuche, que hombre verídico es el compañero de La
Broma que me hizo el relato que van ustedes a leer.
Es el caso que el Excmo. Sr. Don Teodoro de Croix tenía la
costumbre de almorzar diariamente cuatro huevos frescos, pasados
por agua caliente; y era sobre este punto tan delicado, que su
mayordomo, Julián de Córdova y Soriano, estaba
encargado de escoger y comprar él mismo los huevos todas
las mañanas.
Mas si el virrey era delicado, el mayordomo llevaba la cansera y
la avaricia hasta el punto de regatear con los pulperos para
economizar un piquillo en la compra; pero al mismo tiempo que
esto intentaba había de escoger los huevos más
grandes y más pesados, para cuyo examen llevaba un anillo
y ponía además los huevos en la balanza. Si un
huevo pasaba por el anillo o pesaba un adarme menos que otro, lo
dejaba.
Tanto llegó a fastidiar a los pulperos de la esquina del
Arzobispo, esquina de Palacio, esquina de las Mantas y esquina de
Judíos, que encontrándose éstos un
día en Cabildo para elegir balanceador, recayó la
conversación sobre el mayordomo Don Julián de
Córdova y Soriano, y los susodichos pulperos acordaron no
venderle más huevos.
Al día siguiente al del acuerdo presentose D.
Julián en una de las pulperías, y el mozo le dijo:
«No hay huevos, señor Don Julián. Vaya su
merced a la otra esquina por ellos».
Recibió el mayordomo igual contestación en las
cuatro esquinas, y tuvo que ir más lejos para hacer su
compra. Al cabo de poco tiempo, los pulperos de ocho manzanas a
la redonda de la plaza estaban fastidiados del cominero D.
Julián y adoptaron el mismo acuerdo de sus cuatro
camaradas.
No faltó quien contara al virrey los trotes y apuros de su
mayordomo para conseguir huevos frescos, y un día que
estaba su excelencia de buen humor le dijo:
-Julián, ¿en dónde compraste hoy los
huevos?
-En la esquina de San Andrés.
-Pues mañana irás a la otra esquina por
ellos.
-Segurito, señor, y ha de llegar día en que tenga
que ir a buscarlos a Jetafe.
Contado el origen de infantil juego de los huevos,
paréceme que puedo dejar en paz al virrey y seguir con la
tradición.
IV
Dice un refrán que la mula y la paciencia se fatigan si
hay apuro, y lo mismo pensamos del amor. Benedicta y Aquilino se
dieron tanta prisa que, medio año después de la
escapatoria, hastiado el galán se despidió a la
francesa, esto es, sin decir abur y ahí queda el queso
para que se lo almuercen los ratones, y fue a dar con su
humanidad en el Cerro de Pasco, mineral boyante a la
sazón. Benedicta pasó días y semanas
esperando la vuelta del humo o, lo que es lo mismo, la del
ingrato que la dejaba más desnuda que cerrojo; hasta que,
convencida de su desgracia, resolvió no volver al hogar de
la tía, sino arrendar un entresuelo en la calle de la
Alameda.
En su nueva morada era por demás misteriosa la existencia
de nuestra gatita. Vivía encerrada y evitando entrar en
relaciones con la vecindad. Los domingos salía a misa de
alba, compraba sus provisiones para la semana y no volvía
a pisar la calle hasta el jueves, al anochecer, para entregar y
recibir trabajo. Benedicta era costurera de la marquesa de
Sotoflorido con sueldo de ocho pesos semanales.
Pero por retraída que fuese la vida de Benedicta y por
mucho que al salir rebujase el rostro entre los pliegues del
manto, no debió la tapada parecerle costal de paja a un
vecino del cuarto derecha, quien dio en la flor, siempre que la
atisbaba, de dispararla a quemarropa un par de chicoleos,
entremezclados con suspiros, capaces de sacar de quicio a una
estatua de piedra berroqueña.
Hay nombres que parecen una ironía, y uno de ellos era el
del vecino Fortunato, que bien podía, en punto a femeniles
conquistas, pasar por el más infortunado de los mortales.
Tenía hormiguillo por todas las muchachas de la
feligresía de San Lázaro, y así se
desmorecían y ocupaban ellas de él como del gallo
de la Pasión que, con arroz graneado, ají, mirasol
y culantrillo, debió ser guiso de chuparse los
dedos.
Era el tal -no gallo de la Pasión, sino Fortunato- lo que
se conoce por un pobre diablo, no mal empalillado y de buena
cepa, como que pasaba por hijo natural del conde de Pozosdulces.
Servía de amanuense en la escribanía mayor del
gobierno, cuyo cargo de escribano mayor era desempañado
entonces por el marqués de Salinas, quien pagaba a nuestro
joven veinte duros al mes, le daba por ascua del Niño Dios
un decente aguinaldo y se hacía de la vista gorda cuando
era asunto de que el mocito agenciase lo que en tecnicismo
burocrático se llama buscas legales.
Forzoso es decir que Benedicta jamás paró mientes
en los arrumacos del vecino, ni lo miró a hurtadillas y ni
siquiera desplegó los labios para desahuciarlo,
diciéndole. «Perdone, hermano, y toque a otra
puerta, que lo que es en ésta no se da posada al
peregrino».
Mas una noche, al regresar la joven de hacer entrega de costuras,
halló a Fortunato bajo el dintel de la casa, y antes de
que éste la endilgase uno de sus habituales piropos, ella
con voz dulce y argentina como una lluvia de perlas y que al
amartelado mancebo debió parecerle música
celestial, le dijo:
-Buenas noches, vecino.
El plumario, que era mozo muy gran socarrón y amigo de
donaires, díjose para el cuello de su camisa: «Al
fin ha arriado bandera esta prójima y quiere parlamentar.
Decididamente tengo mucho aquel y mucho garabato para con las
hembras, y a la que le guiño el ojo izquierdo, que es el
del corazón, no le queda más recurso que darse por
derrotada».
«Yo domino de todas la arrogancia,
conmigo no hay Sagunto ni Numancia...».
Y con airecillo de terne y de conquistador, siguió sin
más circunloquios a la costurera hasta del entresuelo. La
llave era dura, y el mocito, a fuer de cortés, no
podía permitir que la niña se maltratase la mano.
La gratitud por tan magno servicio exigía que Benedicta,
entre ruborosa y complacida, murmurase un «Pase usted
adelante, aunque la casa no es como para la persona».
Suponemos que esto o cosa parecida sucedería, y que
Fortunato no se dejó decir dos veces que le
permitían entrar en la gloria, que tal es para todo
enamorado una mano de conversación a solas con una chica
como un piñón de almendra. Él estuvo
apasionado y decidor:
«Las palabras amorosas
son las cuentas de un collar,
en saliendo la primera
salen todas las demás».
Ella, con palabritas cortadas y melindres, dio a entender que su
corazón no era de cal y ladrillo; pero que como los
hombres son tan pícaros y reveseros, había que dar
largas y cobrar confianza, antes de aventurarse en un juego en
que casi siempre todos los naipes se vuelven malillas. Él
juró, por un calvario de cruces, no sólo amarla
eternamente, sino las demás paparruchas que es de
práctica jurar en casos tales, y para festejar la aventura
añadió que en su cuarto tenía dos botellas
del riquísimo moscatel que había venido de regalo
para su excelencia el virrey. Y rápido como un cohete
descendió y volvió a subir, armado de las
susodichas limetas.
Fortunato no daba la victoria por un ochavo menos. La familia que
habitaba en el principal se encontraba en el campo, y no
había que temer ni el pretexto del escándalo.
Adán y Eva no estuvieron más solos en el
paraíso cuando se concertaron para aquella jugarreta cuyas
consecuencias, sin comerlo ni beberlo, está pagando la
prole, y siglos van y siglos vienen sin que la deuda se
finiquite. Por otra parte, el galán contaba con el
refuerzo del moscatellillo, y como reza el refrán,
«de menos hizo Dios a Cañete y lo deshizo de un
puñete».
Apuraba ya la segunda copa, buscando en ella bríos para
emprender un ataque decisivo, cuando en el reloj del Puente
empezaron a sonar las campanadas de las diez, y Benedicta con
gran agitación y congoja exclamó:
-¡Dios mío! ¡Estamos perdidos! Entre usted en
este otro cuarto y suceda lo que sucediere, ni una palabra ni
intente salir hasta que yo lo busque.
Fortunato no se distinguía por la bravura, y de buena gana
habría querido tocar de suela; pero sintiendo pasos en el
patio, la carne se le volvió de gallina, y con la
docilidad de un niño se dejó encerrar en la
habitación contigua.
V
Abramos un corto paréntesis para referir lo que
había pasado pocas horas antes.
A las siete de la noche, cruzando Benedicta por la esquina de
Palacio, se encontró con Aquilino. Ella, lejos de
reprocharle su conducta, le habló con cariño, y en
gracia de la brevedad diremos que, como donde hubo fuego siempre
quedan cenizas, el amante solicitó y obtuvo una cita para
las diez de la noche.
Benedicta sabía que el ingrato la había abandonado
para casarse con la hija de un rico minero, y desde entonces
juró en Dios y en su ánima vivir para la venganza.
Al encontrarse aquella noche con Aquilino y acordarle una cita,
la fecunda imaginación de la mujer trazó
rápidamente su plan. Necesitaba un cómplice, se
acordó del plumario, y he aquí el secreto de su
repentina coquetería para con Fortunato.
Ahora volvamos al entresuelo.
VI
Entre los dos reconciliados amantes no hubo quejas ni
recriminaciones, sino frases de amor. Ni una palabra sobre lo
pasado, nada sobre la deslealtad del joven que nuevamente la
engañaba, callándola que ya no era libre y
prometiéndola no separarse más de ella. Benedicta
fingió creerlo y lo embriagaba de caricias para mejor
afianzar su venganza.
Entretanto el moscatel desempeñaba una función
terrible. Benedicta había echado un narcótico en la
copa de su seductor. Aquí cabe el refrán:
«más mató la cena que curó
Avicena».
Rendido Leuro al soporífico influjo, la joven lo
ató con fuertes ligaduras a las columnas de su lecho,
sacó un puñal, y esperó impasible durante
una hora a que empezara a desvanecerse el poder del
narcótico.
A las doce mojó su pañuelo en vinagre, lo
pasó por la frente del narcotizado, y entonces
principió la horrible tragedia.
Benedicta era tribunal y verdugo.
Enrostró a Aquilino la villanía de su conducta,
rechazó sus descargos y luego le dijo:
-¡Estás sentenciado! Tienes un minuto para pensar en
Dios.
Y con mano segura hundió el acero en el corazón del
hombre a quien tanto había amado...
El pobre amanuense temblaba como la hoja en el árbol.
Había oído y visto todo por un agujero de la
puerta.
Benedicta, realizada su venganza, dio vuelta a la llave y lo
sacó del encierro.
-Si aspiras a mi amor -le dijo- empieza por ser mi
cómplice. El premio lo tendrás cuando este
cadáver haya desaparecido de aquí. La calle
está desierta, la noche es lóbrega, el río
corre en frente de la casa... Ven y ayúdame.
Y para vencer toda vacilación en el ánimo del
acobardado mancebo, aquella mujer, alma de demonio encarnada en
la figura de un ángel, dio un salto como la pantera que se
lanza sobre una presa y estampó un beso de fuego en los
labios de Fortunato.
La fascinación fue completa. Ese beso llevó a la
sangre y a la conciencia del joven el contagio del crimen.
Si hoy, con los faroles de gas y el crecido personal de agentes
de policía, es empresa de guapos aventurarse
después de las ocho de la noche por la Alameda de Acho,
imagínese el lector lo que sería ese sitio en el
siglo pasado y cuando sólo en 1776 se había
establecido el alumbrado para las calles centrales de la
ciudad.
La obscuridad de aquella noche era espantosa. No parecía
sino que la naturaleza tomaba su parte de complicidad en el
crimen.
Entreabriose el postigo de la casa y por él salió
cautelosamente Fortunato, llevando al hombro, cosido en una
manta, el cadáver de Aquilino. Benedicta lo seguía,
y mientras con una mano lo ayudaba a sostener el peso, con la
otra, armada de una aguja con hilo grueso, cosía la manta
a la casaca del joven. La zozobra de éste y las tinieblas
servían de auxiliares a un nuevo delito.
Las dos sombras vivientes llegaron al pie del parapeto del
río.
Fortunato, con su fúnebre carga sobre los hombros,
subió el tramo de adobes y se inclinó para arrojar
el cadáver.
¡Horror!... El muerto arrastró en su caída al
vivo.
VII
Tres días después unos pescadores encontraron en
las playas de Bocanegra el cuerpo del infortunado Fortunato. Su
padre, el conde de Pozosdulces, y su jefe, el marqués de
Salinas, recelando que el joven hubiera sido víctima de
algún enemigo, hicieron aprehender a un individuo sobre el
que recaían no sabemos qué sospechas de mala
voluntad para con el difunto.
Y corrían los meses y la causa iba con pies de plomo, y el
pobre diablo se encontraba metido en un dédalo de
acusaciones, y el fiscal veía pruebas clarísimas en
donde todos hallaban el caos, y el juez vacilaba, para dar
sentencia, entre horca y presidio.
Pero la Providencia, que vela por los inocentes, tiene resortes
misteriosos para hacer la luz sobre el crimen.
Benedicta, moribunda y devorada por el remordimiento,
reveló todo a un sacerdote, rogándole que para
salvar al encarcelado hiciese pública su confesión;
y he aquí cómo en la forma de proceso ha venido a
caer bajo nuestra pluma de cronista la sombría leyenda de
la Gatita de Mari Ramos.