Dueño ya don Pedro de la Casca de los veintidós
buques que bajo el mando del general Hinojosa componían la
escuadra de Gonzalo Pizarro, resolvió principiar la
campaña contra el rebelde, desentendiéndose de las
observaciones que en oposición a su propósito
formularon don Diego García de Paredes y demás
capitanes.
El 10 de abril de 1517 y con propicio viento abandonaron las
naves el fondeadero de Panamá, embarcándose Gasea
en la capitana, acompañado del arzobispo Loayza, que
había poco antes conseguido huir de Lima. No llegaban a la
cifra de quinientos los soldados y tripulantes que iban a
acometer la ardua empresa.
Dos días de navegación llevaba la flota, cuando
sobrevinieron calmas tan completas que varios de los barcos,
arrastrados por las corrientes, retrocedieron a Taboga.
Disperso el convoy, convocó Gasca una junta, en la que los
marinos opinaron que la estación era adversa para navegar
con rumbo a las costas del Perú, pues hallándose
mal carenadas algunas de las naves se corría el peligro de
verlas hundirse, y por ende convenía regresar a
Panamá y esperar a septiembre, en que corrientes y brisas
son favorables. Los hombres de guerra, por su parte,
añadían que en cinco o seis meses más, con
los leales que acudieran de Nicaragua y Méjico,
habría una base de mil soldados, por lo menos, para
lanzarse a la aventura con seguridad del éxito.
Gasea consideró que aplazar por medio año las
operaciones era dar tiempo para que los rebeldes cobrasen
bríos, y apartándose de la opinión general,
dijo:
-No se hable, señores, de volver atrás, que de
animosos es el peligro. Señor Juan Alonso de Palomino, en
nombre del emperador, ordeno que las naos hagan rumbo a la
Gorgona.
Y no hubo más que proseguir navegando con los buques que
estuvieron en condición de hacerlo.
Tres días más tarde, y casi al anochecer, desatose
un atroz temporal del Norte. Juan Cristóbal Calvete lo
describe así: "«El viento era tan recio y la mar tan
brava que el riesgo de zozobrar se hizo inminente; y eran las
olas tan furiosas y continuas, que no había marinero que
parase, por el agua que de la mar entraba y por la que del cielo
caía; y eran tantos los truenos, relámpagos y
rayos, que la nao parecía arder en vivas
llamas»".
La gente de mar, casi amotinada, manifestó a Gasea la
conveniencia de amainar velas, conservando sólo la del
trinquete, y correr el temporal hasta volver a dar fondo en
Taboga o Panamá.
El clérigo Gasca, que breviario en mano no se separaba de
la cubierta despreciando el peligro de ser arrebatado por una
ola, les contestó con energía:
-A la Gorgona he dicho, y pena de la vida al que toque un
trapo.
A las tres de la mañana bajó el licenciado a la
cámara, y la marinería se echó a aflojar
escotas para arriar la mayor y la mesana.
Un par de minutos llevaban en la faena cuando volvió a
presentarse Gasca sobre cubierta.
-¡Por la Virgen del Pilar! -gritó furioso.-
¡Alto esa maniobra!
-Señor licenciado -contestó un contramaestre,-
saber leer en el breviario, no es saber en cosas de mar.
El motín no podía ser más declarado.
Y hasta los oficiales, sin tomar parte activa, simpatizaban con
la marinería, pues ninguno puso a raya al insolente.
Por fortuna, las cuerdas y velas estaban tan duras y tiesas que
la maniobra se hacía difícil.
Gasca cruzó los brazos sobre el pecho, alzó los
ojos al cielo, pidió o Dios un milagro, y Dios lo
oyó.
De pronto brillaron luces sobre los masteleros y gavia.
Eran las luces o fuegos de San Telmo, anunciadores de que la
tempestad iba a cesar.
La amotinada marinería cayó de rodillas delante de
don Pedro de la Gasca, como los sublevados compañeros de
Colón cuando el serviola gritó desde la cofa:
«¡Tierra!»