Con este pareado termina una relación de virtudes y
milagros que en hoja impresa circuló en Lima, allá
por los años de 1840, con motivo de celebrarse en nuestra
culta y religiosa capital las solemnes fiestas de
beatificación de fray Martín de Porres.
Nació este santo varón en lima el 9 de diciembre de
1579, y fue hijo natural del español don Juan de Porres,
caballero de Alcántara, en una esclava panameña.
Muy niño Martincito, llevolo su padre a Guayaquil, donde
en una escuela, cuyo dómine hacía mucho uso de la
cáscara de novillo, aprendió a leer y escribir. Dos
o tres años más tarde, su padre regresó con
él a Lima y púsolo a aprender el socorrido oficio
de barbero y sangrador, en la tienda de un rapista de la calle de
Malambo.
Mal se avino Martín con la navaja y la lanceta, si bien
salió diestro en su manejo, y optando por la carrera de
santo, que en esos tiempos era una profesión como otra
cualquiera, vistió a los veintiún años de
edad el hábito de lego o donado en el convento de Santo
Domingo, donde murió el 3 de noviembre de 1639 en olor de
santidad.
Nuestro paisano Martín de Porres, en vida y después
de muerto, hizo milagros por mayor. Hacía milagros con la
facilidad con que otros hacen versos. Uno de sus biógrafos
(no recuerdo si es el padre Manrique o el médico Valdez)
dice que el prior de los dominicos tuvo que prohibirle que
siguiera milagreando (dispénsenme el verbo).Y para probar
cuán arraigado estaba en el siervo de Dios el
espíritu de obediencia, refiere que en momentos de pasar
fray Martín frente a un andamio, cayose un albañil
desde ocho o diez varas de altura, y que nuestro lego lo detuvo a
medio camino gritando: «Espere un rato, hermanito» Y
el albañil se mantuvo en el aire, hasta que regresó
fray Martín con la superior licencia.
¿Buenazo el milagrito, eh? Pues donde hay bueno hay
mejor.
Ordenó el prior al portentoso donado que comprase para
consumo de la enfermería un pan de azúcar.
Quizá no lo dio el dinero preciso para proveerse de la
blanca y refinada, y presentósele fray Martín
trayendo un pan de azúcar moscabada.
-¿No tiene ojos, hermano? -díjole el superior.-
¿No ha visto que por lo prieta, más parece chancaca
que azúcar?
-No se incomode su paternidad -contestó con cachaza el
enfermero.- Con lavar ahora mismo el pan de azúcar se
remedia todo.
Y sin dar tiempo a que el prior le arguyese, metió en el
agua de la pila el pan de azúcar, sacándolo blanco
y seco.
¡Ea!, no me hagan reír, que tengo partido un
labio.
Creer o reventar. Pero conste que yo no le pongo al lector
puñal al pecho para que crea. La libertad ha de ser libre,
como dijo un periodista de mi tierra. Y aquí noto que
habiéndome propuesto sólo hablar de los ratones
sujetos a la jurisdicción de fray Martín, el santo
se me estaba yendo al cielo. Punto con el introito y al grano,
digo, a los ratones.
Fray Martín de Porres tuvo especial predilección
por los pericotes, incómodos huéspedes que nos
vinieron casi junto con la conquista, pues hasta el año de
1552 no fueron esos animalejos conocidos en el Perú.
Llegaron de España en uno de los buques que con cargamento
de bacalao envió a nuestros puertos un don Gutierre,
obispo de Palencia. Nuestros indios bautizaron a los ratones con
el nombre de hucuchas, esto es, salidos del mar.
En los tiempos barberiles de Martín, un pericote era
todavía casi una curiosidad; pues relativamente la familia
ratonesca principiaba a multiplicar. Quizá desde entonces
encariñose por los roedores; y viendo en ellos una obra
del Señor, es de presumir que diría, estableciendo
comparación entre su persona y la de esos chiquitines
seres, lo que dijo un poeta:
El mismo tiempo malgastó en mí Dios,
que en hacer un ratón, o a lo más dos.
Cuando ya nuestro lego desempeñaba en el convento las
funciones de enfermero, los ratones campaban, como moros sin
señor, en celdas, cocina y refectorio. Los gatos, que se
conocieron en el Perú desde 1537, andaban escasos en la
ciudad. Comprobada noticia histórica es la de que los
primeros gatos fueron traídos por Montenegro, soldado
español, quien vendió uno, en el Cuzco y en
seiscientos pesos, a don Diego de Almagro el Viejo.
Aburridos los frailes con la invasión de roedores,
inventaron diversas trampas para cazarlos, lo que rarísima
vez lograban. Fray Martín puso también en la
enfermería una ratonera, y un ratonzuelo bisoño,
atraído por el tufillo del queso, se dejó atrapar
en ella. Libertolo el lego y colocándolo en la palma de la
mano, le dijo:
-Váyase, hermanito, y diga a sus compañeros que no
sean molestos ni nocivos en las celdas; que se vayan a vivir en
la huerta, y que yo cuidaré de llevarles alimento cada
día.
El embajador cumplió con la embajada, y desde ese momento
la ratonil muchitanga abandonó claustros y se
trasladó a la huerta. Por supuesto que fray Martín
los visitó todas las mañanas, llevando un cesto de
desperdicios o provisiones, y que los pericotes acudían
como llamados con campanilla.
Mantenía en su celda nuestro buen lego un perro y un gato,
y había logrado que ambos animales viviesen en fraternal
concordia. Y tanto que comían juntos en la misma escudilla
o plato.
Mirábalos una tarde comer en sana paz, cuando de pronto el
perro gruñó y encrespose el gato. Era que un
ratón, atraído por el olorcillo de la vianda,
había osado asomar el hocico fuera de su agujero.
Descubriolo fray Martín, y volviéndose hacia perro
y gato, les dijo:
-Cálmense, criaturas del Señor,
cálmense.
Acercose en seguida al agujero del mur, y dijo:
-Salga sin cuidado, hermano pericote. Paréceme que tiene
necesidad de comer; apropíncuese, que no le harán
daño.
Y dirigiéndose a los otros dos animales,
añadió:
-Vaya, hijos, denle siempre un lugarcito al convidado, que Dios
da para los tres.
Y el ratón, sin hacerse de rogar, aceptó el
convite, y desde ese día comió en amor y
compaña con perro y gato.