Víctor Hugo ha escrito: «El hombre que ha ganado la
batalla de Waterloo no es Napoleón en derrota; ni
Wellington replegándose a las cuatro y desesperado a las
cinco, ni Blucher que no se batió: el hombre que ha ganado
la batalla de Waterloo es Cambronne».
Comentando estas frases del autor de Los Miserables, dice un
ilustrado argentino: «De la batalla de Ayacucho puede
decirse lo mismo. No fueron Canterac ni los españoles que
quedaron tendidos en el campo de batalla quienes la perdieron.
Fue un dicho quien la ganó. ¿Quién lo dijo?
Un hombre cuya edad era apenas la de la revolución: un
general de veinticinco años: Córdova, que en lo
más crítico de la acción bajose del caballo
y levantó su sombrero elástico en la punta de su
espada, exclamando: ¡Adelante, con paso de
vencedores!».
Estos bellísimos conceptos del escritor bonaerense han
traído a mi memoria un ya casi olvidado recuerdo de algo
que cuando yo contaba quince años oí referir a un
viejo veterano de la independencia. Ese algo es también un
dicho, una exclamación de un humilde soldado, tres
palabras, que proferidas en un momento supremo salvaron
después de los descalabros de Torata y Moquegua los restos
del ejército peruano.
Demos forma al recuerdo, y salvemos del olvido histórico
el nombre de ese valiente. Para el capitán repica la
gloria con campanas de metal, y si alguna vez repica para el
pobre soldado es... con campanas de palo.
El 19 de enero de 1823 el general Valdez, excelente
táctico y arrojado militar, había conseguido atraer
por medio de hábiles maniobras al ejército patriota
hacia las alturas de Torata. Después de nueve horas de
obstinado combate, en que los independientes perdieron más
de setecientos hombres, hubo que emprender retirada sobre
Moquegua. Allí acampó el general Alvarado para
reorganizar sus tropas; mas habiendo recibido Valdez el refuerzo
de la división de Canterac, cayó en la
mañana del 21 sobre Moquegua. La escasez de municiones,
las rencillas entre los jefes, la influencia que en la moral del
soldado debió tener el contraste del 19, y más que
todo las desacertadas disposiciones del general, dieron por
resultado una nueva derrota para los republicanos.
Reducidos los patriotas a mil quinientos hombres, poco más
o menos, emprendieron una desastrosa retirada sobre la costa,
perseguidos tenazmente por el engreído vencedor.
Allí fue cuando La Rosa y Taramona, esos amigos
inseparables en el salón y en el campo de batalla, como
dice Lorente, imitando el heroísmo del alférez
Pringless y sus cuatro granaderos en la acción de
Pescadores, prefirieron lanzarse al mar antes que rendirse
prisioneros a las tropas de Olañeta.
Los mil quinientos dispersos de Alvarado, siempre perseguidos de
cerca por el formidable ejército realista, desesperaban ya
de llegar al puerto de Ilo, donde reembarcándose en los
transportes, salvarían de ser victimados. Doscientos
veinte granaderos de a caballo, mandados por el comandante don
Juan Lavalle, ese león desencadenado, como lo llama uno de
sus biógrafos, cuyas hazañas son dignas de la
epopeya, se encargaron de proteger una retirada que casi
tenía el aspecto de un sálvese el que pueda.
El enérgico Lavalle, siempre que veía a los
infantes próximos a ser envueltos por el enemigo, se
lanzaba con sus granaderos, sable en mano, sobre las columnas
realistas, dando así lugar a los patriotas para adelantar
camino. Y de estas cargas dio cuatro, saliendo de cada una de
ellas con veinte o treinta hombres menos; pero aunque siempre
rechazado, el objeto del bravo comandante estaba conseguido. Los
mil quinientos infantes se alejaban siquiera una milla de sus
perseguidores.
Después de la cuarta arremetida, Lavalle contó su
gente. ¡Ciento quince hombres! Los demás
habían sucumbido heroicamente.
Y entretanto los realistas, redoblando sus esfuerzos, lograron
colocarse a pocas cuadras de la infantería patriota, que
falta de pólvora y de organización, habría
tenido que rendirse. No era posible intentar siquiera un
simulacro de resistencia para alcanzar una
capitulación.
Todo estaba perdido.
Lavalle mismo vacilaba para una nueva acometida. Era llevar a
seguro sacrificio a los pocos valientes que lo
acompañaban, sin probabilidad de que ese sacrificio
salvase a los vencidos en Torata y Moquegua.
Fue entonces, en ese momento de suprema angustia, cuando un
granadero, llamado Serafín Melvares, exclamó:
-¡Un Necochea aquí!
Lavalle alcanzó a oír la exclamación de
aquel bravo, cuyo nombre felizmente ha salvado la
tradición haciéndolo llegar hasta nosotros; acaso
la consideró como un reproche que ponía en duda su
jamás desmentido arrojo, y contestó exaltado:
-Lo mismo sabe morir un Lavalle que un Necochea. ¡A la
carga, granaderos!
Y fue tan audaz e impetuosa la embestida, que a no ser tan
numeroso el ejército realista, los triunfos de Torata y
Moquegua se habrían convertido en derrota.
Entre Lavalle y Necochea existió siempre la
emulación del valor, caballeresca rivalidad en la que,
disputándose la primacía aquellos dos bizarros
adalides, era la causa de la independencia quien obtenía
la victoria.
Después de esta quinta carga, el ejército
español cesó en la persecución de los
patriotas.
Cuando Lavalle pudo contar su tropa, sólo ochenta y tres
de sus granaderos lo acompañaban. En aquella carga
desesperada y memorable habían perecido treinta y
dos.
El soldado Serafín Melvares era uno de los muertos.
¡Gloria a su nombre! Una exclamación suya, una frase
incorrecta, tres palabras que no expresaban con claridad un
pensamiento, bastaron para salvar los restos de un
ejército que en 1824 debía afianzar en el campo de
Ayacucho la libertad de un continente.