Vilcar-Guamán (hoy Guancavelica) fue en los tiempos del
coloniaje, distrito, corregimiento o subdelegación del que
ahora es departamento de Ayacucho, y que entonces se llamaba
intendencia de Guamanga.
Vilcas-Guamán, conquistado por Tupac-Yupanqui, tuvo en los
días del imperio incásico una guarnición de
treinta mil indios. Huaina-Capac obligó a los naturales a
no hablar su dialecto nativo, sino la lengua quechua.
Aunque la agricultura y ganadería no son para despreciadas
en Guancavelica, la industria minera ha sido y es la que
más brazos ocupa, sobre todo cuando estuvieron en laboreo
activo los azogues de Santa Bárbara y las minas de plata
de Castrovirreina.
En la gentilidad, y antes de ser incorporados al imperio, los
huancavelicanos hacían a sus ídolos de piedra
sacrificios de víctimas humanas. Después tuvieron
templo o casa consagrada a las vírgenes del Sol, llamadas
Huairan aclla, y cuyo número fijo era de quinientas. La
que faltaba a sus votos de doncellez perpetua era ahorcada por
los pies. ¡Pobrecita!
II
Doña María Rita Zubizarreta de San Martín
era por los años de 1715 la dama de más campanillas
y de mayor caudal que habitara en Guancavelica. Sus haciendas y
minas le producían una renta de treinta mil duros mal
contados al año, la que invertía en la
construcción del santuario del Señor de Acoria,
que, según la popular conseja, fue una imagen de Cristo
aparecida como la del Señor de los Milagros que veneran
las nazarenas de Lima.
Doña María Rita, después de señalar
renta para el santuario y mantenimiento del capellán,
dedicó su fortuna a la fábrica del suntuoso templo
de San Francisco, notable por la belleza de su arquitectura, por
el artístico tallado de los retablos y por todo lo que
constituye el lujo de una casa consagrada a Dios.
La señora, a pesar de su gran riqueza, teníase por
criatura muy desdichada. Quince años llevaba de
matrimonio, y carecía de fruto de bendición. Al
fin, San Francisco hizo el milagro de que se la abultara el
vientre, desopilándose con el nacimiento de un
niño.
Y al leer esto, no me venga alguno echándola de malicioso
y trayendo a la memoria el cuento de que en una nave de cierta
iglesia pedía un lego limosna para los huerfanitos, a la
vez que en la opuesta hacía otro igual petitorio para
reparaciones del templo.
«¡Para los pobres niños de la Inclusa!»,
o decía el uno. «¡Obra de nuestro padre San
Francisco!», contestaba el otro; que doña
María Rita era honrada a carta cabal, y como la mujer de
César, superior a sospecha pecaminosa. No era ella como el
judaico usurero Juan de Robres, que en el trance de morir y para
descargar la conciencia de picardías,
hiciera un santo hospital
(como antes hizo los pobres)
En 1760 fray Pedro de San Martín y Zubizarreta era
guardián de los franciscanos en el convento de
Guancavelica, edificado con los caudales de su noble y cristiana
madre doña María Rita Zubizarreta de San
Martín.
III
En 1780 pudría ya tierra el guardián fray Pedro de
San Martín, y su sucesor era fray Andrés de
Talamantes, aragonés severo y cejijunto, que metió
a la comunidad en un puño, al reverso de fray Pedro, que
fue todo mansedumbre para con sus hermanos.
Los franciscanos eran por entonces los religiosos más
ilustrados de Guancavelica, y en sus claustros se encerraba un
portento de oratoria sagrada en la persona de fray Casimiro
Navarrete.
No había fiesta solemne sin sermón de su
paternidad.
Pero fray Casimiro tenía mucho de calvatrueno; y fue el
caso que, comprometido por su guardián para predicar en la
fiesta del Corpus, en la parroquia matriz de San Antonio,
llegó la hora de que ocupase el púlpito el orador,
y a éste no se le encontraba ni vivo ni muerto. Andaba de
parranda y cantando:
«Se lamentaba un fraile
de dormir solo:
¡quién pudiera en su celda
meterle un toro!
A la jota, jota, de los buenos frailes
que siempre jotean en todos los bailes;
a la jota, jota, que si ésta no agrada,
a mí, caballeros, no se me da nada».
Para salvar el decoro de la comunidad, tuvo el guardián
que subir a la cátedra del Espíritu Santo, y se
desempeñó como a Dios plugo ayudarle, jurando para
sus adentros castigar de ejemplar manera al tunante fraile que en
tal atrenzo lo colocara.
IV
A los tres días dio fray Casimiro acuerdo de su persona,
presentándose muy risueño y como si tal cosa en su
convento. Fray Andrés de Talamantes, sin escuchar sus
descargos, lo mandó encerrar a pan y agua en el calabozo
construido debajo del campanario y cuya puerta colinda con la
capilla de la Virgen de Dolores.
Tres días llevaba ya de prisión fray Casimiro,
cuando uno de sus compañeros se aproximó a la
rejilla del calabozo. El recluso le pidió que se
empeñase con el guardián para que le ahorrase
mortificación física; pues como castigo moral,
suficientemente penado estaba con la vergüenza del
encierro.
-Que sufra ese fraile pícaro -fue la respuesta del
inflexible superior.
En esos tiempos, ni los Cabildos eclesiásticos
hacían gala de blandura pura con el sacerdote pecador. La
mano izquierda no borraba hoy lo que ayer firmara la derecha, ni
se castigaba a un canónigo con privación de
asistencia al coro y sin mermarle la renta, lo que en vez de
castigo es premio, como dijo un poeta.
Eso era disciplina, y no juego de chuchurumbelas, como
hogaño se estila. Nos hemos vuelto tan de la manga ancha
que decimos:
Si en el sexto no hay perdón
ni en el séptimo rebaja,
bien puede la religión
llenar el cielo de paja.
Tres días más tarde otro fraile fue a consolar al
preso, y éste le dijo:
-Hágame su reverencia la caridad de decirle al padre
guardián que si hoy no me saca del calabozo, ya
mañana será tarde, y la conciencia le
remorderá por su dureza.
Cumplió el comisionado; pero el guardián no dio el
brazo a torcer y se mantuvo firme. Acostose, y no pudo conciliar
el sueño. El recado de fray Casimiro le cascabeleaba en el
espíritu.
Apenas empezó a colorear el alba cuando puso su paternidad
los huesos de punta, y seguido de dos o tres frailes que
encontró en el claustro se encaminó a la mazmorra
con la firme decisión de poner en libertad al
prisionero.
¡Horrible visu! El cuerpo de fray Casimiro, pendiente del
cordón de su hábito, se balanceaba suspenso de una
viga, que hasta ahora existe como tirante de pared a pared.
Aquella noche el guardián, después que a las nueve
y apurado el chocolate en el refectorio tocaron las campanas a
silencio, encerrose en su celda y púsose a hojear el
infolio de un bolandista o santo padre de la Iglesia.
Cerró el libro, y al levantarse para ir a tomar la
horizontal en su lecho, encontrose con que al otro lado de la
mesa estaba de pie un fraile, con la capilla calada, los brazos
cruzados sobre el pecho y las manos entre las mangas del santo
hábito.
El guardián se quedó inmóvil y alelado. El
lance no era para menos, y se lo doy al más guapo.
Al sonar las diez, el fantasma hizo una reverencia al superior
franciscano y desapareció.
Y desde entonces, esta escena se reprodujo todas las
noches.
En vano cambiaba el guardián de celda, o iba a
algún pueblo vecino, o se hacía acompañar de
amigos. Siempre, a la primera campanada de las nueve y visible
sólo para él, se presentaba el fatídico
fantasma; y siempre, después de una glacial reverencia, se
evaporaba a la primera campanada de las diez.
Y este suplicio duró treinta noches, al cabo de las cuales
fray Andrés de Talamantes, completamente loco,
entregó el alma al Hacedor.
Hoy mismo es popular creencia en Guancavelica que el alma del
fraile ahorcado habita en el calabocillo, y que de nueve a diez
de la noche se oye el crujimiento de la viga. Así
será. Yo cuento y no comento.