Hasta hace poco más de veinte años, veíanse
en la plaza Mayor de Lima dos cruces de madera incrustadas en la
pared. Una de ellas estaba sobre el arco del portal que conduce
al callejón de Petateros. Como frente a ese sitio se
alzaban la horca y el rollo, suponemos cristianamente que la
susodicha cruz tenía por objeto consolar en el supremo
lance a los ajusticiados con la vista del emblema de nuestra
redención.
La otra cruz hallábase en el ángulo que forman las
calles de Palacio y del Correo, bajo los balcones de la casa de
Nicolás de Ribera el Viejo primer alcalde que tuvo el
Cabildo de Lima al fundar Pizarro la ciudad.
¿Cuándo y por qué fue colocada allí
esa cruz?
He aquí, lector, lo que merced a largas investigaciones
históricas he alcanzado a sacar en limpio.
I
Después de la batalla de Iñaquito, en que tan
desastroso fin tuviera el primer virrey del Perú,
cayó prisionero en el puerto de San Buenaventura el
general Don Hernando Vela Núñez, hermano de aquel
infortunado gobernante.
Las iras del vencedor habíanse ya un tanto aplacado; y
traído a Lima el prisionero ante el muy magnífico
señor Don Gonzalo Pizarro, éste le
preguntó:
-¿Hace vuesa merced pleito homenaje y promesa,
según uso y costumbre de los antiguos caballeros de
Castilla, de guardar por cárcel la casa de Hernando
Montenegro, de no salir de ella sino a misa en los días de
precepto, de no haber cuestión ni enojos sobre las pasadas
cosas de gobierno y de no dar motivo para alboroto ni
escándalo?
Convengamos en que esto era mucho exigir; pero el general Vela
Núñez, que sabía no tener muy segura la
cabeza sobre los hombros, arrodillose ante un crucifijo, y
extendiendo la mano derecha contestó:
-Sí prometo y hago pleito homenaje de lo cumplir.
Y así corrieron meses sin faltar en un ápice en lo
pactado.
Vino al cabo la noticia de hallarse en Panamá el
licenciado La Gasca con plenos poderes del monarca para meter en
vereda a los bochincheros de estos reinos. Entonces Vela
Núñez pensó, no en tomar las armas contra
Gonzalo, sino en burlar la vigilancia de éste y escaparse
para España; que harto estaba el general de aventuras,
peligros y desengaños. El guardián de San Francisco
se encargó de arreglar la fuga, y con toda cautela
comprometió al patrón de un bergantín,
anclado a la sazón en el Callao y expedito para dirigirse
a Nicaragua.
Junto con Vela Núñez debía marchar el
capitán Bernardino de Loayza, que había intentado
en Huánuco alzar bandera por el rey, y que malograda su
empresa, no tuvo otro recurso que venirse a Lima y tomar asilo en
el convento franciscano. En esos tiempos no se andaban con
chiquitas, y el que se metía en política
sabía que iba jugando el pescuezo en la partida.
Todo estaba ya listo para la escapatoria; pero en la
mañana del día para ella señalado, tuvo
minucioso aviso Gonzalo Pizarro y... ¡adiós mi
plata! Salimos de lodazales para caer en cenagales.
II
El capitán Juan de Latorre y Villegas, conocido más
generalmente por el Madrileño, fue uno de aquellos
desalmados que en Iñaquito ultrajaron el cadáver
del virrey. El Madrileño llevó su ferocidad hasta
el punto de arrancar algunos pelos de la barba y bigote del
muerto y adornar con ellos el escudo de su chambergo. Así
ataviado paseó por las calles de Quito y después
por las de Lima.
En las ruinas de Pachacamac tuvo este pícaro la buena
suerte de descubrir una riquísima huaca, de la cual
sacó en metales y piedras preciosas un tesoro que se
estimó en ochenta mil duros. Gonzalo Pizarro, en nombre de
la corona, le reclamó los quintos; pero negose el
Madrileño a satisfacerlos y entabló querella ante
el trampantojo de Audiencia que por entonces había.
«A la ballena, todo le cabe y nada le llena».
Gran amigo era el capitán Villegas del guardián de
San Francisco, y fuese a él un día, y pidiole
consejo sobre la manera de fugar de Lima y llevarse a
España el tesoro. El reverendo, después de tomarle
juramento de guardar secreto, le confió el proyecto de
Vela Núñez, añadiendo que no podía
serle más propicia la oportunidad; pues en Vela
Núñez llevaría a la corte un valedor, para
que el soberano no lo castigase por su rebeldía y por los
ultrajes inferidos al cadáver del virrey.
Pero cuando el franciscano se vio con el general y le propuso la
compañía del Madrileño, aquél
exclamó lleno de noble indignación:
-¡Yo ligarme con traidor de esa calaña! Primero que
tal haga, venga el verdugo y me descabece.
Este Juan de Latorre y Villegas fue hijo de uno de los trece
famosos compañeros de Pizarro en la isla del Gallo, a
quienes la reina Doña Juana agració con el
título de caballeros de espuela dorada. Cuatro meses
después del suplicio de Gonzalo encontraron a Latorre
oculto en una cueva y La Gasca lo mandó ahorcar. Su padre,
el anciano de la isla del Gallo, al recibir la noticia del
desastroso fin del rebelde mancebo, la festejó paseando
por las calles de Arequipa embozado en una capa roja. A tanto
llegaba, para los hombres de aquel siglo, el sentimiento de
lealtad a su rey.
III
Por mucho que el guardián dorase la píldora,
comprendió Villegas que Vela Núñez rechazaba
su asociación; y fuese a palacio y delató el plan
de fuga, disculpando su complicidad con que por el interés
que le inspiraba la causa revolucionaria, había tentado al
prisionero para ver cómo estaba en lo de guardar el pleito
homenaje. Es indudable que el que no sirve para San Miguel, sirve
para diablo a sus pies.
Hallábanse en ese momento con Gonzalo el oidor Cepeda, el
capitán Gaspar Mejía y el alguacil mayor Antonio de
Robles. Enfureciose Pizarro, y volviéndose al licenciado
Cepeda le dijo:
-Vaya vuesa merced a casa de Montenegro y saque a ese
felón de Vela Núñez y dé con
él en la cárcel de corte.
El infame Cepeda, ese hombre que fue como moneda de dos caras y
por ambas falsa, no se hizo repetir la orden, y seguido de Robles
salió precipitadamente.
Gonzalo se dirigió entonces a Mejía:
-Don Gaspar, tome vuesa merced gente de mi guardia y
váyase a San Francisco; y si los frailes resisten,
enforque frailes y tráigame a Loayza.
Salía de palacio el capitán, seguido de picas y
arcabuces, cuando, caballero en una bizarra mula, apareció
un clérigo.
Llamábase éste Baltasar de Loayza; había
sido gran partidario del virrey, y más que de sus deberes
eclesiásticos habíase ocupado siempre de cosas
políticas y mundanas. El capitán no conocía
al otro Loayza, y habiendo la fatal coincidencia de que el
clérigo habitara también en una celda de San
Francisco, pensó que la orden de prisión se
refería a éste. Así es que al divisarlo por
la esquina exclamó:
-¡Qué fortuna! Nos hemos ahorrado tiempo y
desazones.
Y deteniendo a la mula por la brida, le dijo al
clérigo:
-Bájese pronto aunque sea por las orejas, seor marrullero,
y dese preso.
Baltasar de Loayza, que no tenía muy limpia la conciencia,
quiso resistirse; mas le cayó encima la soldadesca y
dieron con él en el suelo bajo los balcones de Ribera el
Viejo.
Arremolinose el pueblo en defensa del sacerdote,
cruzáronse algunas lagrimitas de San Pedro, y una de ellas
le rompió la cabeza al padre Baltasar.
Pizarro, que desde un balcón se impuso del quid pro quo,
despachó a uno de sus oficiales, el cual
acercándose a Don Gaspar le dijo:
-Dice el señor gobernador que vuesa merced está
más torpe que mano sin dedos, pues ha trabucado el
mandato, y que no es a éste, sino a Bernardino de Loayza,
al que ha de echarle la zarpa encima.
-Pues lo siento -murmuró Mejía- porque éste
es también un trapisondista a quien reclama la
horca.
El padre Loayza, dejado ya en libertad, se lavaba las heridas en
una jofaina, y al retirarse Mejía con la tropa,
gritó con aire profético:
-¡Capitán de bandidos! Aquí ha corrido mi
sangre... Aquí correrá la tuya.
-¡Me... río del profeta! ¡Cosas de frailes!...
-contestó burlonamente el capitán.
Y se alejó camino de San Francisco.
IV
Por supuesto que, con el retardo y el amago de motín,
Bernardino de Loayza tuvo tiempo para escapar el bulto.
Tres o cuatro días después, el 19 de noviembre de
1546, el general Hernando Vela Núñez salió a
la Plata, donde le fue cortada la cabeza y puesta en el rollo,
por traidor a su palabra y amotinador de estos reinos.
A tiempo que el infeliz se arrodillaba para que el verdugo
hiciese en él justicia, entró en la plaza, montado
en un brioso caballo, el alguacil mayor Antonio de Robles, uno de
los favoritos de Gonzalo, quien acaso por adulación a su
señor hizo caracolear al bruto y atropelló al
sentenciado.
Fray Tomás de San Martín, digno ministro del altar,
que era el auxiliador de la víctima, se irritó ante
ruindad tamaña, y dijo en alta voz:
-¡Hombre sin caridad! Espero en Dios que te verás en
igual trance. Pero aquel bárbaro soltó una
carcajada insolente y volvió grupa, murmurando:
-¡Eh! ¡Quién hace caso de sermones!...
¡Cosas de frailes!...
V
Pero lo cierto es, y uniformemente lo relatan los cronistas, que
ambas profecías se cumplieron al pie de la letra.
La víspera de Corpus Christi del año 1547, Diego
Centeno se presentó con los suyos a una milla del Cuzco.
La ciudad estaba defendida por doble fuerza, siendo el jefe de
ella Antonio de Robles, a quien Gonzalo Pizarro había
enviado desde Lima con tal destino.
Sonada la media noche, Centeno proclamó a su gente e hizo
el juramento de que al otro día, o lo tenían de
enterrar o había de sacar una vara del palio en la
procesión del Corpus.
Y atacó tan denodadamente que, con el alba, fue suya la
victoria.
A las ocho de la mañana el cuerpo de Robles se balanceaba
en la horca, y cuatro horas después Diego Centeno -aunque
había sacado dos heridas en el combate- tomaba una de las
varas del palio en la procesión del
Santísimo.
Algunos dirán que en aquellos tiempos, en que tigres y
lobos se devoraban sin piedad, no era difícil
pronosticarle a un hombre de guerra que acabaría
desastrosamente; pues tal fue el fin de dos tercios por lo menos
de los conquistadores. Pero lo que verdaderamente maravilla es la
muerte del capitán Gaspar Mejía.
Pocos minutos después de ajusticiado Vela
Núñez, dirigíase Don Gaspar a palacio,
cuando al pasar bajo los balcones de Ribera el Viejo, encabritose
el caballo y arrojó al descuidado jinete contra la
esquina.
Cuando acudieron a levantarlo estaba muerto.
Desde entonces se colocó la cruz a que nos hemos referido
y que algún arquitecto o albañil de este siglo
progresista y enemigo de antiguallas, ignorando la historia que
con ella se relaciona, hizo desaparecer. Bien se conoce que no
estamos en 1631, año en que, según lo relata
Calancha, la Inquisición de Lima penitenció a
Sebastián Bogado por el delito de haber quitado varias
cruces en la calle de Malambo.