La fama de mansedumbre que disfrutan los hijos del
seráfico, nada tiene de legítima, si nos atenemos
al relato de varios cronistas, así profanos como
religiosos. Lean ustedes, y díganme después si los
franciscanos han sido o no gente de pelo en pecho.
En 1680 llegó a Lima fray Marcos Terán, investido
con el carácter de comisario general, a fin de poner en
vigencia la real cédula que ordenaba la alternabilidad en
la guardianía; es decir, que para un período
había de nombrarse un fraile criollo o nacido en
América, y para el siguiente un hijo de los reinos de
España.
Esta justa y política disposición del monarca
levantó entre los humildes franciscanos la misma polvareda
que en las otras religiones. El padre Terán era hombre de
no volverse atrás por nada; y en la noche del 10 de julio
los seráficos penetraron tumultuosamente en su celda, y lo
amenazaron de muerte si no daba por válida la
elección que ellos, por sí y ante sí,
acababan de hacer en la persona del padre Antonio Oserín.
Revistiose el comisario de energía, pidió auxilio
de tropa al arzobispo virrey Liñán de Cisneros,
metió en la jaula al electo y a los principales
motinistas, y sin dar moratorias los despachó desterrados
a Chile en un navío que casualmente zarpaba al otro
día para Valparaíso.
Con este golpe de autoridad creyó fray Marcos haber
cortado la cabeza a la hidra de la anarquía; pero se
equivocó de medio a medio. La revolución estaba
latente en la frailería.
Llegó la nochebuena de la Pascua de diciembre, y los
demagogos resolvieron dársela mala a su paternidad.
En efecto, después de las once de la noche se armó
la gorda. Trescientos hombres entre frailes, novicios, legos,
devotos y demás muchitanga que en esos tiempos habitaba
claustros, se encaminaron en tropel a la celda del comisario y
pegaron fuego a las puertas, gritando desaforadamente:
«¡Juez de patarata,
quémate como rata!
¡Fraile de cuernos,
anda a arder en los infiernos!»
Afortunadamente para fray Marcos, un lego le dio aviso de la
trama, dos minutos antes de estallar la tempestad, y apenas si
tuvo tiempo su paternidad para escapar a medio vestir por el
techo, y dejarse caer al patio de una casita en la calle de la
Barranca, y de allí encaminarse a Palacio para poner en
conocimiento de su excelencia lo que ocurría.
No tuvo igual dicha el fraile que, en calidad de secretario,
acompañaba a Terán y que habitaba con él en
la misma celda. El infeliz murió achicharrado.
Entretanto, el gobierno había mandado tocar a rebato, y
todo era carreras y laberinto por esas calles. Se mandó
venir del Callao tres compañías de las encargadas
de la custodia del presidio, y con ellas y la tropa existente en
Lima ocupó el virrey la plazuela de San Francisco.
Las calles vecinas estaban invadidas por el pueblo, que
abiertamente simpatizaba con los incendiarios.
Los frailes, encerrados en su convento o fortaleza, no se
habían echado a dormir sobre sus laureles, sino que con
gran actividad hacían aprestos de guerra, y armados de
trabuquillos y piedras coronaban las torres.
Así las cosas, a las nueve de la mañana dispuso el
gobierno que dos compañías escalasen el convento
por las calles del Tigre y de la Soledad, mientras el grueso del
ejército permanecía en la plazuela, llamando la
atención del enemigo y listo para acudir al sitio donde
las peripecias del combate lo reclamaran.
Aquella estrategia del virrey arzobispo habría dado
envidia a Napoleón I.
Los frailes, bisoños en el arte de la guerra, que
ciertamente no es mascujar el latín de un libro de horas,
se hallaron, cuando menos lo esperaban, con el enemigo dentro de
casa, a retaguardia y por su flanco; pero lejos de alebronarse y
rendirse como mandrias, rompieron el fuego sobre la tropa, e
hirieron a un oficial y tres soldados. Éstos contestaron,
cayendo redondo un fraile e hiriendo a otro.
Entonces resolvieron los franciscanos abandonar las torres, y
cargando con el muerto, bajaron a la iglesia, abrieron la puerta,
y en procesión con cruz alta y ciriales condujeron el
cadáver hasta la plaza Mayor.
Como el pueblo se había puesto del lado de los
revolucionarios, temió el virrey arzobispo mayores
conflictos, y a fuer de prudente, parlamentó con los
frailes.
En buena lógica, éstos quedaron victoriosos; porque
consiguieron no sólo que se ordenara el regreso de los
desterrados, sino que el padre Terán se embarcara
voluntariamente para Panamá.