Faustino Guerra habíase encontrado en la batalla de
Ayacucho en condición de soldado raso. Afianzada la
independencia, obtuvo licencia final y retirose a la provincia de
su nacimiento, donde consiguió ser nombrado maestro de
escuela de la villa de Lampa.
El buen Faustino no era ciertamente hombre de letras; mas para el
desempeño de su cargo y tener contentos a los padres de
familia, bastábale con leer medianamente, hacer regulares
palotes y enseñar de coro a los muchachos la doctrina
cristiana.
La escuela estaba situada en la calle Ancha, en una casa que
entonces era propiedad del Estado y que hoy pertenece a la
familia Montesinos.
Contra la costumbre general de los dómines de aquellos
tiempos, don Faustino hacía poco uso del látigo, al
que había él bautizado con el nombre de San
Simón Garabatillo. Teníalo más bien como
signo de autoridad que como instrumento de castigo, y era preciso
que fuese muy grave la falta cometida por un escolar para que el
maestro le aplicase un par de azoticos, de esos que ni sacan
sangre ni levantan roncha.
El 28 de octubre de 1826, día de San Simón y Judas
por más señas, celebrose con grandes festejos en
las principales ciudades del Perú. Las autoridades
habían andado empeñosas y mandaron oficialmente que
el pueblo se alegrase. Bolívar estaba entonces en todo su
apogeo, aunque sus planes de vitalicia empezaban ya a eliminarle
el afecto de los buenos peruanos.
Sólo en Lampa no se hizo manifestación alguna de
regocijo. Fue ese para los lampeños día de trabajo,
como otro cualquiera del año, y los muchachos asistieron,
como de costumbre, a la escuela.
Era ya más de mediodía cuando don Faustino
mandó cerrar la puerta de la calle, dirigiose con los
alumnos al corral de la casa, los hizo poner en línea, y
llamando a dos robustos indios que para su servicio tenía,
les mandó que cargasen a los niños. Desde el
primero hasta el último, todos sufrieron una docena de
latigazos, a calzón quitado, aplicados por mano de
maestro.
La gritería fue como para ensordecer, y hubo llanto
general para una hora.
Cuando llegó el instante de cerrar la escuela y de enviar
los chicos a casa de sus padres, les dijo don Faustino:
-¡Cuenta, pícaros godos, con que vayan a contar lo
que ha pasado! Al primero que descubra yo que ha ido con el
chisme lo tundo vivo.
«¿Si se habrá vuelto loco su merced?»,
se preguntaban los muchachos; pero no contaron a sus familias lo
sucedido, si bien el escozor de los ramalazos los traía
aliquebrados.
¿Qué mala mosca había picado al magister,
que de suyo era manso de genio, para repartir tan furiosa
azotaina? Ya lo sabremos.
Al siguiente día presentáronse los chicos en la
escuela, no sin recelar que se repitiese la función. Por
fin, don Faustino hizo señal de que iba a hablar.
-Hijos míos -les dijo-, estoy seguro de que todavía
se acuerdan del rigor con que los traté ayer, contra mi
costumbre. Tranquilícense, que estas cosas sólo las
hago yo una vez al año. ¿Y saben ustedes por
qué? Con franqueza, hijos, digan si lo saben.
-No, señor maestro -contestaron en coro los
muchachos.
-Pues han de saber ustedes que ayer fue el santo del libertador
de la patria, y no teniendo yo otra manera de festejarlo y de que
lo festejasen ustedes, ya que los lampeños han sido tan
desagradecidos con el que los hizo gentes, he recurrido al
chicote. Así, mientras ustedes vivan, tendrán
grabado en la memoria el recuerdo del día de San
Simón. Ahora a estudiar su lección y ¡viva la
patria!
Y la verdad es que los pocos que aun existen de aquel centenar de
muchachos se reúnen en Lampa el 28 de octubre y celebran
una comilona, en la cual se brinda por Bolívar, por don
Faustino Guerra y por San Simón Garabatillo, el más
milagroso de los santos de achaques de refrescar la memoria y
calentar partes pósteras.