El capuchino fray Miguel González (más generalmente
conocido por fray Miguel de Pamplona) tomó en febrero de
1783 posesión de la silla episcopal de Arequipa.
Hijo del teniente general gobernador de Pamplona y de la marquesa
de Bunguet, Don Miguel había consagrado su mocedad a la
carrera de las armas, en la que alcanzó a ser coronel del
regimiento de infantería de Murcia, mereciendo
además el título de comendador de la
Obrería, entre los caballeros de la orden de
Santiago.
Desencantado acaso de la vida militar, de las hijas de Eva y de
las mundanas pompas y miserias, tomó el hábito en
el convento de capuchinos de Madrid, y seis meses después,
en virtud de dispensas pontificias, fue ordenado sacerdote. Pocos
años más tarde sus hermanos le confirieron la
prelacía, distinción de la que no tardaron en
arrepentirse; pues fray Miguel, imaginándose que era cosa
idéntica mandar frailes que mandar soldados, se
empeñó en refundir en un solo cuerpo de doctrina la
constitución o regla monástica y las ordenanzas
militares.
Nombrado obispo (cargo que él se resistió a
admitir, pero que el rey lo forzó a aceptar), trató
a su coro de canónigos arequipenses como había
tratado a sus subalternos en el ejército; y muchas veces
al reconvenir a clérigos remolones o a curas que
descuidaban el cumplimiento de sus deberes eclesiásticos,
olvidábase de que era obispo y se le escapaba esta
frase:
-Como no ande usted derecho lo planto en cepo de ballesteros; y
¡cuenta con insubordinárseme! porque lo fusilo.
Conmigo no juega nadie, señor mío, ni recluta ni
veterano.
Una bula del Papa Benedicto XIII prohibía a los
eclesiásticos el uso de peluca o cabellera postiza,
ordenanza que fue (y continúa siendo) desatendida por los
obispos. Pues fray Miguel, en pleno coro de canónigos le
arrancó a uno el peluquín, diciéndole:
-¡Ah, pelimuerto! Devuelva esos pelos a la sepultura que
los reclama.
Y al canónigo, que era otro cucaracha de la Granja, nadie
lo conoció desde entonces sino por el apodo de
Pelimuerto.
La aspereza de su genio le conquistó el desafecto del
clero arequipeño, y desengañado y cansado de luchar
sin fruto, hizo fray Miguel en 1786 formal renuncia del obispado.
Volviose, pues, a su convento de Madrid, donde murió en
1795 a los setenta y tres años de edad.
Retratado a vuelapluma el personaje, entremos en la
tradición.
II
Cuando el coronel Pamplona cambió de uniforme,
acompañolo al claustro un soldado que hacía
años era su asistente. Ordenado aquél,
vistió éste el hábito de lego capuchino;
pero no se avino a dar a su superior tratamiento frailuno, y
continuó llamándolo mi coronel.
Trájolo el obispo a América e hizo de él su
mayordomo o ayuda de cámara o factótum. El Sr.
Pamplona no tenía confianza en nadie más que en el
hermano Saldaña; pero cuando pillaba a éste en
algún descuido se entablaba entre ambos el siguiente
diálogo:
-¡Cabo Saldaña!
-¡Presente, mi coronel!
-Usted ha quebrantado el artículo tantos de la ordenanza,
y merece por ende carrera de baquetas.
Y el señor obispo descargaba algunos garrotazos sobre las
espaldas de su lego.
En seguida reflexionaba el ilustrísimo señor que si
como coronel había cumplido con las leyes penales, en
cambio había pecado como obispo, dando al traste con la
evangélica mansedumbre que debe caracterizar a un mitrado,
y asaltábanle mil devotos escrúpulos que le
obligaban a arrodillarse a los pies de su lego,
diciéndole:
-¡Hermanito, perdóname!
Saldaña no se hacía de rogar, acordaba el
perdón tan humildemente solicitado, y el señor
obispo iba a celebrar misa en su oratorio o en la catedral.
Esta escena se repetía por lo menos cuatro veces en el
mes; pero una mañana aconteció que la paliza hubo
de llegarle tan a lo vivo al lego, que cuando vino el momento de
que el pastor se arrodillase, le contestó:
-Levántese su señoría, si quiere, que hoy no
me siento con humor de perdonar.
-Pero, hermanito, no me guarde rencor, que eso no es de
cristianos.
-No hay hermanito que valga. Toque a otra puerta. No
perdono.
-Mire, hermano, que va a dejarme sin celebrar el santo
sacrificio.
-Y a mí ¿qué?
-Va sobre su alma el pecado en que yo incurra.
-La paliza ha ido sobre mis costillas, y váyase lo uno por
lo otro. No se canse, padre reverendísimo, no
perdono.
Aquella mañana el señor obispo Pamplona se
quedó sin celebrar.
Y pasaron dos semanas, y el lego erre que erre y la misa sin
decirse. El buen prelado no se creía con el
espíritu bastante limpio para tomar en sus manos la divina
Forma.
Los familiares se alarmaron, recelando que su ilustrísima
estuviera seriamente enfermo, y en breve la novedad cundió
por Arequipa. Parece que aun se trató en Cabildo de hacer
rogativas públicas por la salud del diocesano.
¡Quince días sin decir misa el que nunca
había dejado de llenar este precepto!
Aquello era inusitado y daba en qué cavilar hasta al
tuturutu de la plaza.
Al cabo de este tiempo aplacose la cólera de
Saldaña y otorgó el perdón que todas las
mañanas había estado solicitando en vano, su
coronel y obispo.
Aquel día las campanas de la ciudad se echaron a vuelo. Su
ilustrísima había recobrado la salud, pues
celebró el santo sacrificio en la catedral.
Desde entonces el lego Saldaña empezó a echar
mofletes. El señor Pamplona le hizo gracia de palizas, no
volviendo a medirle las costillas con vara de acebuche.