Funestísima cosa es tener por media naranja complementaria
mujer celosa que lo saque a uno de sus casillas haciéndole
perder los estribos del juicio y cometer una barbaridad de las
gordas. Y para que no digan ustedes que he fulminado un aforismo
autoritario, voy en comprobación a contarles algo acaecido
en Arequipa por los años de 1835, si bien en cuanto a
nombres me veo en el caso de cambiarlos.
Domitila era para Radegundo todo lo que había que ser de
celosa, y aquel hogar ardía y andaba dado a mil demonios.
Valgan verdades, Radegundo no jugaba limpio; pues aunque papel
quemado, no olvidaba sus viejas mañas de soltero, y andaba
siempre tras las faldas como gato tras el bacalao truchuela y
oliscón.
Un día desapareció del cofre de Domitila un
precioso anillo de brillantes, y como ella conocía las
uvas de su majuelo, no necesitó consultar adivina para
saber que el tunante del marido había hecho emigrar la
alhaja para regalarla a alguna de sus concurbitáceas, como
decía una vieja de mi barrio. Y por causa del maldito
anillo se armaba todos los días la tremenda en el
matrimonio, y él zurraba a ella la badana, y ella le
convertía a él la cara en mapamundi a fuerza de
araños.
Una noche en que Radegundo se recogió, como de costumbre,
con la cabeza no muy firme al domicilio conyugal, asaltolo
furiosa su costilla con la acusación de que ya
sabía en manos de cuya persona estaba su anillo, y que iba
a hacer y a tornar, y que traca y que barraca, y qué
sé yo. El marido, que era de los que dicen primero muerto
que confeso, negó hasta la pared del frente; pero tuvo que
arriar bandera cuando Domitila le dijo:
-Yo lo he visto en mano de la Carmela.
-¿Con qué ojos, mujer?
-Con estos que Dios me dio y que no tienen cataratas.
-Pues te juro que con esos ojos no volverás a ver.
Y el malvado cumplió aquella misma noche su
juramento.
Aprovechando del profundo sueño de su mujer, la ató
con una cuerda al lecho, y con una cuchilla la sacó los
ojos.
La justicia logró al fin apoderarse del delincuente y lo
aposentó en la cárcel. [220]
Este crimen dio tela a los poetas de Arequipa para hilvanar
yaravíes y zurcir romances. Impreso hemos leído
uno, del que sólo recordamos estos versos:
«Cerca de Santa Teresa,
mató la luz de unos ojos
el que llamarse debía
antes verdugo que esposo».
Los tribunales condenaron a muerte a Radegundo, e iba ya en
camino de ejecutarse la sentencia, cuando estalló por
causa política uno de los escandalosos bochinches
populares que son frecuente comidilla entre los hijos del Misti.
Resultado inmediato del barullo fue la evasión de todos
los reos que en la cárcel estaban.
Radegundo dio con su humanidad en Cochabamba, donde, agobiado por
el remordimiento y la miseria, murió en un hospital a
fines de 1842.