Hay en Lima una calle conocida por la de la Faltriquera del
diablo...
Mas antes de entrar en la tradición, quiero consignar el
origen que tienen los nombres con que fueron bautizadas muchas de
las calles de esta republicana hoy y antaño
aristocrática ciudad de los reyes del Perú. A pesar
de que oficialmente se ha querido desbautizarlas, ningún
limeño hace caso de nombres nuevos, y a fe que
razón les sobra. De mí sé decir que
jamás empleo la moderna nomenclatura: primero, porque el
pasado merece algún respeto, y a nada conduce abolir
nombres que despiertan recuerdos históricos; y segundo,
porque tales prescripciones de la autoridad son papel mojado y no
alcanzarán sino con el transcurso de siglos a hacer
olvidar lo que entró en nuestra memoria junto con la
cartilla. Aunque ya no hay limeños de los de sombrero con
cuita, limeños pur sang, échese usted a preguntar a
los que recibimos en la infancia paladeo, no de racahout, sino de
mazamorra, por la calle del Cuzco o de Arequipa, y perderá
lastimosamente su tiempo. En cambio, pregúntenos usted
dónde está el callejón del Gigante, el de
los Cachos, o el de la Sirena, y verá que no nos mordemos
la lengua para darle respuesta.
Cuando Pizarro fundó Lima, dividiose el área de la
ciudad en lotes o solares bastante espaciosos para que cada casa
tuviera gran patio y huerta o jardín. Desde entonces casi
la mitad de las calles fueron conocidas por el nombre del vecino
más notable. Bastará en prueba que citemos las
siguientes: Argandoña, Aparicio, Azaña, Belaochaga,
Beytia, Bravo, Baquíjano, Boza, Bejarano, Breña,
Barraganes, Chávez, Concha, Calonge, Carrera,
Cádices, Esplana, Fano, Granados, Hoyos, Ibarrola, Juan
Pablo, Juan Simón, Lártiga, Lescano, La-Riva,
León de Andrade, Llanos, Matienzo, Maurtua, Matavilela,
Melchor Malo, Mestas, Miranda, Mendoza, Núñez,
Negreyros, Ortiz, Ormeño, Otárola, Otero,
Orejuelas, Pastrana, Padre Jerónimo, Pando, Queipo,
Romero, Salinas, Tobal, Ulloa, Urrutia, Villalta, Villegas,
Zavala, Zárate.
La calle de Doña Elvira se llamó así por una
famosa curandera, que en tiempo del virrey duque de la Palata
tuvo en ella su domicilio. Juan de Caviedes en su Diente del
Parnaso nos da largas y curiosas noticias de esta mujer que
inspiró agudísimos conceptos a la satírica
vena del poeta limeño.
Sobre la calle de las Mariquitas cuentan que el alférez
Don Basilio García Ciudad, guapo mancebo y donairoso
poeta, que comía pan en Lima por los años 1758, fue
quien hizo popular el nombre. Vivían en dicha calle tres
doncellas, bautizadas por el cura con el nombre de María,
en loor de las cuales improvisó un día el galante
alférez la espinela siguiente:
«Mi cariño verdadero
diera a alguna de las tres;
mas lo fuerte del caso es
que yo no sé a cuál más quiero.
Cada una es como un lucero,
las tres por demás bonitas
congojas darme infinitas,
y para hacer su elección
no atina mi corazón
entre las tres Mariquitas».
La calle que impropiamente llaman muchos del Gato no se
nombró sino de Gato, apellido de un acaudalado
boticario.
Los bizcochitos de la Zamudio dieron tal fama a una pastelera de
este apellido, que quedó por nombre de la calle. A
idéntica causa debe su nombre la calle del Serrano; que
transandino fue el propietario de una célebre
panadería allí establecida.
La del Mármol de Carvajal lució la lápida
infamatoria para el maese de campo de Gonzalo Pizarro.
De Polvos Azules llamose la calle en donde se vendía el
añil.
Rastro de San Francisco y Rastro de San Jacinto
nombráronse aquellas en donde estuvieron situados los
primeros camales o mataderos públicos.
La calle de Afligidos se llamó así porque en un
solar o corralón de ella se refugiaron muchos infelices
que quedaron sin pan ni hogar por consecuencia de un
terremoto.
La calle de Juan de la Coba debió su nombre al famoso
banquero Juan de la Cueva.
En tiempo del virrey conde de Superunda, a pocos meses
después de la ruina del Callao encontraron en un corral de
gallinas un cascarón del que salió un basilisco o
pollo fenomenal. Por novelería iba el pueblo a visitar el
corral, y desde entonces tuvimos la que se llama calle del
Huevo.
Cuando la Inquisición celebraba auto público de fe,
colocábase en la esquina de la que con ese motivo se
llamó calle de Judíos un cuadro con toscos
figurones, que diz representaban la verdadera efigie de los reos,
rodeados de diablos, diablesas y llamas infernales.
Por no alargar demasiado este capítulo omitimos el origen
de otros nombres de calles, y que fácilmente se
explicará el lector. A este número pertenecen las
que fueron habitadas por algún gremio de artesanos y las
que llevan nombres de árboles o de santos. Pero
ingenuamente confesamos que, a pesar de nuestras más
prolijas investigaciones, nos ha sido imposible descubrir el de
las diez calles siguientes: Malambo, Yaparió,
Sietejeringas, Contradicción, Penitencia, Suspiro,
Expiración, Mandamientos, Comesebo y Pilitricas. Sobre
cuatro de estos nombres hemos oído explicaciones
más o menos antojadizas y que no satisfacen nuestro
espíritu de investigación.
Ahora volvamos a la calle de la Faltriquera del Diablo.
II
Entre las que hoy son estaciones de los ferrocarriles del Callao
y Chorrillos, había por los años de 1651 una
calleja solitaria, pues en ella no existían más que
una casa de humilde aspecto y dos o tres tiendas. El resto de la
calle lo formaba un solar o corralón con pared poco
elevada. Tan desdichada era la calle que ni siquiera tenía
nombre, y al extremo de ella veíase un nicho con una
imagen de la Virgen (alumbrada de noche por una lamparilla de
aceite), de cuyo culto cuidaban las canonesas del monasterio de
la Encarnación. Habitaba la casa un español,
notable por su fortuna y por su libertinaje. Cayó
éste enfermo de gravedad, y no había forma de
convencerlo para que hiciera testamento y recibiese los
últimos auxilios espirituales. En vano sus deudos llevaron
junto al lecho del moribundo al padre Castillo, jesuita de cuya
canonización se ha tratado, al mercenario Urraca y al
agustino Vadillo, muertos en olor de santidad. El empedernido
pecador los colmaba de desvergüenzas y les tiraba a la
cabeza el primer trasto que a manos le venía.
Habían ya los parientes perdido la esperanza de que el
libertino arreglara cuentas de conciencia con un confesor, cuando
tuvo noticia del caso un fraile dominico que era amigo y
compañero de aventuras del enfermo. El tal fraile, que se
encontraba a la sazón preso en el convento en castigo de
la vida licenciosa que con desprestigio de la comunidad
traía, se comprometió a hacer apear de su asno al
impenitente pecador. Acordole licencia el prelado, y nuestro
dominico, después de proveerse de una limeta de
moscorrofio, se dirigió sin más breviario a casa de
su doliente amigo.
-¡Qué diablos, hombre! ¡Vengo por ti para
llevarte a una parranda, donde hay muchachas de arroz con leche y
canela, y te encuentro en cama haciendo el chancho rengo! Vamos,
pícaro, pon de punta los huesos y andandito, que la cosa
apura.
El enfermo lanzó un quejido, mas no dejó de
relamerse ante el cuadro de libertinaje que le pintaba el
fraile.
-Bien quisiera acompañarte; pero ¡ay! apenas puedo
moverme... Dicen que pronto doy las boqueadas.
-¡Qué has de dar, hombre! ¡Vaya! Prueba de
este confortativo, y ya verás lo que es rico.
Y acercando la botella de aguardiente a la boca del enfermo, lo
hizo apurar un buen sorbo.
-¡Eh! ¿Qué te parece?
-Cereza legítimo -contestó el doliente, haciendo
sonar la lengua en el paladar-. En fin, siquiera tú no
eres como esos frailes de mal agüero que de día y de
noche me están con la cantaleta de que si no me confieso
me van a llevar los diablos.
-¡Habrá bellacos! No les hagas caso, y
vuélvete a la pared. Pero aunque ello sea una candidez,
hombre, sabes que se me ocurre creer que nada pierdes con
confesarte. Si hay infierno te has librado, y si no lo
hay...
-¡Tú también me sermoneas!...
-interrumpió el enfermo encolerizándose.
-¡Quia, chico, es un decir!... No te afaroles, y cortemos
la bilis.
Nuevo ataque a la botella, y prosiguió el
español:
-Sobre que en mi vida me he confesado y no sabría por
dónde empezar.
-Mira, ya que no puedes acompañarme a la jarana, tampoco
quiero dejarte solo; y como en algo hemos de matar el tiempo,
empleémoslo en dejar vacía la luneta y ensayar la
confesión.
Y así por este tono siguió el diálogo, y
entre trago y trago fue suavizándose el enfermo.
Al día siguiente vino el padre Castillo, y maravillose
mucho de no encontrar ya reacio al pecador.
Con el ensayo de la víspera había éste
tomado gusto a la confesión. Para él la gran
dificultad había estado en comenzar, y diz que
murió devotamente y edificando a todos con su
contrición. La prueba es que legó la mitad de su
hacienda a los conventos, lo que en esos tiempos bastaba para que
a un cristiano le abriese San Pedro de par en par las puertas del
cielo.
Entretanto, el dominico se jactaba de que exclusivamente era obra
suya la salvación de esa alma, y para más encarecer
su tarea solía añadir:
-He sacado esa alma de la faltriquera del diablo.
Y popularizándose el suceso y el dicho del reverendo, tuvo
desde entonces nombre la calle que todos los limeños
conocemos.