El excelentísimo señor don Gaspar de Avilés
y Fierro, virrey del Perú, no obstante ser hijo de
marqués (y de marqués que escribió una obra
en dos tomos, impresa en Madrid en 1780, sobre heráldica o
ciencia del blasón), daba poquísima importancia a
las distinciones y pergaminos que halagan la vanidad de los
mortales. Su excelencia no pensaba más que en cumplir como
leal vasallo para con su rey y señor natural, y en ponerse
bien con Dios y con sus santos para alcanzar la gloria
eterna.
En esta cristiana disposición de espíritu se
encontraba cubierto de años, achaques y cicatrices; atando
a principios de este siglo recibió la noticia de que,
muerto su hermano mayor sin sucesión, recaía en
él el marquesado, haciéndole su majestad la merced
de exonerarlo del pago de lanzas y medias anatas.
Entre los infinitos títulos de Castilla que en el
Perú asistieron, tal vez no llegan a seis los que
acordó gratuitamente la corona y como tributo al
mérito o recompensa de eminentes servicios. Cuando el real
tesoro (y esto era un día sí y otro también)
se hallaba limpio de metálico, explotaba el rey la
candidez peruviana y, como quien cotiza hoy bonos de la deuda
pública, se echaban al mercado pergaminos nobiliarios, que
hallaban colocación en la plaza de Lima por treinta o
cuarenta mil duretes. En aquellos tiempos la aspiración
suprema de los hombres era adquirir fortuna para poder comprar
título y sostener el lujo que éste exigía.
Siempre se encontraba a mano un rey de armas que, por duro
más duro menos, pintase un árbol genealógico
muy frondoso y bonito, con entroncamientos reales y haciendo
descender a cualquier petate nada menos que por línea
recta del mismísimo Salomón y una de sus
concubinas, o del tálamo matrimonial de la reina
Sabá con el Cid Campeador. Así leemos en una
comedia:
«Nosotros venimos de una
doña Aldonza Coronel
que, allá en el siglo catorce,
era la moza del rey».
Para un heraldista, ni la honestidad de la casta Susana
está libre de calumnia y atropello; pues si un paleto se
empeña (y paga) lo harán por a + b descender de
madama y uno de los libidinosos vejetes. Así,
decía, y con razón, cierto ricacho noble de
cuño falsificado: «Si buen abolengo tengo, buenos
dineros me cuesta».
Según la minuciosa relación del cronista
Córdova, bajo el reinado de Felipe IV se compraron en el
Perú ocho títulos, veintiuno bajo el de Carlos II,
quince bajo el de Fernando VI, pasan de veinte los que
vendió Carlos III, y la cuenta se pierde en los reinados
de Carlos IV y Fernando VII.
En los días del emperador invicto, de Felipe II y Felipe
III, sólo se crearon cinco títulos en el
Perú, y nótese que, entre los conquistadores,
únicamente Francisco Pizarro alcanzó el de
marqués (sin marquesado, como decía su hermano
Gonzalo) que, francamente, bien ganado se lo tuvo.
En Méjico fue también el comercio de pergaminos
mina de cortar a cincel.
Según mis apuntes, en Santiago de Chile no se compraron
más títulos que los de conde de Quinta-alegre,
marqués de la Pica, conde de la Conquista, marqués
de Poveda, conde de Villa-Palma, marqués de
Montepío, marqués de Camada-hermosa y otros dos que
no recuerdo.
Sólo los bonaerenses tuvieron el buen sentido de no gastar
plata en boberías; pues si hay constancia de que en esos
pueblos se vendiera, y mucho, la Bula de la Santa Cruzada, no la
hay de que tuvieran demanda los títulos nobiliarios. En
Buenos Aires nadie quiso título ni regalado. Ahí
los hombres estaban conformes con descender de Adán por
línea recta y de Noé por línea corva. En
Buenos Aires, todos y todas son canalla legítima, y ni
para remedio se encuentra, como entre nosotros, quien tenga en
las venas añil en lugar de almagre.
En el Perú y en Méjico era, pues, noble todo el que
pagar podía su nobleza en buena moneda; y pongo punto, no
sea que me tiente el diablo y me eche a remover el
avispero.
Para Avilés fue una verdadera sorpresa encontrarse de la
noche a la mañana convertido en marqués, cosa que
él no había soñado en pretender.
Probablemente olvidáronse en España de enviarle
junto con el título un dibujo de escudo de armas; y
mientras le llegaba éste, mandó Avilés
pintar un cuadrito que colocó en su dormitorio y que
enseñaba a sus amigos de confianza, diciéndoles que
si el rey se lo permitiera no tendría otro escudo de
armas.
Cruz roja encima de una espada en campo azul, y debajo un hombre
(Adán después del pecado) removiendo la tierra con
un azadón. En la parte inferior leíase el siguiente
mote en oro sobre fondo de plata:
DE ESTE DESTRIPATERRONES
VENIMOS LOS INFANZONES.
¿Era esto orgullo? ¿Era humildad? Tanto puede haber
de lo uno como de lo otro.