Crónica de la época del decimosexto virrey del
Perú
I
Por el mes de noviembre del año 1651 era preciso estar
curado de espantos para atreverse a pasar, después del
toque de queda, por el callejón de San Francisco.
Entonces, como ahora, una de las aceras de esta calleja, larga y
estrecha como la vida del pobre, la formaban casas de modesto
aspecto, con fondo al río, y la fronteriza era una pared
de gran altura, sin más puerta que la excusada del
convento de los padres seráficos. En esos tiempos, en que
no había gas ni faroles públicos, aumentaba lo
sombrío y pavoroso de la calle un nicho, que aún
existe, con la imagen de la Dolorosa, alumbrada por una mortecina
lamparilla de aceite.
Lo que traía aterrorizados a los vecinos era la
aparición de un fantasma, vestido con el hábito de
los religiosos y cubierta la faz con la capucha, lo que le daba
por completo semblanza de amortajado. Como el miedo es el mejor
anteojo de larga vista que se conoce, contaban las comadres del
barrio a quienes la curiosidad, más poderosa en las
mujeres que el terror, había hecho asomar por las rendijas
de las puertas, que el encapuchado no tenía sombra, que
unas veces crecía hasta perderse su cabeza en las nubes y
que otras se reducía a proporciones mínimas.
Un baladrón, de esos que tienen tantos jemes de lengua
como pocos quilates de esfuerzo en el corazón,
burlándose en un corrillo de brujas, aparecidos y diablos
coronados, dijo que él era todo un hombre, que ni mandado
hacer de encargo, para ponerle el cascabel al fantasma. Y ello es
que entrada la noche fue a la calleja y no volvió a dar
cuenta de la empresa a sus camaradas que lo esperaban anhelantes.
Venida la mañana, lo encontraron privado del sentido bajo
el nicho de la Virgen, y vuelto en sí, juró y
perjuró que el fantasma era alma en pena en toda
regla.
Con esta aventura del matón, que se comía cruda la
gente, imagínese el lector si el espanto tomaría
creces en el supersticioso pueblo. El encapuchado fue, pues, la
comidilla obligada de todas las conversaciones, la causa de los
arrechuchos de todas las viejas gruñonas y el coco de
todos los muchachos mal criados.
Muchas son las leyendas fantásticas que se refieren sobre
Lima, incluyendo entro ellas la tan popular del coche de Zavala,
vehículo que personas de edad provecta y duros espolones
nos afirman haber visto a media noche paseando la ciudad y
rodeado de llamas infernales y de demonios. Para dar vida a tales
consejas necesitaríamos poseer la robusta y galana
fantasía de Hoffman o de Edgard Poe. Nuestra pluma es
humilde y se consagra sólo a hechos reales e
históricamente comprobados como el actual, que
ocurrió siendo decimosexto virrey del Perú por S.
M. Don Felipe IV el Excmo. Sr. conde de Salvatierra.
II
Don García Sarmiento de Sotomayor, conde de Salvatierra,
marqués del Sobroso y caudillo mayor del reino y obispado
de Jaén, fue, como virrey de México, el más
poderoso auxiliar que tuvieron los jesuitas en su lucha con el
esclarecido Palafox, obispo de Puebla. El rey, procediendo
sagazmente, creyó oportuno separar a Don García de
ese gobierno, nombrándolo para Lima, donde hizo su entrada
solemne y en medio de grandes festejos el día 20 de
septiembre de 1648.
En su época aconteció en Quito un robo de Hostias
consagradas y el milagro de la aparición de un Niño
Jesús en la custodia de la iglesia de Eten. Los jesuitas
influyeron también en el Perú, como lo
habían hecho en México, sobre el ánimo del
anciano y achacoso virrey, que les acordó muchas gracias y
protegió eficazmente en sus misiones de Maynas y del
Paraguay.
Bajo este gobierno fue el famoso terremoto que arruinó el
Cuzco. Hablando de esta catástrofe, dice Lorente
«que un cura de la montaña, que regresaba a su
parroquia, se halló suspendido sobre un abismo y sin
acceso posible al terreno firme, y que siendo inútiles los
esfuerzos para salvarle, murió de hambre a los cinco
días de tan horrible agonía».
En 1650 hizo el conde de Salvatierra construir la elegante pila
de bronce que existe en la plaza mayor de Lima,
sustituyéndola a la que en 1578 había hecho colocar
el virrey Toledo. La actual pila costó ochenta y cinco mil
pesos.
En 1655 vino el conde de Alba de Liste a relevar al de
Salvatierra; mas sus dolamas impidieron a éste regresar a
Europa, y murió en Lima el 26 de junio de 1656.
Las armas de la casa de Sotomayor eran: escudo en plata, con tres
barras de sable jaqueladas de doble barra de gules y oro.
III
Por el año de 1648 vivía en una casa del susodicho
callejón de San Francisco, vecina a la que hoy es templo
masónico, un acaudalado comerciante asturiano, llamado don
Gutierre de Ursán, el cual hacía dos años
que había encontrado la media naranja que le faltaba en
una linda chica de veinte abriles muy frescos. Llamábase
Consuelo la niña, y los maldicientes decían que
sabía hacer honor al nombre de pila.
Imagínense ustedes una limeñita de talle
ministerial por lo flexible, de ojos de médico por lo
matadores y de boca de Periodista por el aplomo y gracia en el
mentir. En cuanto a carácter, tenía más
veleidades, caprichos y engreimientos que alcalde de municipio, y
sus cuentas conyugales andaban siempre más enredadas que
hogaño las finanzas de la república. Lectora
mía, Consuelito era una perla, no agraviando lo
presente.
El bueno de Don Gutierre tenía, entre otros
mortalísimos pecados, los más arriba de la
coronilla, ser celoso. como un musulmán y muy sentido en
lo que atañe a la negra honrilla. Con cualidades tales,
Don Gutierre tenía que oler a puchero de enfermo.
En ese año de 1648 recibió cartas que lo llamaban a
España para recoger una valiosa herencia, y después
de confesado y comulgado, emprendió el fatigoso viaje,
dejando al frente de la casa de comercio a su hermano Don
Íñigo de Ursán y encomendándole muy
mucho que cuidase de su honor como de cosa propia.
Nunca tal resolviera el infeliz; pero diz que es estrella de los
predestinados hacer al gato despensero. Era Don
Íñigo mozo de treinta años, bien encarado y
apuesto, y a quien algunas fáciles aventurillas con
Dulcineas de medio pelo habían conquistado la fama de un
Tenorio. Con este retrato, dicho se está que no hubo de
parecerle mal bocado la cuñadita, y que ella no
gastó muchos melindres para inscribir en el abultado
registro de San Marcos al que iba por esos mares rumbo a
Cádiz.
Dice San Agustín, que si no fue santo entendido en materia
geográfica (pues negó la existencia de los
antípodas), lo fue en achaques de hembras:
«Día llegará en que los hombres tengan que
treparse a los árboles huyendo de las mujeres».
Demos gracias a Dios porque, salvo excepciones, la
profecía no va en camino de cumplirse en lo que resta de
vida al siglo XIX.
IV
En España se encontró Don Gutierre, que
había creído no tener más que hacer que
llegar y besar, envuelto en un pleito con ocasión de la
herencia, y Dios sabe si habría tenido que enmohecer en la
madre patria esperando la conclusión del litigio; pues
segura cosa es que mientras haya sobre la tierra papel del sello,
escribas y fariseos, un pleito es gasto de dinero y de tiempo y
trae más desazones que un uñero en el dedo
gordo.
Llevaba ya casi dos años en España cuando el
galeón de Indias le trajo, entre otras cartas de Lima, la
siguiente en que, sobre poco más o menos, le decía
un amigo, de esos que son siempre solícitos para dar malas
nuevas:
«Sr. Don Gutierre de Ursán. Muy señor
mío y mi dueño: Malhadada suerte es que,
tratándose de tan cumplido caballero como vuesa merced,
todos se hagan en Lima lenguas de lo mal guardado que anda su
honor y murmuren sobre si le apunta o no le apunta hueso de
más en la frente. Con este aviso, vuesa merced hará
lo que mejor estime para su desagravio, que yo cumplo como amigo
con poner en su noticia lo antedicho, añadiéndole
que es su mismo hermano quien tan felonamente lo ultraja. Que
Dios Nuestro Señor dé a vuesa merced fortaleza para
echar un remiendo a la honra, y mande con imperio a su amigo,
servidor y capellán Q B. S. M. Críspulo
Quincoces».
No era Don Gutierre de la pasta de aquel marido cuyo sueño
interrumpió un oficioso para darle esta nueva: «A tu
mujer se la ha llevado Fulano». «¡Pues buena
plepa se lleva!» contestó el paciente, se
volvió al otro lado del lecho y siguió roncando
como un bendito.
V
El 8 de diciembre de 1658 era el cumpleaños de Consuelo, y
por tal causa celebrábase en la casa del callejón
de San Francisco un festín de familia en el que
lucían la clásica empanada, la sopa teóloga
con menudillos, la sabrosa carapulcra y el obligado pavo relleno,
y para remojar la palabra, el turbulento motocachi y el retinto
de Cataluña. Los banquetes de esos siglos eran de cosa
sólida y que se pega al riñón, y no de puro
soplillo y oropel, como los de los civilizados tiempos que
alcanzamos. Verdad es que antaño era más frecuente
morir de un hartazgo apoplético.
Por miedo al fantasma encapuchado, las casas de ese barrio se
cerraban a tranca y cerrojo con el último rayo del
crepúsculo vespertino. (¡Tonterías humanas!)
Las buenas gentes no sospechaban que las almas del otro mundo, en
su condición de espíritus, tienen carta blanca para
colarse, como un vientecillo, por el ojo de la llave.
Los amigos y deudos de Consuelo estaban en el salón con
una copa más de las precisas en el cuerpo, cuando a la
primera campanada de las nueve, sin que atinasen cómo ni
por dónde había entrado, se apareció el
encapuchado.
Que el espanto hizo a todos dar diente con diente, es cosa que de
suyo se deja adivinar. Los hombres juzgaron oportuno eclipsarse,
y las faldas no tuvieron otro recurso que el tan manoseado de
cerrar los ojos y desmayarse, y ¡voto a bríos baco
balillo! que razón había harta para tamaña
confusión. ¿Quién es el guapo que se atreve
a resollar fuerte en presencia de una ánima del
purgatorio?
Cuando pasada la primera impresión, regresaron algunos de
los hombres y resucitaron las damas, vieron en medio del
salón los cadáveres de Íñigo y de
Consuelo. El encapuchado los había herido en el
corazón con un puñal.
VI
Don Gutierre, después de haber lavado con sangre la mancha
de su honor, se presentó preso ante el alcalde del crimen,
y en el juicio probó la criminal conducta del traidor
hermano y de la liviana esposa. La justicia lo sentenció a
dar mil pesos de limosna al convento de la orden, por haberse
servido del hábito seráfico para asegurar su
venganza y esparcido el terror en el asustadizo vecindario. Todo
es ventura, dice el refrán, salir a la calle sano y volver
rota la mano.
Satisfecha la multa, Don Gutierre se embarcó para
España, y los vecinos del callejón de San
Francisco, donde desde 1848 funciona el Gran Oriente de la
masonería peruana, no volvieron a creer en duendes ni
encapuchados.