Ni época, ni nombres, ni el teatro de acción son
los verdaderos en esta leyenda. Motivos tiene el autor para
alterarlos. En cuanto al argumento, es de indisputable
autenticidad. Y no digo más en este preambulillo porque...
no quiero, ¿estamos?
I
Laurentina llamábase la hija menor, y, la más
mimada, de Don Honorio Aparicio, castellano viejo y marques de
Santa Rosa de los Ángeles. Era la niña un fresco y
perfumado ramilletico de diez y ocho primaveras.
Frisaba su señoría el marqués en las sesenta
navidades, y hastiado del esplendor terrestre había ya
dado de mano a toda ambición, apartádose de la vida
pública, y resuelto a morir en paz con Dios y con su
conciencia, apenas si se le veía en la iglesia en los
días de precepto religioso. El mundo, para el señor
marqués, no se extendía fuera de las paredes de su
casa y de los goces del hogar. Había gastado su existencia
en servicio del rey y de su patria, batídose bizarramente
y sido premiado con largueza por el monarca, según lo
comprobaban el hábito de Santiago y las cruces y banda con
que ornaba su pecho en los días de gala y de repicar
gordo.
Tres o cuatro ancianos pertenecientes a la más empinada
nobleza colonial, un inquisidor, dos canónigos, el
superior de los paulinos, el comendador de la Merced y otros
frailes de campanillas eran los obligados concurrentes a la
tertulia nocturna del marqués. Jugaba con ellos una
partida de chaquete, tresillo o malilla de compañeros,
obsequiábalos a toque de nueve con una jícara del
sabroso soconusco acompañada de tostaditas y
mazapán almendrado de las monjas catalinas, y con la
primera campanada de las diez despedíanse los amigos. D.
Honorio, rodeado de sus tres hijas y de doña Ninfa, que
así se llamaba la vieja que servía de aya,
dueña, cervero o guardián de las muchachas, rezaba
el rosario, y terminado éste, besaban las hijas la mano
del señor padre, murmuraba él un «Dios las
haga santas» y luego rebujábanse entre palomas el
palomo viudo, las Palomitas y la lechuza.
Aquello era vida patriarcal. Todos los días eran iguales
en el hogar del noble y respetable anciano, y ninguna nube
tormentosa se cernía sobre el sereno cielo de la familia
del marqués.
Sin embargo, en la soledad del lecho desvelábase D.
Honorio con la idea de morir sin dejar establecidas a sus hijas.
Dos de ellas optaban por monjío; pero la menor,
Laurentina, el ojito derecho del marqués, no revelaba
vocación por el claustro, sino por el mundo y sus
tentadores deleites.
El buen padre pensó seriamente en buscarla marido, y
platicando una noche sobre el delicado tema con su amigo el conde
de Villarroja Don Benicio Suárez Roldán, éste
le interrumpió diciéndole:
-Mira, marqués, no te preocupes, que yo tengo para tu
Laurentina un novio como un príncipe en mi hijo
Baldomero.
-Que me place, conde; aunque algo se me alcanza de que tu
retoño es un calvatrueno.
-¡Eh! ¡Murmuraciones de envidiosos y pecadillos de la
mocedad! ¿Quién hace caso de eso? Mi hijo no es
santo de nicho, ciertamente; pero ya sentará la cabeza con
el matrimonio.
Y desde el siguiente día, el conde fue a la tertulia del
de Santa Rosa, acompañado de su hijo. Éste
quedó admitido para hacer la corte a Laurentina, mientras
los viejos cuestionaban sobre el arrastre de chico y la falla del
rey, y cuatro o seis meses más tarde eran ya puntos
resueltos para ambos padres el noviazgo y el consiguiente
casorio.
Baldomero era un gallardo mancebo, pero libertino y seductor de
oficio. Tratándose de sitiar fortalezas, no había
quien lo superase en perseverancia y ardides; mas una vez rendida
o tomada por asalto la fortaleza, íbase con la
música a otra parte, y si te vi no me acuerdo.
Baldomero halló en la venalidad de doña Ninfa una
fuerza auxiliar dentro de la plaza; y la inexperta joven,
traicionada por la inmunda dueña, arrastrada por su
cariño al amante, y más que todo fiando en la
hidalguía del novio, sucumbió... antes de que el
cura de la parroquia la hubiese autorizado para arriar
pabellón.
A poco, hastiado el calavera de lo fácil conquista,
empezó por acortar sus visitas y concluyó por
suprimirlas. Era de reglamento que así procediese. Otro
amorcillo lo traía, encalabrinado.
La infeliz Laurentina perdió el apetito, y dio en suspirar
y desmejorarse a ojos vistas. El anciano, que no podía
sospechar hasta dónde llegaba la desventura de su hija
predilecta, se esforzaba en vano por hacerla recobrar la
alegría y por consolarla del desvío del
galancete:
-Olvida a ese loco, hija mía, y da gracias a Dios de que a
tiempo haya mostrado la mala hilaza. Novios tendrás para
escoger como en peras, que eres joven, bonita y rica y
honrada.
Y Laurentina se arrojaba llorando al cuello de su padre, y
escondía sobre su pecho la púrpura que
teñía sus mejillas al oírse llamar honrada
por el confiado anciano.
Al fin, éste se decidió a escribir a Baldomero
pidiéndolo explicaciones sobre lo extraño de su
conducta, y el atolondrado libertino tuvo el cruel cinismo y la
cobarde indignidad de contestar al billete del agraviado padre
con una carta en la que se leían estas abominables
palabras: Esposa adúltera sería la que ha sido hija
liviana. ¡Horror!
II
El marqués se sintió como herido por un rayo.
Después de un rato de estupor, una chispa de esperanza
brotó en su espíritu.
Así es el corazón humano. La esperanza es lo
último que nos abandona en medio de los más grandes
infortunios.
-¡Jactanciosa frase de mancebo pervertido! ¡Miente el
infame! -exclamó el anciano.
Y llamando a su hija la dio la carta, síntesis de toda la
vileza de que es capaz el alma de un malvado, y la dijo:
-Lee y contéstame... ¿Ha mentido ese hombre?
La desdichada niña cayó de rodillas murmurando con
voz ahogada por los sollozos:
-Perdóname..., padre mío..., ¡Lo amaba
tanto!... ¡Pero te juro que estoy avergonzada de mi amor
por un ser tan indigno!... ¡Perdón!
¡Perdón!
El magnánimo viejo se enjugó una lágrima,
levantó a su hija, la estrechó entre sus brazos y
la dijo:
-¡Pobre ángel mío!...
En el corazón de un padre es la indulgencia tan infinita
como en Dios la misericordia.
III
Y pasó un año cabal, y vino el día
aniversario de aquel en que Baldomero escribiera la villana
carta.
La misa de doce en Santo Domingo y en el altar de la Virgen del
Rosario era lo que hoy llamamos la misa aristocrática. A
ella concurría lo más selecto de la sociedad
limeña.
Entonces, como ahora, la juventud dorada del sexo fuerte
estacionábase a la puerta e inmediaciones del templo para
ver y ser vista, y prodigar insulsas galanterías a las
bellas y elegantes devotas.
Baldomero Roldán hallábase ese domingo entre otros
casquivanos, apoyado en uno de los cañones que sustentaban
la cadena que hasta hace pocos años se veía frente
a la puerta lateral de Santo Domingo, cuando cinco minutos antes
de las doce se le acercó el marqués de Santa Rosa,
y poniéndole la mano sobro el hombro le dijo casi al
oído:
-Baldomero, ármese usted dentro de media hora, si no
quiero que lo mate sin defensa y como se mata a un perro
rabioso.
El calavera, recobrándose instantáneamente de la
sorpresa, le contestó con insolencia:
-No acostumbro armarme para los viejos.
El marqués continuó su camino y entró en el
templo.
A poco sonaron las doce, el sacristán tocó una
campanilla en el atrio en señal de que el sacerdote iba ya
a pisar las gradas del altar y la calle quedó desierta de
pisaverdes.
Media llora después salía el brillante concurso, y
los jóvenes volvían a ocupar sitio en las acoras.
Baldomero Roldán se colocó al pie de la
cadena.
El marqués de Santa Rosa vino hacia él con paso
grave, reposado, y le dijo:
Joven, ¿está usted ya armado?
-Repito a usted, viejo tonto, que para usted no gasto
armas.
El marqués amartilló un pistolete, hizo fuego, y
Baldomero Roldán cayó Con el cráneo
destrozado.
IV
Don Honorio Aparicio se encaminó paso entre paso a la
cárcel de la ciudad, situada a una cuadra de distancia de
Santo Domingo, donde se encontró con el alcalde del
Cabildo.
-Señor alcalde -le dijo- acabo de matar a un hombre por
motivo que Dios sabe y que yo callo, y vengo a constituirme
preso. Que la justicia haga su oficio.
El conde de Villarroja, padre del muerto, no anduvo con pies de
plomo para agitar el proceso, y un mes después fue a los
estrados de la Real Audiencia para el fallo definitivo.
El virrey presidía, y era inmenso el concurso que
invadió la sala.
Al conde de Villarroja, por deferencia a lo especial de su
condición, se lo había señalado asiento al
lado del fiscal acusador.
El marqués ocupaba el banquillo del acusado.
Leído el proceso, y oídos los alegatos del fiscal y
del abogado defensor, dirigió el virrey la palabra al
reo.
-¿Tiene usía, señor marqués, algo que
decir en su favor?
-No, señor... Maté a ese hombre porque los dos no
cabíamos sobre la tierra.
Esta razón de defensa, ni racional ni socialmente
podía satisfacer a la ley ni a la justicia. El fiscal
pedía la pena de muerte para el matador, y el tribunal se
veía en la imposibilidad de recurrir al socorrido
expediente de las causas atenuantes desde que el acusado no
dejaba resquicio abierto para ellas. El abogado defensor
había aguzado su ingenio y hecho una defensa más
sentimental que jurídica; pues las lacónicas
declaraciones prestadas por el marqués en el proceso no
daban campo sino para enfrascarse en un mar de divagaciones y
conjeturas. No había tela que tejer ni hilos sueltos que
anudar.
El virrey tomaba la campanilla para pasar a secreto acuerdo,
cuando el abogado del marqués, a quien un caballero
acababa de entregar una carta, se levantó de su sitial, y
avanzando hacia el estrado, la puso en manos del virrey.
Su excelencia leyó para sí, y dirigiéndose
luego a los maceros:
-Que se retire el auditorio -dijo- y que se cierre la
puerta.
V
Laurentina, al comprender el peligro en que se hallaba la vida de
su padre, no vaciló en sacrificarse haciendo
pública la ruindad de que ella había sido triste
víctima. Corrió al bufete del marqués, y
rompiendo la cerradura sacó la carta de Baldomero y la
envió con uno de sus deudos al abogado. Ella sabía
que el marqués nunca habría recurrido a ese
documento salvador o por lo menos atenuante de la culpa.
El virrey, visiblemente conmovido, dijo:
-Acérquese usía, señor conde de Villarroja.
¿Es esta la letra de su difunto hijo?
El conde leyó en silencio, y a medida que avanzaba en la
lectura pintábase mortal congoja en su semblante y se
oprimía el pecho con la mano que tenía libre, como
si quisiera sofocar las palpitaciones de su corazón
paternal. ¡Horrible lucha entre su conciencia de caballero
y los sentimientos de la naturaleza!
Al fin, su diestra temblorosa dejó escapar la acusadora
carta, y cayendo desplomado sobre un sillón, y
cubriéndose el rostro con las manos para atajar el raudal
de lágrimas exclamó, haciendo un heroico esfuerzo
por dar varonil energía a su palabra:
-¡Bien muerto está!... ¡El marqués
estuvo en su derecho!
VI
La Real Audiencia absolvió al marqués de Santa
Rosa.
Quizá la sentencia, en estricta doctrina jurídica,
no sea muy ajustada. Critíquenla en buena hora los
pajarracos del foro. No fumo de ese estanquillo ni lo
apetezco.
Pero los oidores de la Real Audiencia antes que jueces eran
hombres, y al fallar absolutoriamente, prefirieron escuchar
sólo la voz de su conciencia de padres y hombres de bien,
haciendo caso omiso de Don Alfonso el Sabio y sus leyes de Partida
que disponen que ome que faga omecillo, por ende muera.
¡Bravo! ¡Bravo! Yo aplaudo a sus
señorías los oidores, y me parece que tienen lo
bastante con mis palmadas.
En cuanto al público de escaleras abajo, que nunca supo a
qué atenerse sobre el verdadero fundamento del fallo (pues
virrey, oidores y abogado se comprometieron a guardar secreto
sobre la revelación que contenía la carta),
murmuró no poco contra la injusticia de la justicia.