Si nuestros abuelos volvieran a la vida, a fe que se
darían de calabazadas para convencerse de que el Lima de
hoy es el mismo que habitaron los virreyes. Quizá no se
sorprenderían de los progresos materiales tanto como del
completo cambio en las costumbres.
El salón de más lujo ostentaba entonces
larguísimos canapés forrados en vaqueta, sillones
de cuero de Córdoba adornados con tachuelas de metal y,
pendiente del techo, un farol de cinco luces con los vidrios
empañados y las candilejas cubiertas de sebo. En las casi
siempre desnudas paredes se veía un lienzo, representando
a San Juan Bautista o a Nuestra Señora de las Angustias, y
el retrato del jefe de la familia con peluca, gorguera y
espadín. El verdadero lujo de las familias estaba en las
alhajas y vajilla.
La educación que se daba a las niñas era por
demás extravagante. Un poco de costura, un algo de lavado,
un mucho de cocina y un nada de trato de gentes. Tal cual viejo,
amigo íntimo de los padres, y el reverendo confesor de la
familia, eran los únicos varones a quienes las chicas
veían con frecuencia. A muchas no se las enseñaba a
leer para que no aprendiesen en libros prohibidos cosas
pecaminosas, y a la que alcanzaba a decorar el Año
Cristiano no se lo permitía hacer sobre el papel patitas
de mosca o garrapatos anárquicos por miedo de que, a la
larga, se cartease con el percunchante.
Así cuando llegaba un joven a visitar al dueño de
casa, las muchachas emigraban del salón como palomas a
vista del gavilán. Esto no impedía que por el ojo
do la llave, a hurtadillas de señora madre, hicieran
minucioso examen del visitante. Las muchachas protestaban, in
pecto, contra la tiranía paternal; que, al fin, Dios
creó a ellas para ellos y al contrario. Así todas
rabiaban por marido; que el apetito se los avivaba con la
prohibición de atravesar palabra con los hombres, salvo
con los primos, que para nuestros antepasados eran tenidos por
seres del género neutro, y que de vez en cuando daban el
escándalo de cobrar primicias o hacían otras
primadas minúsculas. A las ocho de la noche la familia se
reunía en la sala para rezar el rosario, que por lo menos
duraba una hora, pues le adicionaban un trisagio, una novena y
una larga lista de oraciones y plegarias por las ánimas
benditas de toda la difunta parentela. Por supuesto, que el gato
y el perro también asistían al rezo.
La señora y las niñas, después de cenar su
respectiva taza de champuz de agrio o de mazamorra de la
mazamorrería, pasaban a ocupar la cama, subiendo a ella
por una escalerita. Tan alto era el lecho que, en caso de
temblor, había peligro de descalabrarse al dar un
brinco.
En los matrimonios no se había introducido la moda
francesa de quo los cónyuges ocupasen lecho separado. Los
matrimonios eran a la antigua española, a usanza
patriarcal, y era preciso muy grave motivo de riña para
que el marido fuese a cobijarse bajo otra colcha.
En esos tiempos era costumbre dejar las sábanas a la hora
en que cacarean las gallinas, causa por la que entonces no
había tanta muchacha tísica o clorótica como
en nuestros días, De nervios no se hable. Todavía
no se habían inventado las pataletas, quo hoy son la
desesperación de padres y novios; y a lo sumo, si
había alguna prójima atacada de gota coral, con
impedirla comer chancaca o casarla con un pulpero catalán,
se curaba como con la mano; pues parece que un marido robusto era
santo remedio para femeniles dolamas.
No obstante la paternal vigilancia, a ninguna muchacha le faltaba
su chichisbeo amoroso; que sin necesidad de maestro, toda mujer,
aun la más encogida, sabe en esa materia más que un
libro y que San Agustín y San Jerónimo y todos los
santos padres de la Iglesia que, por mi cuenta, debieron ser en
sus mocedades duchos en marrullerías. Toda limeña
encontraba minuto propicio para pelar la pava tras la
celosía de la ventana o del balcón.
Lima, con las construcciones modernas, ha perdido por completo su
original fisonomía entre cristiana y morisca. Ya el
viajero no sospecha una misteriosa beldad tras las rejillas, ni
la fantasía encuentra campo para poetizar las citas y
aventuras amorosas. Enamorarse hoy en Lima, es lo mismo que
haberse enamorado en cualquiera de las ciudades de Europa.
Volviendo al pasado, era señor padre, y no el
corazón de la hija, quien daba a ésta marido. Esos
bártulos se arreglaban entonces autocráticamente.
Toda familia tenía en el jefe de ella un ezar más
despótico que el de las Rusias. ¡Y guay de la
demagoga que protestara! Se la cortaba el pelo, se la encerraba
en el cuarto obscuro o iba con títeres y petacas a un
claustro, según la importancia de la rebeldía. El
gobierno reprimía, la insurrección con brazo de
hierro y sin andarse con paños tibios.
En cambio, la autoridad de un marido era menos temible, como van
ustedes a convencerse por el siguiente relato
histórico.
II
Marianita Belzunce contaba (según lo dice Mendiburu en su
Diccionario Histórico) allá por los años de
1755 trece primaveras muy lozanas. Huérfana y bajo el
amparo de su tía, madrina y tutora doña Margarita
de Murga y Muñatones, empeñose ésta en
casarla con el conde de Casa-Dávalos Don Juan
Dávalos y Ribera, que pasaba de sesenta octubres y que era
más feo que una excomunión. La chica se
desesperó; pero no hubo remedio. La tía se
obstinó en casar a la sobrina con el millonario viejo, y
vino el cura y laus tibi Christi.
Para nuestros abuelos eran frases sin sentido las de la copla
popular:
«No te cases con viejo
por la moneda:
la moneda se gasta
y el viejo queda».
Cuando la niña se encontró en el domicilio
conyugal, a solas con el conde, lo dijo:
-Señor marido, aunque vuesa merced es mi dueño y mi
señor, jurado tengo, en Dios y en mi ánima, no ser
suya hasta que haya logrado hacerse lugar en mi corazón;
que vuesa merced ha de querer compañera y no sierva. Haga
méritos por un año, que tiempo es sobrado para que
vea yo si es cierto lo que dice mi tía: que el amor se
cría.
El conde gastó súplicas y amenazas, y hasta la
echó de marido; pero no hubo forma de que Marianita apease
de su ultimátum.
Y su señoría (¡Dios lo tenga entro santos!)
pasó un año haciendo méritos, es decir,
compitiendo con Job en cachaza y encolándose hasta del
vuelo de las moscas, que en sus mocedades había
oído el señor conde este cantarcillo:
«El viejo que se casa
con mujer niña,
él mantiene la cepa
y otro vendimia».
La víspera de vencerse el plazo desapareció la
esposa de la casa conyugal, y púsose bajo el patrocinio de
su prima la abadesa de Santa Clara.
El de Casa-Dávalos tronó, y tronó gordo. Los
poderes eclesiástico y civil tomaron parte en la jarana;
gastose, y mucho, en papel sellado, y Don Pedro Bravo de Castilla,
que era el mejor abogado de Lima, se encargó de la defensa
de la prófuga.
Sólo la causa de divorcio que en tiempo de Abascal
siguió la marquesa de Valdelirios (causa de cuyos
principales alegatos poseo copia, y que no exploto porque toda
ella se reduce a misterios de alcoba subiditos de color), puede
hacer competencia a la de Marianita Belzunce. Sin embargo,
apuntaré algo para satisfacer curiosidades
exigentes.
Doña María Josefa Salazar, esposa de su primo
hermano el marqués de Valdelirios Don Gaspar Carrillo, del
orden de San Carlos y coronel del regimiento de Huaura, se
quejaba en 180 de que su marido andaba en relaciones subversivas
con las criadas, refiere muy crudamente los pormenores de ciertas
sorpresas, y termina pidiendo divorcio porque su libertino
consorte hacía años que, ocupando el mismo lecho
que ella, la volvía la espalda.
El señor marqués de Valdelirios niega el trapicheo
con las domésticas; sostiene que su mujer, si bien antes
de casarse rengueaba ligeramente, después de la
bendición echó a un lado el disimulo y dio en
cojear de un modo horripilante; manifiéstase celoso de un
caballero de capa colorada, que siempre se aparecía con
oportunidad para dar la mano a la marquesa al bajar o subir al
carruaje; y concluye exponiendo que él, aunque la iglesia
lo mande, no puede hacer vida común con mujer que chupa
cigarro de Cartagena de Indias.
Por este apunte imagínense el resto los lectores
maliciosos. En ese proceso hay mirabilia en declaraciones y
careos.
Sigamos con la causa de la condesita de
Casa-Dávalos.
Fue aquélla uno de los grandes sucesos de la época.
Medio Lima patrocinaba a la rebelde, principalmente la gente moza
que no podía ver de buen ojo que tan linda criatura fuera
propiedad de un vejestorio. ¡Pura envidia! Estos
pícaros hombres son a veces de la condición del
perro del hortelano.
Constituyose un día el provisor en el locutorio del
monasterio, y entró él, que aconsejaba a la rebelde
volviese al domicilio conyugal, y la traviesa limeña se
entabló este diálogo:
-Dígame con franqueza, señor provisor,
¿tengo yo cara de papilla?
-No, hijita, que tienes cara de ángel.
-Pues si no soy papilla, no soy plato para viejo, y si soy
ángel, no puedo unirme al demonio.
El previsor cerró el pico. El argumento de la muchacha era
de los de chaquetilla ajustada.
Y ello es que el tiempo corría, y alegatos iban y alegatos
venían, y la validez o nulidad del matrimonio no
tenía cuando declararse. Entretanto, el nombre del buen
conde andaba en lenguas y dando alimento a coplas licenciosas,
que costumbre era en Lima hacer versos a porrillo sobre todo tema
que a escándalo se prestara. He aquí unas
redondillas que figuran en el proceso, y de las que se hizo
mérito para acusar de impotencia al pobre conde:
Con una espada mohosa
y ya sin punta ni filo
estate, conde, tranquilo:
no pienses en otra cosa.
Toda tu arrogancia aborta
cuando la pones a prueba:
tu espada, como no es nueva,
conde, ni pincha ni corta.
Lo mejor que te aconsejo
es que te hagas ermitaño;
que el buen manjar hace daño
al estómago de un viejo.
Para que acate Mariana
de tus privilegios parte,
necesitabas armarte
de una espada toledana».
Convengamos en que los poetas limeños, desde Juan de
Caviedes hasta nuestros días, han tenido chispa para la
sátira y la burla.
Cuando circularon manuscritos estos versos, amostazose tanto el
agraviado, que fuese por desechar penas o para probar a su
detractor que era aún hombre capaz de quemar incienso en
los altares de Venus, echose a la vida airada y a hacer
conquistas, por su dinero, se entiendo, ya que no por la
gentileza de sus personales atractivos.
Tal desarreglo lo llevó pronto al sepulcro y puso fin al
litigio.
Marianita Belzunce salió entonces del claustro, virgen y
viuda. Joven, bella, rica e independiente, presumo que (esto no
lo dicen mis papeles) encontraría prójimo que, muy
a gusto de ella, entrase en el pleno ejercicio de las funciones
maritales, felicidad que no logró el difunto.