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Los malditos

Crónica de la época del noveno virrey del Perú

I

San Pedro-Mama

Por los años de 1601 existían, a pocas leguas de Lima, dos magníficas villas habitadas por una población indígena, que excedía de doce mil almas, villas que hoy son miserables villorrios, de desmanteladas casucas y poquísimos habitantes. Hallábase la una situada en la margen izquierda del río de Lurín, y la otra más opulenta en ambos lados del río San Pedro, uno de los afluentes del Rimac. Cada una de estas villas distará nueve o diez leguas de la ribera del mar.

El martes de Pascua de Resurrección de 1601, el cura de San Pedro, que tal era el nombre de una de las villas, resolvió, después de celebrar misa, pasar a Lima en compañía del sacristán, que era un negro esclavo suyo. Cerca de Chosica, recordó el buen párroco que había dejado en la villa su libro de rezos y ordenó al criado que regresase a buscarlo.

El negro entró en San Pedro y pensó hallarse en una ciudad encantada. Era la una del día, todas las puertas estaban cerradas, y ni un ser viviente se veía en la calle. Pasando por una casa, la única que permanecía abierta, pareciole percibir algún rumor, y apeándose del caballo penetró en ella cautelosamente.

Guiado por el murmullo, se encontró de pronto en una vasta sala donde se hallaba congregado todo el pueblo, en actitud de profunda veneración. En el centro de la sala alzábase un altar, y sobre él un ídolo representando una cabra. El cuerpo del animal era de plata, los cuernos, los pies y los pezones eran de oro, y los ojos lo formaban dos piedras negras como el ónice. Un indio, vestido con una túnica recamada de oro y plata, hacía las funciones de gran sacerdote, recitaba frases en tono de salmodia, y los adeptos, hombres y mujeres, por orden de antigüedad se acercaban al ídolo, ponían la boca en un pezón, y el gran sacerdote pronunciaba la palabra quichua ¡Hama!

Repuesto el pobre negro de la impresión terrorífica que le produjo el espectáculo de tan extravagante culto, pensó sólo en escapar del antro donde el azar lo había conducido; pero el miedo lo hizo olvidar toda cautela, y su precipitación para huir dio lugar a que los indios descubriesen que un profano había participado del religioso misterio. Dando grandes alaridos corrieron tras el sacristán; pero éste, que había dejado su caballo a la puerta, saltó sobre él con presteza y, a todo correr, dio en breve alcance al cura en el camino de Pariache.

Llegados a Lima, el párroco comunicó lo sucedido al virrey marqués de Salinas. Al día siguiente, y con acuerdo de la audiencia y del gobierno eclesiástico, salía el cura para su doctrina con una compañía de lanzas y arcabuces.

El cura iba autorizado para decir una misa de excomunión; pero se llevó el chasco de no encontrar un solo feligrés que la oyese. La villa estaba desierta, pues los indios habían huido llevándose las alhajas de los templos de San Pedro y San Pablo. Sabido es que los conquistadores tuvieron a gala emplear sus riquezas en los candelabros, píxides y paramentos de las iglesias.

San Pedro-Mama, como se llama desde entonces a esa villa, tenía un hospital de convalecientes al pie del cerro de la hacienda de Santa Ana. Las ruinas de este edificio están visibles para todo el que viaje por el ferrocarril de la Oroya.

Desde la desaparición de sus primitivos moradores comenzó la decadencia de la villa, y los terrenos de comunidad y de los naturales han venido a formar las haciendas de La Chosica, Yanacoto, Moyopampa, Chacrasana, Santa Ana, Guachinga, Cupiche y Guayaringa.

Los adoradores de la cabra se trasladaron a la montaña de Chanchamayo, y sus descendientes formaron uno de los mejores y más feroces cuerpos del ejército indígena que en 1770 siguió la infausta bandera del inca Gabriel Tupac Amaru. Este les había ofrecido la reconquista de San Pedro-Mama, cuna de sus abuelos y que representaba para ellos la suspirada Jerusalén de los judíos.

Se cree por unos que las alhajas estén enterradas en sótanos de la misma población, y otros sospechan que se hallan en el túnel que servía de camino para la comunicación entre San Pedro y Sisicaya. Finalmente, no falta quienes presumen que hay un tesoro escondido en la cima del cerro de Santa Ana, y cuentan que un desertor, en la época de la guerra de la Independencia, se refugió en las alturas y vio en una cueva ornamentos y, otras prendas de iglesia.

Los laboriosos y sencillos vecinos que hoy tiene San Pedro-Mama aseguran oír en ciertas noches, después de las doce, hora de duendes, brujas, aparecidos, ladrones y enamorados, el sonido de una campana por el lado donde existió el hospital.

En materia de idolatría y superstición de los indios, podríamos escribir largo. Sin embargo, no dejaremos en el fondo del tintero que en la provincia de Chachapoyas existió la fuente Cuyana (fuente de los amores) en la cumbre de un cerro escarpado, cuyo acceso era tan difícil que había necesidad de subir a gatas, y aun así se corría peligro de caer y despeñarse. La fuente tenía dos chorros: el agua del uno inspiraba amor por la persona que la daba a beber, y la del otro inspiraba aborrecimiento. Hasta los españoles llegaron a acatar esta superstición; pero en 1610, los jesuitas destruyeron la fuente y extirparon la idolatría de que era objeto. Así lo asegura Torres Saldamando, en sus interesantes Apuntes para la historia de los antiguos jesuitas del Perú.

Tan popular debió ser la creencia en las virtudes de esa agua, que hoy mismo se dice, cuando una persona cambia la repugnancia en cariño, «¿Si habrás bebido un traguito de la fuente Cuyana?».

II

El virrey marqués de Salinas

El Excmo. Sr. Don Luis de Velazco entró en Lima, como virrey del Perú, habiéndolo sido antes de México, el 24 de julio de 1596.

Desde que tomó las riendas del gobierno consagró su actividad a desbaratar el atrevido proyecto de la Holanda, que aspiraba a arrebatarle a España las colonias de América. Simón de Cordes, Olivier de Nott y otros corsarios con muchos buques, poderosa artillería y gente resuelta, habían pasado el estrecho de Magallanes y fundado la orden pirática del León desencadenado.

El virrey mandó salir del Callao la escuadra, bien débil en verdad, a órdenes de su hermano. El desastre era seguro si los piratas hubieran tenido la fortuna de encontrar la escuadrilla al alcance de sus cañones. Las tormentas hicieron variar de rumbo y dispersaron a los holandeses; y uno de los buques, desmantelado y en trance de zozobrar, arrió bandera y se entregó a las autoridades de Chile. Nuestra escuadra fue también casi deshecha por los temporales, naufragando la capitana y ahogándose en ella Don Juan de Velazco, el hermano del virrey.

Ignorábase aún esta desgracia, cuando el 18 de febrero de 1601 se turbó el regocijo del Carnaval por sentirse en la costa frecuentes detonaciones, y fue unánime la presunción de que estaba empeñado un combate naval entre las escuadras. En Lima, cuya población, según el censo del año anterior, subía a 14.262 habitantes, hubo plegarias y procesión de penitencia, pidiendo a Dios el triunfo de los realistas. Pocos días después se supo que Arequipa y muchos pueblos habían sido destruidos por la erupción del volcán de Omate o Huaina-Putina.

A la vez en todo el virreinato los indios hacían un supremo esfuerzo para romper el yugo de los conquistadores. Los araucanos se sublevaban en noviembre de 1599, y daban muerte al gobernador de Chile Oñez de Loyola. Sin la energía del alcalde de Lima Don Francisco Quiñones, casado con la hermana de Santo Toribio, que fue enviado con tropas a Chile, habrían recuperado todo el territorio. En el Norte, los gíbaros siguieron el ejemplo de los araucanos. Ambas tribus se hicieron temer de los españoles, y desde entonces llevan vida independiente y extraña a la civilización.

En Puno y en los Charcas las autoridades no descansaban en tomar medidas para estorbar la insurrección que amenazaba hacerse general en el país. Esta leyenda comprueba que a las puertas de Lima estaba en pie la protesta contra la usurpadora dominación.

Fundose en esta época y a inmediaciones del monasterio de Santa Clara la casa de Divorciadas, para recogimiento de mujeres de vida alegre; pero fue tanto lo que alborotaron las monjitas protestando contra la vecindad, que hubo necesidad de complacerlas trasladando el refugio a la que aún se llama calle de las Divorciadas, cerca de la Encarnación.

Por entonces se recibió la real cédula derogatoria de otra que prohibía la plantación de viñas en américa y mandaba arrasar las existencias. Esta derogatoria se debió a los esfuerzos de un jesuita del convento de Lima.

Cuentan que un hidalgo, con fama de tahúr incorregible, presentó un memorial solicitando se le acudiese con un empleo de hacienda que había vacado, y que el virrey puso de su mano y letra esta providencia: «No debo arriesgarlo a que juegue la hacienda de su Majestad, como ha jugado la propia. Enmiéndese y proveerase».

La creación de un fiscal protector de indios en las Audiencias, juiciosos reglamentos sobre salarios, trabajo de indios y de negros, minas, cacicazgos y otros muchos importantes ramos de gobierno, hacen memorable la época de Don Luis de Velazco, a quien Felipe II acordó el título de marqués de Salinas, a la vez que lo trasladaba nuevamente al virreinato de México.

III

Sisicaya

Después de la desolación de San Pedro-Mama, informados el virrey Velazco y el arzobispo Santo Toribio de que los cuatro mil indios de Sisicaya profesaban la misma idolatría, resolvieron enviar cinco misioneros para que ayudasen al cura en la conquista de almas. Concertados los naturales, sorprendieron una noche al cura y lo mataron a azotes. En seguida degollaron a los misioneros.

La casa del cura se hallaba situada a la entrada de la plaza; y hoy mismo, a pesar de los siglos que han pasado y de la despreocupación de los espíritus, nadie se atreve a habitarla. Dice el vulgo que es arriesgado pasar de noche por ella, pues por una de sus ventanas suele aparecerse una mano con el puño cerrado, el cual deja caer pesadamente sobre la cabeza del indiscreto transeúnte.

Cuando al día siguiente se supo que en Lima el martirio del párroco y de los misioneros, mandó el virrey tropa y un sacerdote que pronunciase la excomunión. Como los de San Pedro-Mama, los criminales de Sisicaya habían desaparecido para buscar refugio en las montañas, y sus descendientes, como los de aquéllos, militaron en el ejército de Tupac-Amaru.

Los de Sisicaya escondieron también las alhajas de la iglesia, entre las que se contaba la campanilla de oro de una tercia de altura, obsequio de Gonzalo Pizarro, y que se usaba tan sólo en la misa de grandes festividades. Júzgase que esa riqueza está enterrada en la quebrada del cerro fronterizo, y aun en nuestros días se han hecho excavaciones para descubrirla.

A la derecha de la quebrada hay una cueva, y encima de ella se ve, desde tiempo inmemorial, un palo de lúcumo de vara y media de elevación. ¿Será una señal? Excavando y a poca profundidad en rededor del palo se encuentra carbón menudo, llamado generalmente cisco.

En 1834, año muy lluvioso y en que fueron grandes las crecientes, Manuel Tolentino, que murió en 1863, encontró en la orilla del río canutos de ciriales de fábrica antigua y de excelente plata de chapa.

Persona respetable ha referido al que esto escribe que en 1809 se presentó en Sisicaya un indio de más de sesenta años y casi ciego, el que narraba muchos pormenores tradicionales que su abuelo, actor de los sucesos de 1601, había transmitido a su padre. La venida del viejo a Sisicaya tenía por fin utilizar señales fijas que le habían dado sus parientes para sacar del cerro un tesoro, y tomaba por punto de partida la puerta del cabildo. Pero su ceguera y años no le permitieron alcanzar el logro de sus propósitos.

Sisicaya en la época de la excomunión tenía una iglesia matriz y tres capillas, y daba por tributo cinco mil pesos al año. Sus linderos por la parte de arriba eran los mismos que ahora tiene el pueblo, y por la parte de abajo comprendía los terrenos de Chontay y Huancay hasta la toma de la Cieneguilla, hacienda que era propiedad del judío portugués Manuel Bautista, a quien quemó la Inquisición de Lima en 1639.

IV

En el siglo XVII, siempre que las bachilleras comadres de Lima hablaban de algún indio acusado de crímenes, añadían: «Este cholo ha de ser uno de los malditos».

Para ellas sólo en Sisicaya y San Pedro-Mama podían haber nacido los malvados, y olvidaban que todo el monte es orégano.
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