¿Conque tú también, gorgojo, quieres que
papá te cuente un cuento? ¿No te basta ya con
oírme canturrear:
Al niño que es bueno
y da su lección,
la mamá lo lleva
a la Exposición;
y al niño que es malo
y desaplicado,
taita, Dios lo vuelve
tuerto y jorobado?
No te aflijas, filigranita de oro, que para ti tengo todo un
almacén de cuentos. Allá va uno, y que te aproveche
como si fuera leche.
Esta era una viejecita que se llamaba doña Quirina, y que
cuando yo era niño, en los tiempos de Gamarra y Santa
Cruz, vivía pared por medio de mi casa. Habitaba la dicha
un cuartito que por lo limpio parecía una tacita de
porcelana. Allí no había perro ni michimorrongo que
cometieran inconveniencias para la vista y el olfato.
Sobre una cómoda de cedro charolado y bajo urna de cristal
veíase el pesebre de Belén con su San José,
el de las azucenas, la Virgen y el Niño, el buey, la
estrella y demás accesorios, artístico trabajo de
afamado escultor quiteño.
¡Cosa mona el Misterio! Alumbrábalo noche y
día una mariposilla de aceite, colocada en medio de dos
vasos con flores, que doña Quirina cuidaba de renovar un
día sí y otro también.
Pero lo que sobre todo atraía mis miradas infantiles, era
una tosca herradura de fierro tachonada con lentejuelas de oro,
que en el fondo de la urna se destacaba como sirviendo de nimbo a
un angelito mofletudo.
Doña Quirina era supersticiosa. No creía,
ciertamente, que llevar consigo un pedacito de cuerda de ahorcado
trae felicidad; pero tenía por artículo de fe que
en casa donde se conserva con veneración una herradura
mular o caballar no penetra la peste, ni falta pan, ni se
aposenta la desventura.
¿En qué fundaba la viejecita las virtudes que
atribuía a la herradura? Yo te lo voy a contar, Vital
mío, tal como doña Quirina me lo
contó.
Pues has de saber, hijito, que cuando Nuestro Señor
Jesucristo vivía en este mundo pecador desfaciendo
entuertos; redimiendo Magdalenas, que es buen redimir;
desenmascarando a pícaros e hipócritas, que no es
poco trajín; haciendo cada milagro como una torre Eiffel,
y anda, anda y anda en compañía de San Pedro,
tropezó en su camino con una herradura mohosa, y
volviéndose al apóstol, que marchaba detrás
de su divino Maestro, le dijo:
-Perico, recoge eso y échalo en el morral.
San Pedro se hizo el sueco, murmurando para su túnica:
"«¡Pues hombre, vaya una ocurrencia! Facilito es que
yo me agache por un pedazo de fierro viejo»."
El Señor, que leía en el pensamiento de los humanos
como en libro abierto, leyó esto en el espíritu de
su apóstol, y en vez de reiterarle la orden
echándola de jefe y decirle al muy zamacuco y plebeyote
pescador de anchovetas que por agacharse no se le había de
caer ninguna venera, prefirió inclinarse él mismo,
recoger la herradura y guardarla entre la manga.
En esto llegaron los dos viajeros a una aldea, y al pasar por la
tienda de un albéitar o herrador dijo Cristo:
-Hermano, ¿quieres comprarme esta herradura?
El albéitar la miró y remiró, la
golpeó con la uña, y convencido de que a poco majar
en el yunque la pieza quedaría como nueva,
contestó:
-Doy por ella dos centavos, ¿acomoda o no acomoda?
-Venga el cobre -repuso lacónicamente el
Señor.
Pagó el albéitar, y los peregrinos prosiguieron su
marcha.
Al extremo de la aldea salioles al encuentro un chiquillo con un
cesto en la mano y que pregonaba:
-¡Cerezas! ¡A centavo la docena!
-Dame dos docenas -dijo Cristo.
Y los dos centavos producto de la herradura pasaron a manos del
muchacho, y las veinticuatro cerezas, con más una de yapa,
se las guardó el Señor entre la manga.
Hacía a la sazón un calor de infierno, que diz que
es tierra caliente y de achicharrar un témpano, y San
Pedro, que caminaba siempre tras el maestro, iba echando los
bofes, y habría dado el oro y el moro por una poca de
agua.
El Señor, de rato en rato, metía la mano en la
manga y llevaba a la boca una cereza; y como quien no quiere la
cosa, al descuido y con cuidado dejaba caer otra, que San Pedro
sin hacerse el remolón se agachaba a recoger,
engulléndosela en el acto.
Después de aprovechadas por el apóstol hasta media
docena de cerezas, sonriose el Señor y le dijo:
-Ya lo ves, Pedro; por no haberte agachado una vez, has tenido
que hacerlo seis. Contra pereza diligencia.
Y cata el porqué desde entonces una herradura en la casa
trae felicidad y...
Chito, chito, chito,
que aquí el cuento finiquito.