(Con ese mote fue bautizado en 1547 el capitán Lope
Martín, y por mi fe que el mote nada tuvo de
antojadizo.
Cuando llegaron a Trujillo los primeros rumores de haberse
defeccionado en Panamá la escuadra de Gonzalo Pizarro, el
capitán Diego de Mora, que era el gobernador de la ciudad,
se puso en viaje para Lima a fin de comunicar la importante
noticia a su caudillo. En la primera jornada saliósele la
espada de la vaina, hiriendo al caballo que montaba.
Túvolo el de Mora por malísimo agüero, y
regresando a Trujillo alzó bandera por el rey.
Noticioso Pizarro de que el mal ejemplo de Mora había
encontrado imitadores en otros de sus tenientes en el Norte,
despachó contra ellos al capitán Juan de Acosta con
cien arcabuceros y cien jinetes. Encomendó este el mando
de la descubierta o fuerza de exploración al
alférez Jerónimo de Soria, quien aprovechando de
una ocasión propicia se pasó con su gente al
enemigo.
Francisco de Carvajal, que a la sazón estaba en Lima,
juró y rejuró que daría garrote a cuantos
hubiesen aconsejado a Soria que desertase del banco de Gonzalo, y
echose en consecuencia a hacer averiguaciones. De ellas
resultó que el capitán Lope Martín
había regalado a Soria su caballo, lo que para el criterio
del Demonio de los Andes constituía prueba plena de
criminalidad. Púsolo preso, y diole una horita de plazo
para que ajustara cuentas con Dios.
Don Antonio de Ribera, deudo de los Pizarro y personaje de muchos
respetos y campanillas, tuvo noticia del conflicto en que se
hallaba Lope Martín, que era muy su amigo, y calculando
que empeñarse con Carvajal era perder tiempo y gastar
saliva, se fue directamente a Gonzalo, y tanto le rogó,
que a la postre se avino a perdonar. Pero como la cosa
urgía y no daba tiempo para escribir y firmar, obtuvo don
Antonio que Gonzalo le diese sus guantes de gamuza, que ya en
otra oportunidad habían servido le cédula de
perdón para con el sanguinario don Francisco.
Entretanto habían transcurrido cincuenta minutos, y del
palacio de Gonzalo a la cárcel había más de
dos cuadras de camino. Don Antonio corrió, y echando casi
los bofes llegó a la prisión y sin fuerzas para
articular palabra presentó los guantes a Carvajal.
-Paréceme, y me alegro -dijo don Francisco,- que merced ha
llegado tarde con la bula. Ya ese bellaco de Lope Martín
debe estar en el infierno, dando cuenta al diablo de sus
perrerías en este mundo. Pero en fin, véngase vuesa
merced conmigo y llévese el cuerpo del traidor, y tenga el
consuelo de darle la sepultura que no merece.
Y entraron en el calabozo a tiempo que el verdugo, después
de dar una vuelta de garrotillo, que no bastó para matar
al preso, se preparaba a dar la segunda, que infaliblemente
habría sido la de apaga y vámonos.
Lope Martín, medio estrangulado, cayó sin sentido
en brazas de su amigo.
Mientras le hacían aspirar algunas sales, Carvajal le
examinaba el amoratado cuello y murmuraba:
-¡Vaya un pescuezo para duro! Bien puede este pícaro
desbautizarse desde hoy y llamarse el hijo de la dicha.
Y salió del calabozo canturreando una de sus coplas
favoritas:
«¡Ay, amor!, tirano amor,
más que tirano traidor;
pues traidor me fuiste, amor,
todo te sea traidor».