En 1856 el tifus hizo estragos en el departamento del Cuzco.
Calcúlase en más de cien mil el número de
los que sucumbieron víctimas de la epidemia. El gobierno
envió desde Lima una comisión de médicos, a
órdenes del doctor Garviso, bien provistos botiquines,
dinero y cuanto auxilio pudieran necesitar los epidemiados.
A la sazón era lectura muy popular en el Perú la
novela de Eugenio Süe, titulada El Judío Errante, y
alguna casa editorial de Madrid o Barcelona había hecho
una edición económica que con profusión
circulaba en el país; amén de que El Comercio, de
Lima, en su folletín publicara pocos años antes la
famosa novela.
Según el escritor francés, el terrible flagelo
conocido por cólera asiático es obligado
compañero en la eterna peregrinación del zapatero
de Jerusalén, a quien los pueblos españoles no
llaman Ashaverus, sino Juan Espera en Dios, viajero que,
ateniéndonos a los cuentos de viejas, recorre el mundo
llevando en el bolsillo una moneda romana equivalente a real y
medio, capital tan inagotable para el infeliz judío como
para nuestros bancos de emisión la fábrica de
billetes, a pesar de las incineraciones y demás
trampantojos fiduciarios.
A muchos de los habitantes del Cuzco se los encajó entre
ceja y ceja que aquella espantosa cifra de mortalidad no era
producida por el tifus, sino por la presencia del huésped
que llevaba a cuestas la maldición del Divino
Maestro.
Una mañana presentose en el pueblo de Zurite, a ocho o
diez leguas de la ciudad del Cuzco, un extranjero, ante cuyo
aspecto púsoso en conmoción el vecindario. Era un
hombre pálido, enjuto, apergaminado y de ceja tan espesa
que casi parecía una raya negra sobre los ojos. Las
señas eran fatales. El hombre era el retrato del
Judío tan pintorescamente descrito por Eugenio
Süe.
Alborotáronse los vecinos de Zurite y el viajero fue a la
cárcel, mientras sumariamente se resolvía lo que
con él sería oportuno hacer.
En vano el infeliz dijo que era español, que se llamaba
Francisco Anselmo de Mendoza, que había estado en Jauja
convaleciendo de una afección pulmonar y que, restablecido
ya, no quería abandonar la sierra sin visitar antes los
monumentos de la imperial ciudad de los incas.
-¿A nosotros con esas? -dijeron los de Zurite.- ¡No
somos tan bobos! Maldita la falta que nos hacía su visita.
Ya quedará usted escarmentado, compadre, y pagará
por junto las que ha hecho en el mundo.
Y tanto por castigar al que fue despiadado para con Cristo en el
camino al Gólgota, cuanto por vengarse del que
creían portador de la peste, encendieron una hoguera en la
plaza y achicharraron en ella al desventurado chápiro. Con
esto los de Zurite creyeron haberse conquistado la gratitud del
universo-mundo.
En seguida repicaron campanas, quemaron cohetes, se entregaron a
grandes festejos y el gobernador o alcalde pasó oficio a
la autoridad, en el cual los de Zurito felicitaban al
departamento porque, gracias a la energía de tan
cristianos vecinos, la peste iba a desaparecer.
Y en efecto. ¡Vean ustedes lo que hace la casualidad!
Desde que los de Zurite quemaron al Judío Errante no
volvió a ocurrir en el departamento un solo caso de peste.