De fijo, lector mío, que muchas veces has oído
decir: Puneña, zurrón-currichi aplicado a las
hijas de San Carlos de Puno, apóstrofe que, francamente,
es la mayor injuria que hacerse puede a las allí nacidas,
porque equivale a llamarlas brujas, y harían muy bien en
beberlo la sangre a sorbos al malandrín que tan
pícaramente las agravia.
Yo no diré que la cosa tenga mucho fundamento; pero alguno
ha de tener, estando la ciudad a las faldas del Laycacota, que
quiere decir, en castellano de Cervantes, algo así como
Guarida de brujas.
Sin embargo, rebuscando en mis Anales de la Inquisición de
Lima, librejo que escribí y publiqué no recuerdo
cuándo ni cómo, no encuentro que jamás el
Santo Oficio hubiera penitenciado una sola bruja de Puno; y eso
que la lista que de ellas consigné, con todas sus
habilidades y circunstancias, es larguita y minuciosa.
Pero si la tradición dice que en Puno hubo brujas, no es
decir (y aquí me pongo en buen predicamento con las
muchachas que actualmente comen pan en Puno) que hogaño
también las haya; y si las hay, mía la cuenta si no
hacen uso de otro hechizo que el que Dios puso en sus ojos de
gacela y en su boquita de coral partido.
Después de esta introducción, me parece que puedo,
sin peligro de que me arañen, referir el cuento o
sucedido.
¡Niñas, niñas, lo que no fue en vuestro
año no es en vuestro daño!
I
Era el año de 1672, y aunque recientemente fundada por el
virrey conde de Lemos la villa de San Carlos de Puno, conservaba
restos de la opulencia que cinco años antes esparciera por
la comarca el rico mineral de Salcedo. De todos los rincones del
Perú habían afluido a las riberas del Titicaca
aventureros ganosos de enriquecerse en poco tiempo y mercaderes
que realizaban en breve su comercio con un ciento por ciento de
provecho.
Don Nuño Gómez de Baeza fue uno de esos tantos que
estableció tienda en la villa, dedicándose al
rescate de lanas y venta de zurrones de nueces y cocos, que un su
socio le remitía desde Chile para que él cuidase de
proveer algunas de las poblaciones del Alto Perú.
Era Don Nuño mozo que aún no llegaba a los treinta,
gallardo como no había otro en la villa, generoso como un
nabab, de amena y fácil conversación y muy gran
aficionado al comistrajo o golosina del Paraíso.
«Amor trompetero, cuantas veo tantas quiero; que en
teniendo cuello y mangas, todo trapito es camisa».
Gobernador de la villa era Don Gracián Díez Merino,
del hábito de Alcántara, caballero moral y
religioso, que se desvivía para castigar todo
escándalo y que, obedeciendo instrucciones que le
comunicaran de Lima, consiguió que la población
estuviera más tranquila que claustro de cartujos. Con tal
fin promulgó bando previniendo que después del
toque de queda nadie fuera osado a asomar el bulto por la calle,
bajo pena de multa y prisión. Ítem, se
empeñó en que todo títere había de
vivir como la Iglesia manda; pues en su jurisdicción no
toleraba amancebamiento, barraganía ni cosa que a pecado
contra la honestidad trascendiese.
El que enferme de amores
sin calentura,
que vaya a su parroquia
que el cura, cura.
Había en el lugar una señora, viuda de un
cabildante, jamón apetitoso todavía a pesar de los
tres quinces que peinaba, la cual gozaba fama de ser cumplidora
del precepto evangélico que manda ejercer la caridad dando
de beber al sediento. El señor gobernador la rodeó
de espías, jurando que, al primer gatuperio en que la
atrapase, tenía de maridarla con su cómplice.
Por fin una noche diole aviso un alguacil de que, después
de la queda, había Doña Valdetrudes entreabierto
cautelosamente la puerta de su casa y dado paso franco a un
galán en quien, no embargante el embozo, había
creído reconocer a Don Nuño Gómez de
Baeza.
Su señoría se reconcomió de gusto y se
restregó las manos, diciendo:
-De esta no libra de que la case y bien casada, que aunque ella
no es pobre, el Don Nuño varea la plata y es mozo como unas
perlas. Conviene que en todo matrimonio si el marido lleva para
el puchero, la mujer no sea tan calva que no lleve siquiera para
el chocolate.
Y seguido de alguaciles llamó enérgicamente a la
puerta de Doña Valdetrudes, diciendo:
-¡Por el rey! Abran a la justicia.
Don Nuño tuvo un susto mayúsculo; mientras ella,
sin revelar la menor zozobra, dijo en voz baja a su amante:
-(Ponte detrás de la puerta y escapa tan luego como yo
abra.) Y ¿qué busca la justicia en mi casa?
-Abra y lo sabrá; y que sea pronto, antes que lo roto
resulte peor que lo descosido.
-Pues vuesa merced espere que me eche encima una saya y en
seguida voy a abrirle.
Mientras duró el diálogo húbose Don
Nuño vestido a las volandas, y después de embozarse
en la capa se puso detrás de la puerta.
Al abrirse ésta por Doña Valdetrudes, avanzó
su señoría con un farolillo en la mano y dio un
rudo traspiés, empujado por un bulto que se
deslizaba.
-¡Canario con el gatazo!-exclamó el gobernador.- Si
no me hago a un lado me descrisma sin remedio.
Y en efecto, vieron los alguaciles que un gato negro escapaba
calle arriba a todo correr.
Don Gracián Díez Merino, después de
practicar escrupuloso registro en la casa, que era
pequeña, tuvo que retirarse pidiendo mil perdones a
Doña Valdetrudes por su importuna visita.
Al llegar a la esquina dio un tirón de orejas al alguacil
que le llevara el aviso, y díjole:
-Sin duda viste entrar al gato y se te antojó persona.
Mira, bribón, otro día asegúrate mejor para
que no hagas caer en renuncio a la justicia del rey nuestro
señor.
II
Al siguiente día no se hablaba en San Carlos de Puno sino
de la estéril pesquisa del gobernador y del gato negro que
por un tris descalabra a su señoría.
Sea que a Don Nuño Gómez de Baeza maldita la gracia
que le hiciera el que lo hubieran metamorfoseado en gato, o que
no quisiera tracamandanas con la justicia, o lo que es más
probable, que no lo cautivaran los trashumados hechizos de la
dama, la verdad es que no volvió a ocuparse de ella,
dejando sin respuesta (el muy criado) sus amorosos billetes y
desairando las citas que en ellos le proponía.
Mis lectoras convendrán conmigo en que la
descortesía del mancebo lo hacía merecedor de
castigo; pues, aunque todo sea barro, no es lo mismo la tinaja
que el jarro.
Convencida, al cabo, Valdetrudes de que el galán se negaba
a volver a las andadas, resolvió emprender la conquista
valiéndose de malas artes; pues, como dice el
refrán, «a caballo que se empaca, darle
estaca».
Una mañana llamó a Pascualillo, el barbero de la
villa, que era un andaluz con más agallas que un pez, y le
dijo:
-¿Quisieras ganarte un par de ducados de oro?
-¡Pues no he de querer! No gano tanto, señora, en un
mes de rapar barbas, abrir cerquillos, aplicar clisteres, sacar
muelas y poner ventosas y cataplasmas.
-Entonces toma a cuenta un ducado, y sin que lo sepa alma
viviente, me traes mañana domingo una guedeja de cabellos
de Don Nuño Baeza.
Cerrado el trato, volviose el barbero a su tenducho y diose a
cavilar en lo que aquella pretensión, a tan alto precio
pagada, podría significar.
-¡No! Pues yo no lo hago -se dijo el andaluz, como
síntesis de sus cavilaciones.- ¡Sobre que el
mechón de pelo podría servir para que sobreviniera
algún daño a ese caballero de tanto rumbo, que me
paga una columnaria por su barba, lo que no hacen otros
roñosos que andan por ahí más huecos que si
llevaran al rey dentro del cuerpo! ¡Voto va por Mahudes y
Zugarramurdi, que son en España señoríos de
brujas! Pero también es cosa fuerte devolver el ducado de
oro con que puedo feriar a mi Aniceta, para la fiesta del Corpus,
una caperuza de filipichín y una falda de angaripola.
¡Eh! Ya veremos lo que se ingenia; que de aquí a
mañana más horas hay que longanizas.
Al otro día Pascual afeitaba y aliñaba el pelo a
Don Nuño, que tenía costumbre de asistir a misa
mayor hecho un gerifalte por lo pulcro y acicalado. Pero el
barberillo era mozo de conciencia; porque, pudiendo a mansalva
cortar cabello y esconderlo en el delantal, resistió
vigorosamente a la tentación.
Al salir del cuarto de Don Nuño, pasó Pascual por la
tienda, y con el pretexto de coger un puñado de cocos y
otro de nueces, detúvose delante de dos zurrones de piel
de cabra, y con las tijeras que en la mano traía
cortó de cada uno un poco de pelo, envolviolo en un pedazo
de papel, y muy orondo se dirigió a casa de Doña
Valdetrudes, murmurando para sí:
-Todo va bien, con tal que ella no repare en que estas hebras son
rubias y que el cabello de su merced es de un negro
alicuervo.
Doña Valeletrudes pagó el otro ducado prometido, y
tanta era su complacencia por tener prenda corporal de su ingrato
amador, que añadió, por vía de alboroque,
una monedilla de plata.
Dicen bien, que amor tiene cataratas; porque madama no
paró mientes en el calor del pelo, y echando llave y
cerrojo, púsose a invocar al diablo y a preparar el
hechizo.
Créanme ustedes. Yo, que en achaques de brujería
aprendí, para escribir mi susodicho librejo de Anales de
la Inquisición, hasta la manera de atar la agujeta y
correr el hilo respondón, que es cuanto hay que saber en
la materia, no he podido averiguar qué clase de menjurje o
filtro confeccionó Valdetrudes; pues eso de enredar pelos
en piedra imán para hacerse amar de un hombre, es propio
de brujillas de tres al cuarto y no de catedráticas, como
diz que lo fue mi señora la viuda del cabildante.
Probablemente no tuvo a mano Valdetrudes un botecito de agua
cuyana, que en ese siglo era todavía remedio infalible
para hacerse amar.
Cuando el hechizo estuvo terminado, emperejilose Doña
Valdetrudes, echándose encima el fondo del baúl, y,
muy sandunguera y con mucho rejo salió a dar un paseo por
la calle de Don Nuño, segura, segurísima de que
éste al verla se vendría tras ella como el
ratón tras el queso, pues la brujería no
podía marrar.
Hallábase Gómez de Baeza en la puerta de su tienda,
conversando con un amigo, cuando apareció por la esquina
la jamona; y maldito si el mancebo sintió el más
leve movimiento revolucionario en las entretelas del alma. Y eso
que ella, al pasar delante de él, le disparó una de
esas miradas que dicen clarito como en un libro: «piloto
quiere este barco», y se sonrió, como diría
Tomé de Burguillos, con
aquella boca hermosa
que dejó de ser guinda por ser rosa.
De repente y cuando Doña Valdetrudes no habría
adelantado media cuadra, un zurrón de nueces y otro de
cocos empezaron a bailar la zarabanda corriendo tras de la bruja.
Asustada ella del ruido y de la gritería de los muchachos,
que no perdieron la oportunidad de recoger cocos y nueces,
emprendió la carrera en dirección a la laguna; y
mientras más apuraba ella el paso, menos se
detenían los zurrones, que con Doña Valdetrudes
fueron al fin a sumergirse para siempre en el Titicaca.
Desde entonces (y ya hace fecha) nació el apóstrofe
Puñeza, zurrón-currichi.