Entre los baños termales de Lircay y el gigantesto cerro
de Carhua-rasu (nevado amarillento), en la provincia de Lucanas,
hay un pueblo habitado sólo por indígenas, que en
la carta geográfica del departamento de Ayacucho se conoce
con el nombre de Chipán, voz que probablemente es una
corrupción del chipa (cesto), quichua.
Vicario del partido y juez eclesiástico era por los
años de 1843, Don Agustín Guillermo Tincope de
Quisurucu, que a la sazón contaba nada menos que ciento
veinte navidades. Este fenómeno de longevidad, a quien
vestido de cordellate, sus feligreses sacaban a tomar el sol,
conservaba gran energía de espíritu y en perfecto
estado sus facultades mentales. Insigne latinista, pasaba de vez
en cuando, en la lengua de Cicerón, tremendas catilinarias
a los curas de su jurisdicción, excitándolos al
cumplimiento de sus deberes evangélicos. A esa edad no
usaba anteojos y tenía completo el aparato de
masticación. Decía que era deudor de tan larga vida
a la costumbre de conservar siempre abrigadas las extremidades y
no beber sino chicha de maíz.
Don Agustín Guillermo, que era indio puro y descendiente
de caciques, entró en la carrera eclesiástica a la
edad de cuarenta y seis años en que enviudó. La
difunta le dejaba dos hijas y tres muchachos. Después de
casar a las doncellas, hizo ordenar de clérigos a los tres
varones, y hasta hace pocos años era su hijo Don Manuel
Tincope de Quisurucu párroco de Huacaña.
La guerra civil tenía por entonces conflagrada la
República. El general Castilla había en el Sur
lanzado el grito de rebelión contra el gobierno
dictatorial del general Vivanco, grito que halló eco en el
departamento de Ayacucho. En la provincia de Lucanas, sobre todo,
no hubo cura que no fuera castillista, y entre los más
exaltados encontrábase Don Mauricio Gutiérrez, cura
de Chipán, al cual su vicario, el macrobio Don
Agustín Guillermo, no se cansaba de decir:
-Calma, compañero. Ni tan adentro del horno que te quemes,
ni tan afuera que te hieles.
Don Mauricio Gutiérrez, sin atender a consejo,
organizó una montonera o partida de guerrilleros, cuyo
mando confió a su hermano Félix. Pero éste,
lejos de ser feliz, como su nombre auguraba, en la primera
escaramuza dio posada en la barriga a una bala vivanquista, y a
revienta-caballo pudo llegar moribundo a la casa parroquial,
donde apenas tuvo tiempo para decirle a Don Mauricio:
-Véngame hermano, y mata vivanquistas.
-Muere tranquilo, que serás vengado -le contestó el
cura.
Y Félix, con este consuelo, entró en agonías
y se fue al otro mundo.
II
Pocos días después llegaban una tarde a
Chipán treinta soldados al mando de dos oficiales.
Precisamente era la tropa contra la que se había batido el
infortunado Félix.
El cura Gutiérrez salió a recibir a los
huéspedes, y los comprometió a que descansasen en
el pueblo hasta el día siguiente. Alojó en su casa
a los oficiales, les dio una opípara cena, se
fingió ante ellos más vivanquista que el mismo
Supremo Director, y brindó por que el diablo se llevase
cuanto antes a Castilla y la junta de gobierno. En seguida
convidó a los oficiales y tropa para una pachamanca o
almuerzo de despedida en las afueras del pueblo, convite que
ellos aceptaron gozosos, por aquello de que el buen militar debe
llevar siempre un sueldo, una comida y un sueño
adelantados.
Los vecinos del pueblo se escandalizaron por tan repentino cambio
de opinión en su pastor, y un indio que cerca, de
éste ejercía los oficios de pongo y cocinero,
contole la murmuración pública.
Don Mauricio Gutiérrez dejó vagar por sus labios
una sonrisa infernal, y dijo a media voz:
-¡Brutos!
-Eso mismo les he dicho yo -añadió el pongo-.
Brutos, que quieren saber más que el taita cura y que no
adivinan que cuando él festeja a los vivanquistas, lo hace
con su segunda.
El cura se aproximó al indio, y le deslizó al
oído algunas palabras.
El pongo anduvo aquella noche por el campo, y en la madrugada
volvió a la casa parroquial, en cuya puerta lo esperaba
Gutiérrez.
-¿Traes eso? -le preguntó el cura.
-Sí, taita -contestó el indio, sacando de debajo
del poncho un manojo de floripondios encarnados (huar-huar) y
unas ramitas de hierba parecida al perejil.
Y sin hablar más palabra, cura y criado entraron en la
cocina.
III
A las ocho de la mañana los oficiales y la tropa, antes de
continuar la marcha, almorzaban pachamanca condimentada por Don
Mauricio y su pongo.
El cura dio por excusa para no comer con ellos que a las nueve
tenía obligación de celebrar; y terminado el
desayuno abrazó a todos y los acompañó
algunas cuadras fuera del pueblo.
Pocas horas después aquellos infelices llegaban, sufriendo
horribles dolores de estómago, a otro pueblo vecino, donde
la médica o curandera les dijo, tras breve examen, que
estaban intoxicados; pero que ella poseía un eficaz
contraveneno. Dioles a beber no sé qué brebaje,
aplicoles al vientre un cui negro, hízoles aspirar humo de
lana de carnero mocho, y les aseguró que sanarían
como por ensalmo.
Sólo cuatro o cinco de los envenenados tuvieron la dicha
de salvar, y los restantes fueron al hoyo.
IV
Algunas semanas pasó el cura Gutiérrez oculto en
una cueva del empinado Carhua-rasu, y volvió al pueblo
cuando tuvo noticia de la caída del Directorio.
Sabido es que todo revolucionario triunfante se hace de la vista
gorda sobre los excesos y crímenes de sus partidarios, y
el general Castilla no quiso ser la excepción de la
regla.
Hablábase un día, delante del eterno vicario Don
Agustín Guillermo Tincope de Quisurucu, de cómo el
cura Gutiérrez había encontrado en el nuevo
gobierno valedores que echaran tierra sobre el envenenamiento.
Uno de los murmuradores sostuvo que sólo en estos
excomulgados tiempos de la República quedaban impunes los
delitos, doctrina que sacó de sus casillas al buen
anciano; porque interrumpiendo al maldiciente, dijo:
-En todo tiempo, así en los del rey como en los de la
patria, el que no tiene padrino se queda moro; y si no, oigan
ustedes lo que presencié en Lima, en el primer año
de este siglo decimonono y bajo el gobierno del virrey
inglés:
«Oidor de la Real Audiencia era el doctor Mansilla, quien
entre sus esclavos tenía un negrito chamberí, al
cual mimaba más de lo preciso. El engreído
muchacho, conocido en Lima por el apodo de Aguacero, se hizo un
cortacaras, chuchumeco y ratero famoso; y aunque cada mes, por lo
menos, tenía trabacuentas con la justicia, salía
bien librado, porque el señor oidor interponía su
influencia y respetos.
»Una noche fue pillado in fraganti delito de robo con
escalamiento de paredes, en unión de otros cinco
traviesos; y después que cantaron de plano el mea culpa,
el juez de la causa sentenció a todos a ser azotados en la
plaza pública, atados a la picota o rollo que vecino a la
horca existía frente al callejón de
Petateros.
»Llegada la hora de que saliesen los reos, su
señoría el oidor se apeó de la calesa en la
puerta de la cárcel, y le dijo al juez:
-»Oiga usted, mi amigo: lo que es a mi negrito, ni usted ni
nadie lo azota, que su amo soy, y sólo yo tengo derecho
para corregirlo cuando cometa alguna travesura.
»El juez, que no tenía calzones para indisponerse
con todo un oidor de la Real Audiencia, torció la vara de
la justicia; y los cinco pobres diablos que no tuvieron cristiano
que por ellos se interesase, fueron atados al rollo.
»El verdugo Pancho Sales, armado de rebenque, gritaba al
descargar cada ramalazo sobre las espaldas del paciente
prójimo:
-»Quien tal hace, que tal pague.
«Uno de los vapuleados se fastidió de oír la
moraleja del carnifex, y contestó:
-»Dé usted fuerte, bien fuerte, ño Panchito,
que yo no tengo espalda, y la que usted azota es ajena; que si
espalda tuviera, como el negrito Aguacero, no me vería en
este trance.
»Conque apliquen ustedes el cuento y no me vengan con que
estos son mejores o peores que aquellos tiempos, que en el
Perú todos lo tiempos son uno; pues el ser blandos de
carácter y benévolos con el pecador, lo traemos en
la masa de la sangre; y el que la echa de más
enérgico e intransigente, puesto a la prueba, se torna un
papanatas. Conque callar y callemos, y que la justicia siga su
curso, como en los tiempos del oidor Mansilla. He
dicho».
-Y ha hablado usted como un libro -murmuró el
sacristán.
Y el respetable vicario Don Agustín Guillermo Tincope de
Quisurucu puso fin a la plática, como yo lo pongo a esta
tradición, añadiendo sólo que la escena
entre el verdugo y el azotado la refiere también
Córdova y Urrutia en sus Tres épocas.