Don Rafael Hurtado era por los años de 1888 dueño
de la hacienda de Poruma en el valle de Ica. Amigote y compadre
suyo era Ignacio Risco, mayordomo de la hacienda de Cipiona, en
la jurisdicción de Palpa.
Doce leguas largas de talle separaban a los dos compadres; pero
la distancia no servía de obstáculo para que cada
mes por lo menos fuese Risco a visitar a Hurtado.
Como entre ambos no había secretos, confió un
día el hacendado de Poruma a su compadre que había
vendido una gruesa partida de botijas de aguardiente, y recibido
por ella ocho mil duros en onzas de oro, las mismas que,
resguardadas del sol y viento, tenía encerradas en el
fondo de la petaca.
Corrió una semana, y un sábado a más de
media noche apareciose Risco, cubierta la faz con una careta;
amenazó a Hurtado con darle de puñaladas si
oponía resistencia, y se apoderó de las
peluconas.
Don Rafael reconoció a su compadre, y al día
siguiente fue a casa del gobernador Don Antonio Erquiaga, y
pidió que se echase guante al ladrón.
A propósito de Erquiaga, cuéntase que éste,
recién llegado de Galicia, en 1814, se avecindó en
Pisco, donde a los pocos meses fue elegido alcalde. Muy orondo de
la honra que acababa de merecer, escribió a su padre
comunicándole la distinción que había
alcanzado. Tradicional es en Pisco que por el inmediato
galeón de España contestó el padre gallego:
«Hijo Antonio, dícesme que eres ya autoridad en
Pisco, y yo digo: ¿qué tal será esa tierra
de b...estias, cuando a ti te han hecho alcalde?».
El gobernador Erquiaga mandó poner en la cárcel y
seguir juicio a Ignacio Risco; pero éste tuvo la buena
suerte de probar lo que en lenguaje judicial llaman la coartada,
con el testimonio unánime de infinitas personas.
Doña María Beytia, respetabilísima
señora y dueña de Cipiona, declaró que su
mayordomo, a las nueve de la noche del sábado y
después de encerrar a los negros esclavos en el
galpón, la había personalmente entregado las
llaves. El cura, el sacristán y doscientos testigos
más juraron haber visto a Risco, a las seis de la
mañana del domingo, ayudando al sacerdote a celebrar el
santo sacrificio de la misa.
Era, pues, humanamente imposible que en ocho horas hubiera hecho
Risco las doto leguas de viaje hasta Poruma y las doce de regreso
hasta Cipiona. La justicia tuvo que sobreseer en la causa, y el
robado quedó robado y pidió perdón por la
calumnia a su compadre. «Albricias, madre; que pregonan a
padre», como dice el refrán.
Sólo Perico el Botonero se burlaba del fallo de los jueces
y decía riéndose:
-¿Qué son veinticuatro leguas para un brujo? Ese
Ignacio Risco sabe cabalgar en una caña de escoba. A
mí nadie me quita de la cabeza que él es el de la
hazaña.
Perico el Botonero era un pobre diablo, natural de Ica, gran mono
bravo o consumidor del zumo de la vid. Ejercía en la
ciudad el cargo de demandadero o sacristán del
señor de Luren, y cuando le llegó el trance del
morir llamó al escribano Don Doroteo Cazo, y le dijo:
«Dé usted fe de que no soy casado, pero como si lo
fuera, porque la mujer que tengo me acompaña cuarenta
años y nunca me la ha reclamado su marido. Algo he
oído hablar sobre prescripción de derecho, y acaso
los códigos lo digan. Ítem, haga usted constar que
aunque no debo un real a alma viviente, debo a cada santo un
peso, pues las limosnas que me daban para el culto de esos
bienaventurados me las he consumido en aguardiente».
Tal fue el testamento de Perico el Botonero, el único
hombre en Ica que no creyó en la inocencia de Risco.
Muchos años después, Risco se encontraba en el
trance supremo, y pocos minutos antes de recibir la
Extremaunción, hizo llamar a varios vecinos, declarando
ante ellos que él había sido el ladrón de
Poruma.
Eximio jinete y disponiendo de magníficos caballos en
Cipiona, había escalonado éstos de distancia en
distancia. Aquellos caballos debían correr parejas con el
viento para hacer veinticuatro leguas en ocho horas.
Metan ustedes pluma y díganme si a pesar de que la
declaración de un moribundo corta toda controversia, no
resulta un cuociente inverosímil.