Ya he referido en otra ocasión que aquella bendita anciana
que para unos muchachos era mi tía Catita, y para otros mi
abuela la tuerta, acostumbraba en la noche de luna congregar
cerca de sí a todos los chicos y chicas del vecindario,
embelesándolos, ya con una historieta de brujas o
ánimas en pena, o ya con cuentos sobre antiguallas
limeñas.
Una de esas noches antojósele a un nene llorar a moco
tendido, pero lo hicieron callar con sólo decirle estas
mágicas palabras: «¡Ahí está el
cuco!».
Pásenme ustedes el limeñismo. Un purista
habría dicho el coco; pero los que nos hemos destetado con
champuz de agrio y mazamorra (también un purista
diría masamora que árabe es el manjar) nacimos
oyendo hablar del cuco, y lo que entra con el capillo sólo
se va con el cerquillo, y ya estamos viejos para salir ahora, al
cabo de los años mil, llamando coco al cuco.
El cuco es un personaje de capricho o fantasía, creado por
el candor infantil y la marrullería de las viejas. Es un
mochuelo que se le cuelga al vecino más feo del barrio o
al sacristán de la parroquia que, farolito en mano y capa
colorada sobre los hombros, pide para la cera de Nuestro Amo. Y
cierto que por esas calles tropieza uno con fisonomías que
parecen predestinadas para cucos o espantamuchachos.
Aquella noche, a propósito del «¡llamo al
cuco!» nos contó la tía Catita, que cuando
entró la patria comían pan en la calle
Judíos nada menos que dos cucos. ¡Ave María
Purísima!
Y como cada cuco fue sujeto de curiosa historia, con venia de
ustedes lo consagraré especial capítulo.
I
ÑO VEINTEMIL
Hasta la época de San Martín ocupaba una de las que
se denominaron Covachuelas, en las gradas de la catedral y calle
de Judíos, un viejo español llamado Don José
de Ormaza y, Coronel; pero nadie lo conocía sino por el
apodo de ño Veintemil, y tanto era feo el macrobio, que su
solo nombre bastaba para hacer dar diente con diente a los
hombrecitos del mañana. El anciano tenía
conquistada su reputación de traganiños en cuatro
cuadras a la redonda.
¿Cómo adquirió el apodo? Eso es lo
único que me he propuesto relatar.
Don José de Ormaza y Coronel vino al Perú en los
tiempos de Amat, y hallándose sin un maravedí ni de
dónde le viniese, se encaminó una mañana a
Palacio y solicitó audiencia del virrey. El mayordomo de
servicio le preguntó su nombre para pasar aviso a su
excelencia, y el visitante le contestó con mucha
naturalidad:
-Anuncie usted a Don José de Amat.
El fámulo, creyendo por el apellido que se las
había con un deudo de su señor, no anduvo con pies
de plomo; y el virrey, imaginando que le hubiera llegado de
improviso algún sobrino catalán, no se hizo tampoco
remolón. La antesala no pasó de un minuto, lo que
es maravilloso, no digo tratándose de un virrey, de suyo
autorizado para andar con moratorias y ceremonias, sino de un
presidente de nuestra era, obligado a gastar republicana
llaneza.
-Dios guarde a vuecelencia -dijo el Don José.
-Y a usted también -contestó Don Manuel-.
¿Conque es usted un Amat?
-Sí, señor... y no, señor.
-No lo entiendo ¿Es usted Amat por parte de madre o de
padre?
Ni por la sábana de arriba, ni por la sabana de
abajo.
-¡Cómo! ¡Cómo! -murmuró el
virrey.
-¿Cómo? Como vuecelencia lo oye. Yo soy Amat por mi
voluntad, y no por la ajena.
-Explíquese usted.
-Sí, señor. He renunciado a mi apellido para
adoptar el de vuecencia: primero, por la mucha admiración
y cariño que me inspira la ilustre persona del
libérrimo prócer, del integérrimo
gobernante, del.....
-¡Basta, hombre, muchas gracias! Suprima lisonjas, que me
apestan.
-Y segundo, porque aspiro a que vuecencia sea mi padre.
¡Hombre!¡Para paternidades estamos! ¡Buen
zagalón de hijo voy a echarme encima! ¿Y sobre
qué carga de agua y por qué? Vamos,
explíquese usted pronto y claro, que el tiempo no me viene
ancho, sino más estrecho que chupa de alguacil.
-Pues al grano, excelentísimo señor. Me han
informado los paisanos de que vuecencia hace... así... por
bajo de cuerda... sus negocillos...
-¡Yo! ¡Negocios! -exclamó el virrey empezando
a perder los estribos.
-No hay para qué enfarolarse, señor
excelentísimo. Tenga vuecencia confianza conmigo y no se
me haga el de las malvas, que no soy ningún niño de
la bola.
El virrey estaba alelado viendo tanta insolencia y sangre
fría. El hombre continuó:
-Pues señor, los negocios limpios como el agua de pila.
Traigo entre manos una especulación, que meses más,
meses menos, nos dejaría un doscientos por ciento de
provecho, y he venido a que para principiar me preste vuecencia
veinte mil pesos, que yo se los pagaré con el
interés que quiera señalarles.....
-¿De modo, señor mío -interrumpió Don
Manuel de Amat y Juniet-, que para usted, el virrey del
Perú es un comerciantito del codo a la mano que da plata a
réditos?
-Por supuesto.
-¿Sí? Pues por descomedido o loco vaya usted a la
cárcel, señor pariente, y busque otro padre a quien
embaucar. ¡Vaya usted, ño Veintemil!
La escena se hizo pública y nació el apodo.
En su vejez era ño Veintemil lo que llamamos un loco
manso; un ser inofensivo. Ocupábase en la venta de
artículos de desecho, y pasaba la vida a tragos, debiendo
a lo subido de su fealdad la reputación de cuco.
Vamos con su compañero de calle, que es personaje casi
contemporáneo; pues viven muchos cristianos que lo
conocieron y trataron.
II
DON TADEO LÓPEZ, EL CONDECORADO
En la calle de Judíos existe todavía un
callejón que todos los limeños conocemos con el
nombre de callejón de López. Su dueño, por
los años de 1813, era un indio rechoncho, feo como una
pesadilla, mujeriego, parrandista y muy palangana y metido a
gente. En las fiestas, un tantico revolucionarias, dadas por los
vecinos de Lima al conde de Vista-florida (o Vista-torcida, como
era en realidad), y en las cuestiones o turbulencias entre el
virrey Abascal y el mariscal de campo Villalta (a quien, de paso,
consignaremos que debe su nombre la calle de Villalta),
desempeñó nuestro indio el papel de jefe de club
popular y orador de plazuela.
Don Tadeo López, que tal era su nombre, se desvivía
por hablar sin ton ni son de política, y viniese o no a
cuento, sacaba a lucir al noventa y tres y a Marat, Dantón
y Robespierre, tuteaba a Voltaire y a Juan Jacobo, hablaba del
libre examen y ponía al gobierno como trapo de cocina. Hoy
pasaría Don Tadeo por uno de los muchos eruditos de
cajetilla de cigarros que politiquean en la puerta de un
café.
Desde 1809 había entrado furiosamente en Lima la moda de
conspirar, y Abascal se veía moro para desenredar
marañas.
Así de paso, y como quien quiere y no quiere, apuntaremos
la historia de cierta conspiración a la que Abascal
cortó el vuelo valiéndose de un expediente burlesco
y despreciativo. Supo el virrey que en la celda de un padre
oratoriano o de la congregación de San Felipe Neri se
reunían todas las tardes, después de las cinco y
con el pretexto de tomar una taza de café y echar una
tanda de chaquete, varios caballeros, notables por su elevada
posición y por su vocinglería contra el gobierno.
Abascal llamó a un capitán de encapados o de
policía, el cual, armado de una linterna sorda, se
plantó desde las ocho de la noche, hora en que
principiaban a despedirse los de la tertulia, en la puerta de San
Pedro.
El primero que salió fue el padre Molero, prior de los
agustinianos. El capitán abrió la linterna, le
enderezó un rayo de luz sobre la cara, y le dijo:
-De parte de su excelencia el señor virrey, que pase su
paternidad muy buenas noches.
El reverendo no tuvo aliento ni para contestar: «Así
se las dé Dios».
Salió después un canónigo de muchas
campanillas y muy gran demagogo; el capitán repitió
lo del linternazo y lo de
-Señor canónigo, de parte del virrey, que tenga
vuesa merced muy buenas noches.
Al canónigo le entró frío de terciana y
apuró el paso.
A éste siguió el conde de San Juan de Lurigancho,
famoso propagandista de las ideas revolucionarias, y
también el de la linterna le espetó un.
-De parte de su excelencia, que tenga usía buenas noches,
señor conde.
Y el de Lurigancho se persignó como quien tropieza con el
demonio.
Y tras del conde salió otro, luego otros, hasta el
número de quince conspiradores, y todos recibieron el
cortés saludo.
Como la conciencia no estaba limpia, se dieron por notificados, y
la conspiración se ahogó en su cuna; pues los jefes
de ella se escamaron y no volvieron a la celda del padre
oratoriano.
Otro gobernante asustadizo habría echado la zarpa encima a
cuantos prójimos saliesen de San Pedro, y provocado con
ello alarma y escándalo; pero Abascal se conformó
con hacer la del gato, que maúlla y espanta a los
ratones.
Aunque López no tenía chirumen para escribir, se
decidió, contando con la péñola de algunos
colegiales, a fundar un periódico revolucionario; pero a
las primeras diligencias tropezó con el obstáculo
de que ninguna de las cuatro imprentas que la ciudad
poseía se allanaba a correr albures con el gobierno.
Otro habría desistido del propósito; pero para Don
Tadeo López, fanatizado con la política, todo
inconveniente era parvedad de materia. Los cabildantes de Lima,
que a la sazón vivían en lucha abierta con el
virrey, azuzaban a López y le ofrecían no
sólo el contingente de su influencia, sino también
escritos de las primeras plumas del país. Además,
el conde de la Vega del Ren, que era a las callandas el alma de
la oposición, se comprometía a desatar la bolsa si
llegaba el caso de que el editor necesitase acudir a ella. -El
Peruano liberal no debía morir en proyecto.
¿Qué se habría hecho de López?
Don Tadeo buscó operarios, y como Dios le dio a entender,
fundió tipos, empresa ardua y que hasta entonces
jamás se había intentado en Lima. Y en justicia,
pues tengo libritos impresos por López, debo apuntar que
para ensayo la fundición salió bastante
limpia.
Mérito y grande conquistose López por haber sido el
primero que implantara en el país la fundición de
tipos. Los amigos tocaron mucho bombo, platillo y chinesco, y el
ilustre Cabildo de esta ciudad de los reyes, haciéndoles
coro, en protección a la industria y en homenaje al
ingenio decretó una medalla de oro con brillantes, en cuyo
anverso se veía un cóndor y en el reverso esta
inscripción:
EL CABILDO DE LIMA
A
DON TADEO LÓPEZ.
PREMIO AL MÉRITO.
AÑO DE 1813.
El Peruano liberal entró al fin en prensa. El
artículo de fondo era una cantárida, como que lo
había escrito sin encomendarse a Dios ni al diablo un
muchacho fogoso, colegialito de San Carlos. Hablábase
allí algo de autonomía y pueblo soberano, y de
cadenas, y de águila caudal del pensamiento, y de Roma y
de Esparta, y del buitre de Prometeo, y mucho de repiquetear
nombres y símiles mitológicos,
«y aquello de las furias,
del león ibero y de las tres centurias»,
y todas esas frases de pirotécnica patriotera que
echándolas a granel, sin orden ni concierto, producen, no
un puchero ni una algarabía, sino un editorial del
veintiocho de julio.
La calle estaba llena de gente esperando la aparición del
periódico, Don Tadeo iba y venía con cara de pascua
y más hinchado que un pavo, dando órdenes a
cajistas, tintador y prensista y...; pero mejor es que ceda
aquí la palabra al Sr. de Mendiburu, que en el precioso
artículo que consagra a Abascal en su Diccionario
Histórico, dice: «Don Tadeo tomó el primer
ejemplar estampado en raso blanco, como la primicia de los tipos
fabricados en Lima, y seguido de pueblo con mucho alborozo y
estruendo de cohetes, se dirigió al palacio con aquel
presente, que visto por el virrey causó su justo enojo,
despidiendo con rigor y amenazas a López, que tal vez ni
había leído lo que iba impreso en el
raso».
Mohíno regresó Don Tadeo a la imprenta y se puso a
trinar contra el déspota; pero consoláronlo sus
correligionarios con la esperanza de que muy pronto se
armaría la gorda, y que, pues él acababa de ser
víctima del odio del tirano, la patria agradecida
sabría recompensarlo dándole la tajada que
él prefiriera llevarse a la boca.
El Peruano liberal no hizo huesos viejos, y López tuvo que
consagrar los tipos a la impresión de cartillas y catones,
novenas y trisagios.
Pero el Cabildo no le había dado al editor una medalla
para que la dejase criar moho y telarañas; y Don Tadeo
pensó y caviló tanto en esto, que sacó en
claro tener perfecto derecho para usarla.
Mandose hacer por el mejor sastre de Lima una casaca azul bordada
de seda, y con pantalón a la rodilla, media filipina,
zapato con virillas, espadín al cinto y sombrero de tres
candiles, echose a la plaza un día de fiesta solemne,
ostentando sobre el pecho la medalla. Creo que fue el Domingo de
Ramos y en momentos de pasar por la catedral la procesión
del borriquito, aquella en la que refieren que dijo un
prójimo:
«Asno que a mi Dios lleváis,
¿quién tan feliz como vos?
Quiero ¡oh mi Dios! que me hagáis
como este burro en que vais.....
(y cuentan que lo oyó Dios)».
López, vestido de mojiganga, fue rechiflado por los
muchachos, y para colmo de desventura, el virrey, que
acompañado de su hija doña Ramona veía desde
la baranda de la plaza desfilar la procesión, se
informó de lo que ocasionaba el alboroto y mandó
venir a su presencia al enmedallado.
-¿Quién lo ha autorizado, Sr. López -le
preguntó Abascal- para usar condecoraciones?
-¿Quién me ha autorizado? Quien puede,
excelentísimo señor: el ilustre Cabildo de Lima
-contestó López con insolente aplomo-, haciendo a
mis méritos la justicia que no ha querido hacerles
vuecencia.
Abascal no pudo contenerse, y arrancándole del pecho la
medalla y pisoteándola, le gritó:
-¡Fuera! ¡Fuera! Lárguese antes que lo mande a
la cárcel.
Y el pobrete salió de palacio alicaído y
turulato.
«Al día siguiente (dice Mendiburu) Abascal le
devolvió la medalla destruida a golpe de martillo,
enviándole por separado los diamantes. Sobre todo esto
hubo reconvenciones del virrey y explicaciones del
Cabildo».
Y López se quedó sin medalla y para acabar de
ridiculizarlo lo tomó a cargo el clérigo Larriva,
poeta festivo de aquel tiempo. Con el título de La
ridiculez andando escribió Larriva un chistoso
entremés, cuyo protagonista es el asendereado impresor, y
una muy graciosa silva, titulada El reverso de la medalla, en la
que también sale mal librado Don Tadeo. Véase un
fragmento de ésta:
«Canto tu cara torva y de vinagre,
tus cortos brazos y tu cuerpo tieso;
canto tu boca, que es boca de bagre,
tus ojos tuertos y nariz sin hueso.
Cántote vestidito
con uniforme azul de cabildante,
honor que pretendiera este maldito
por la imprenta de que otro es fabricante.
Canto el final y digno paradero
que tuvo tu medalla el mismo día
de habértela plantado; y aquí quiero
poner fin al proemio, musa mía».
Don Tadeo López vivía aún en la época
de Salaverry y había reemplazado a ño Veintemil en
el empleo de ogro titular, traganiños o cuco de la calle
de Judíos, con la diferencia de que éste no fue
cascarrabias, como Don Tadeo.