-¡Nada, mi señor tradicionista! -decíame ayer
mi amigo don Restituto, vejete con más altos y bajos que
la Constitución del 60, y con unas tijeras que así
cortan al hilo como al sesgo-, déjese usted de
filosofía palabrera y aténgase a mi regla, que es
la de que con sólo pautas torcidas se hacen renglones
derechos y que la línea curva es la más corta.
Más seguro se llega rodeando, que por el atajo. Ésa
es mi matemática social y tente perro.
-Pero, señor mío, ¿está usted
loco?
-Así hubiera muchos locos como yo y menos cuerdos como
usted, y el mundo caminaría mejor. ¿Cree usted,
señor poeta, que cuando un prójimo me insulta soy
yo de los tontos que se echan sobre él y le rompen la
jeta? ¿Cómo había yo de incurrir en esa
vulgaridad? Al que nos infiere un mal no hay sino estimularlo
para que persevere en ese camino, que a la larga él
tropezará y se lo llevará el demonio. Yo soy de la
escuela de Maquiavelo el florentino y de Pajarito el
limeño.
-Soy todo orejas, señor don Restituto. Cuénteme
usted la historia de ese Pajarito.
-Pues páseme usted los fósforos y un trabuquito.
Empiezo.
Pero como no acertaría a copiar fielmente el relato de mi
amigo, será mejor y para mí más
cómodo que tomando de él lo substancial, escriba la
cosa en mi lacónico y corriente estilo.
Pajarito era, en 1871, el físico del batallón...,
del cual era primer jefe el coronel M. G., soldado bravo como el
león de las selvas, de avinagrado carácter y que en
la vida social trascendía siempre a cuartel.
Enfermose una noche un hijo del coronel, y en el conflicto de
proporcionarse en el acto médico que lo atendiera,
creyó el padre que podía contar con los servicios
del físico de su batallón. Envió a las
volandas un soldado a casa de Pajarito; pero éste no quiso
abandonar el regalo de las sábanas, y
contestó:
-Dile al coronel que me dispense, porque un atroz romadizo me
imposibilita para salir a estas horas, y con la garita y al
condenado frío que hace, a la calle.
El arrogante coronel, al imponerse de la excusa de su subalterno,
se mordió los labios, jurando para sus adentros vengarse
más tarde de Pajarito.
Pocos meses después, el presidente de la República,
coronel Balta, en las postrimerías ya de su
administración, decidió ascender a todos los
cirujanos de tropa que comprobaran no haber recibido adelanto en
los últimos cuatro años.
Pajarito, físico de segunda clase y con ocho años
de antigüedad en el empleo, presentose con su expediente
bien aparejado; y el coronel Palta decretó que por el
ministerio se le expidiese título de cirujano de primera.
Contento como un sábado de gloria salió de palacio
el ascendido, fuese al cuartel, comunicó la noticia a los
oficiales y los convidó una cervezada.
Impúsose de la novedad el coronel, y encaminándose
al ministerio, dio tan desfavorables informes sobre la ciencia y
suficiencia de Pajarito, que el presidente de ta República
revocó su decreto. Regresó el jefe al cuartel, y
creyendo ahogarle el gozo al físico, le disparó a
quemarropa y sin andarse con repulgos este trabucazo:
-Doctorcito, vengo de palacio y le he dicho a su excelencia que
usted no sirve para el hígado ni para el bazo. Por
consiguiente, lo del ascenso se aguó por ahora, y...
¡muela usted vidrios con dos codos!
-Muchas gracias, mi coronel -contestó con flema Pajarito-.
Así lo habrá encontrado usía justo y
conveniente. ¡Paciencia!
Aquí el maravillado fue el coronel; pues creyendo darle al
físico un sofocón y un berrinche de mil diablos, se
encontró con que éste recibía la mala nueva
con una pachorra digna de Job el cachazudo
Cuando se retiró el coronel, uno de los capitanes le dijo
al Pajarito:
-¡Hombre de Dios! Usted no tiene sangre en las venas, sino
aguachirle. ¿Cómo ha podido usted quedarse tan
fresco?
-Oiga usted, mi capitán. Iba yo una tarde por la plazuela
de Santa Ana, cuando un negro, más borracho que guinda en
alcohol, me apabulló el sombrero.
-Por supuesto que usted le rompería la crisma con su
bastón.
-¡Quia! No, señor. Mi bastón era un
bejuquillo débil; yo soy un hombre enclenque, como a la
vista está, y el negro era diez veces más fuerte
que yo. Al echarla de guapo, tras el desperfecto de mi sombrero
habría salido con los huesos hechos harina. No soy tan
torpe. Lo que hice fue sonreírme, meter mano al bolsillo,
sacar una libra esterlina y alargársela al borracho,
diciéndole: «¡Qué diantre de negro tan
bufón! Toma para que a mi salud empines algunas
copas», y fui a colocarme en acecho tras la esquina. El
negro se envalentonó con esto, y calculando que si
obtenía igual provecho por cada insolencia que tuviera con
las personas decentes en breve sería dueño de un
caudal, redobló su atrevimiento y desacato con los
transeúntes, hasta que se encontró con uno de la
cáscara amarga, el cual le aplicó tanta leña
que lo hizo pedir pita, regándole los clientes por el
suelo como cuentas de rosario. Acudieron los celadores,
llevándose al negro al hospital con la cabeza rota, un
brazo desencuadernado y dos costillas hundidas. El garroteador
fue preso a la comisaría hasta que se esclareciesen las
cosas. Ya ve usted, pues, que sin más gasto que el de una
esterlina y sin riesgo de andar en reconcomios con la justicia,
me vi vengado en regla del ultraje. Pues bien: si yo ahora
hubiera levantado moño al coronel, le habría dado
en la yema del gusto, y ya estaría el pobre cirujano preso
en la prevención del cuartel, con sumario a cuestas y en
vísperas de que, por una orden general ignominiosa, le
limpiasen el comedero. No, capitán, yo sé lo que
hago. Que crezcan los humos del coronel, que en camino va de
tenerlos más que una chimenea, y ya se encontrará
con la horma de su zapato.
Meses después, el 27 de julio de 1872, Lima presenciaba un
espectáculo horrible. De una de las vigas de la torre de
la catedral, en reparación por entonces, pendía una
cuerda en cuyo extremo se balanceaba el cuerpo de uno de los
coroneles revolucionarios.
Pajarito, confundido entre la inmensa y apiñada
muchedumbre, miraba con ojos azorados al cadáver,
murmurando:
-¡Como el borracho! ¡Como el borracho!...
¡Pobre coronel!