Cura de San Juan de Lurigancho por los años de 1780 era
fray Nepomuceno Cabanillas, religioso de la orden dominica y
fanático como un musulmán. Ejercía sobre sus
feligreses una autoridad más despótica que la del
soberano de todas las Rusias, y un mandato suyo era tanto o
más acatado que una real cédula de Carlos IV.
Prohibió, bajo pena de excomunión, que en su
parroquia se bailasen el Bate-que-bate, el Don Mateo y la
Remensura; y por empeño de una su confesada, chica de
faldellín de raso y peineta de cacho con lentejuelas,
consintió en tolerar el Agua de nieve, el Gatito Miz-Miz y
el Minué.
Allí nadie dejaba de oír misa el domingo, ni de
cumplir con el precepto por la cuaresma, ni, por supuesto, hubo
títere que escapara de pagar con puntualidad diezmos y
primicias. Mucho hombre fue su paternidad. Por un quítame
allá esas pajas amenazaba al prójimo con
excomunión o con hacerlo tostar por sus
señorías los inquisidores.
Dueño de la única cantina o pulpería del
pueblo era un andaluz, el cual, vendiendo bacalao y vino
peleón, iba bonitamente rellenando la hucha. Aunque el
cura decía que era ese hombre un bote de malicias, la
verdad es que Pepete no pasaba de ser un pobre diablo, que
hablaba mucho y mal y que, sin respetos por nadie, salpicaba la
conversación con dicharachos tabernarios y tacos
más redondos que una bola.
La cantina de Pepete era el lugar de tertulia de los seis u ocho
notables del pueblo, y de vez en cuando el padre cura no
desdeñaba honrarla con su presencia, aunque las gracias
del andaluz no le caían muy en gracia. El andaluz
rasgueaba lindamente la guitarra y cantaba:
«La prima del cura
de Chuchurumbel,
por no hacer dos camas,
se acuesta con él».
Amoscado un día fray Nepomuceno por ciertas palabrillas un
si es no es irreligiosas que se le escaparon al cantinero,
levantose de la silla y dijo:
-Pepete, hombre, tú vas a tener mal fin si no sientas la
cabeza. Véndeme un cuartillo de pajuela, y que Dios te
dé luz.
El cura puso un real sobre el mostrador, mientras el andaluz
cortaba un trozo de la cuerda azufrada que los fósforos
han venido a proscribir para siempre. Pepete buscó en el
cajón de la venta moneda menuda para dar vuelta al fraile,
y no encontrándola dijo:
-Lleve no más su merced la pajuela, que otro día
pagará.
-Convenido, Pepete; y si no te pago en esta vida, será en
la otra.
-¡Alto, padre! -interrumpió el andaluz.- Venga la
pajuela, que si para allá me emplaza, hacerme trampa
quiere. Yo no fío para que me paguen en el infierno, es
decir, nunca.
-¡Hereje! ¿No crees en el infierno?
-¡Qué he de creer, padre! ¿Soy yo tozudo? Eso
del infierno es cuento de frailes borrachos para embaucar beatas,
¡qué cuerno!
Y por este tono empezó a enfrascarse la querella.
El cura se empeñó en probar por a+b que hay
infierno, purgatorio y limbo, esto es, tres cárceles
penitenciarias. El andaluz se encaprichó en no dejarse
convencer, y puso por los pies de los caballos al Padre Santo de
Roma y a todos los que en la cristiandad se visten por la cabeza
como las mujeres, con no poco escándalo de los tertulios,
que se persignaban a cada despropósito o
interjección cruda que largaba el muy zamarro.
Al fin, aburriose el padre Cabanillas y salió de la
cantina diciendo:
-Ahora verás, pícaro hereje, si hay infierno.
Y encontrando al paso al sacristán,
añadió:
-Jerónimo, hijo, sube a la torre y toca a
excomunión.
Y en efecto. Un minuto después las campanas doblaban y los
vecinos acudieron al templo, y diz que el cura, suprimiendo
fórmulas de ritual y moniciones; fulminó
excomunión en toda regla.
Pepete se vio desde ese instante en gravísimo peligro;
pues los feligreses se habían congregado en el atrio de la
parroquia y resuelto por unanimidad de votos quemarlo vivo,
disintiendo sólo sobre el sitio donde debían
encender la hoguera. Unos opinaban que en la plaza y otros que en
las afueras del pueblo, y tanto se acaloraron en la
discusión, que casi se arma una de cachete y
garrotazo.
El cantinero sintió frío de terciana ante el amago
de justicia popular, y queriendo evitar que después de
quemado saliese algún cristiano con el despapucho de que
aquella barbaridad había sido lección tremenda,
pero justa, ensilló el caballejo y a todo correr se vino a
Lima.
Solicitó una entrevista con el arzobispo, le contó
la cuita en que se hallaba, y le pidió humildemente que
arbitrara forma de salvarlo. Su ilustrísima tomó
las informaciones del caso, y pasados algunos días,
despachó a Pepete, acompañado del clérigo
secretario, con carta para fray Nepomuceno, en la cual se lo
ordenaba alzar la excomunión, previa penitencia que el
andaluz se allanaba a hacer.
Tuvo, pues, Pepete no sólo que confesarse y recibir en la
espalda desnuda tres ramalazos con una vara de membrillo, sino
que (¡y esta es la gorda!) para que viviese en gracia de
Dios, se le forzó a contraer matrimonio con una hembra de
peor carácter que un tabardillo entripado, con la cual
hacía meses mantenía no sé qué
brujuleos pecaminosos. Ítem (y el ítem es cola de
pavo real) la novia le traía una suegra más feroz
que tigre cebado.
Desde entonces, Pepete se dio un par de puntadas en la boca y no
volvió a meterse en filosofías. A lo sumo, cuando
su mujer lo armaba un tiberio y la suegra lo arañaba, se
conformaba con murmurar:
-¡Vaya si tuvo razón el padre cura! Ahora sí
que creo en el infierno; porque con suegra y mujer, lo tengo
metido en casa.