Un faldellín he de hacerme
de bayeta de temblor,
con un letrero que diga:
¡misericordia, Señor!
(Copla popular en 1746)
En el convento de la Merced existe un cuadro representando un
hombre a caballo (que no es San Pedro Nolasco, sino un criollo
del Perú), dentro de la iglesia y rodeado de la comunidad.
Como esto no pudo pintarse a humo de pajas, sino para conmemorar
algún suceso, dime a averiguarlo, y he aquí la
tradición que sobre el particular me ha referido un
religioso.
I
Don Juan de Andueza era todo lo que hay que ser de tarambana y
mozo tigre. Para esto de chamuscar casadas y encender doncellas
no tenía coteja.
Gran devoto de San Rorro, patrón de holgazanes y
borrachos, vivía, como dicen los franceses, au jour le
jour, y tanto se le daba de lo de arriba como de lo de abajo.
Mientras encontrara sobre la tierra mozas, vino, naipes,
pendencias y francachelas, no había que esperar reforma en
su conducta.
Para gallo sin traba, todo terreno es cancha.
El 28 de octubre de 1746 hallábase en una taberna del
Callao, reunido con otros como él y media docena de
hembras de la cuerda, gente toda de no inspirar codicia ni al
demonio. El copeo era en regla, y al son de una guitarra con
romadizo, una de las mozuelas bailaba con su respectivo
galán una desenfrenada sajuriana o cueca, como hoy
decimos, haciendo contorsiones de cintura, que envidiaría
una culebra, para levantar del suelo con la boca y sin auxilio de
las manos un cacharro de aguardiente. A la vez y llevando el
compás con palmadas cantaban los circunstantes:
«Levantámelo, María;
levantámelo, José;
si tú no me lo levantas
yo me lo levantaré.
¡Que se quema el sango!
¡No se quemará,
pues vendrán las olas
y lo apagarán!».
Aquella bacanal no podía ser más inmunda, ni la
bailarina más asquerosamente lúbrica en sus
movimientos. Eso era para escandalizar hasta un budinga. Con
decir que la jarana era de las llamadas de cascabel gordo ahorro
gasto de tinta.
La zamacueca o mozamala es un bailecito de mi tierra y que,
nacido en Lima, no ha podido aclimatarse en otros pueblos. Para
bailarlo bien es indispensable una limeña con mucha sal y
mucho rejo. Según la pareja que lo baila, puede tocar en
los extremos: fantásticamente espiritual o
desvergonzadamente sensual: habla al alma o a los sentidos. Todo
depende de la almea.
Refieren que un arzobispo vio de una manera casual bailar la
mozamala, y volviéndose al familiar que lo
acompañaba, preguntó:
-¿Cómo se llama este bailecito?
-La zamacueca, ilustrísimo señor.
-Mal puesto nombre. Esto debe llamarse la resurrección de
la carne.
II
Acababan de picar a bordo del navío de guerra San
Fermín (construido en 1731 en el astillero de Guayaquil,
con gasto do ochenta mil pesos) las diez y media de la noche,
cuando un ruido espantoso, acompañado de un atroz
sacudimiento de tierra, vino a interrumpir a los jaranistas.
Pasado éste, y sin cuidarse de averiguar lo ocurrido en la
población, volvió aquella gentuza a meterse en el
chiribitil y a continuar el fandango.
Un cuarto de hora después Juan de Andueza, que habla
dejado su caballo a la puerta del lupanar, salió para
sacar cigarros de la bolsa del pellón, y de una manera
inconsciente dirigió la mirada hacia el mar. El
espectáculo que éste ofrecía era tan
aterrador, que Andueza se puso de un brinco sobre la silla, y
aplicando espuela al caballo, partió al escape, no sin
gritar a sus compañeros de orgía:
-¡Agarrarse, muchachos, que el mar se sale y apaga el
sango!
En efecto, el mar, como un gladiador que reconcentra sus fuerzas
para lanzarse con mayor brío sobre su adversario, se
había retirado dos millas de la playa, y una ola
gigantesca y espumosa avanzaba sobre la población.
De los siete mil habitantes del Callao, según las
relaciones del marqués de Obando, del jesuita Lozano y del
ilustrado Llanos Zapata, no alcanzó al número de
doscientos el de los que salvaron de perecer arrastrados por las
olas.
El terremoto, habido a las diez y media de la noche,
ocasionó en Lima no menores estragos; pues de setenta mil
habitantes quedaron cuatro mil sepultados entre las ruinas de los
edificios. «En tres minutos -dice uno de los escritores
citados- quedó en escombros la obra de doscientos once
años, contados desde la fundación de la
ciudad».
Aunque los templos no ofrecían seguro asilo, y algunos,
como al de San Sebastián, estaban en el suelo,
abriéronse las puertas de las principales iglesias, cuyas
comunidades elevaban preces al Altísimo, en unión
del aterrorizado pueblo, que buscaba refugio en la casa del
Señor.
Entretanto, ignorábase en Lima el atroz cataclismo del
Callao, cuando después de las once, un jinete, penetrando
a escape por un lienzo derrumbado de la muralla, cruzó el
Rastro de San Jacinto y la calle de San Juan de Dios, y viendo
abierta la iglesia de la Merced, lanzose en ella y llegó a
caballo hasta cerca del altar mayor, con no poco espanto del
afligido pueblo y de los mercenarios, que no atinaban a hallar
disculpa para semejante profanación.
Detenido por los fieles el fogoso animal, dejose caer el
alebronado jinete, y poniéndose de rodillas delante del
comendador, gritó:
-¡Confesión! ¡Confesión! ¡El mar
se sale!
Tan tremenda noticia se esparció por Lima con velocidad
eléctrica, y la gente echó a correr en
dirección al San Cristóbal y demás cerros
vecinos.
No hay pluma capaz de describir escena de desolación tan
infinita.
El virrey Manso de Velazco estuvo a la altura de la aflictiva
situación, y el monarca le hizo justicia
premiándolo con el título de conde de
Superunda.
III
Juan de Andueza, el libertino, cambió por completo de vida
y vistió el hábito de lego de la Merced, en cuyo
convento murió en olor de santidad.