En 1620, poco más o menos, apareciose como caído de
las nubes en los pueblos del corregimiento del Cuzco y
acompañado de dos hermanos legos un monje cuya orden y
nombre nos ha sido imposible averiguar; pues razones para no
revelarlos alega el autor del infolio en pergamino que autoriza
la autenticidad de este relato.
Era el fraile de gallarda y simpática figura, atildado en
el traje y de conversación salpicada de chistes oportunos
y chascarrillos decorosos. Decía haber sido presentado por
su majestad a la corte de Roma para el obispado de Caracas,
vacante a la sazón por muerte no sé si del dominico
fray Juan Bohorques o del franciscano fray Gonzalo de
Angulo.
Mostraba a los curiosos no sé qué documentos y
traslados, que no dejaban ni pizca de duda de que las bulas
venían navegando para América; pero él
retardaba consagrarse y hacerse cargo del gobierno de su
diócesis por asistirle urgencia de ir a Potosí para
recibir un legado de un su tío materno, rico minero a
quien Dios acababa de recogerse.
Antes de que él llegase a la ciudad de los incas, la fama
se había encargado de contar maravillas acerca de las
virtudes e ilustración del viajero prelado, quien por su
parte no descuidó ayudar la vocinglería de
aquélla, escribiendo cartas a los provinciales de los
conventos del Cuzco, canónigos y vecinos notables.
En todos los pueblos del tránsito fue el caracterizado
personaje espléndidamente agasajado, y los hombres
pudientes no escasearon obsequios de alhajas y de dinero, a
trueque de las futuras episcopales bendiciones.
El recibimiento que le hizo el vecindario cuzqueño fue
solemne. Hubo tres días de continua fiesta y mantel largo.
Todos se disputaban la honra de hospedar a su ilustrísima,
quien decidió acordar tal distinción al prior de
los agustinos fray Lucas de Mendoza, fraile paraguayo, notable
por su ciencia y virtud a la par que por la fealdad de su
estampa, y a quien llamaban el Excomulgado porque en una
época había incurrido en censura canónica,
por la oposición que hizo a la patente sobre alternativa
en la elección de cargos.
El padre Mendoza era lo que se entiende por un fraile rumboso;
así es que, para el presunto obispo de Caracas y sus dos
familiares, alistó las mejores celdas del convento,
engalanolas con cortinas de seda, aguamanil y otros utensilios de
plata, sillones de cuero de Córdoba con tachuelas de
esmalte, mesas de aromática madera, de la montaña y
cama de nogal con mullidos colchones de plumas. Su paternidad
hacía las cosas a lo grande, presentando al huésped
todo lo que en materia de lujo ofrecían el país y
la época.....
Así pasó su ilustrísima dos meses, rodeado
de visitas y atenciones y colmado de regalos valiosos.
A los pocos días de su llegada celebraban los agustinos la
fiesta de su patriarca; y el señor obispo, como para
corresponder a las finezas de los frailes, les ofreció
encargarse del sermón.
Los agustinos brincaron de gozo, y en breves minutos
circuló tan fausta noticia por la ciudad, y aun
alcanzó a llegar a las poblaciones inmediatas, de donde
muchos emprendieron viaje al Cuzco para tener la dicha de
escuchar al egregio predicador.
Dice el autor de Los dos cuchillos, hablando de la
celebración de esta fiesta: «Aderezose el
púlpito con gran aparato, salió el predicador y
usó, como si fuera ya obispo consagrado, del privilegio de
predicar en silla y con almohada y se desnudó las manos de
unos guantes muy olorosos».
El sermón nada dejó que desear. El orador fue muy
aplaudido, porque en realidad era hombre hábil y de
instrucción en materias eclesiásticas.
Después de triunfo tal, inútil es añadir que
los regalos siguieron en aumento, y cuando ya consideró su
ilustrísima que las ovejas tenían poco que
esquilmar, se despidió para Potosí.
En la imperial villa produjo el mismo entusiasmo que en el Cuzco,
y como aquellos eran aún los buenos tiempos para el
mineral, la cosecha fue opima. Bástenos saber que, al
abandonar Potosí, ocupó ocho mulas tucumanas en la
carga de su equipaje.
El ilustrísimo tendría probablemente noticia de que
el pueblo arequipeño es muy generoso, cuando se trata del
óbolo de San Pedro o de aliviar la evangélica
pobreza de los ministros del altar, y en consecuencia
enderezó camino hacia la que por entonces ya empezaba a
llamarse ciudad del Misti.
Cuando los españoles vinieron al Perú, no
tenía nombre el volcán a cuya falda se fundó
Arequipa. Si hemos de atenernos a lo que en su testamento dice el
conquistador Mancio Sierra de Leguízamo, los peruanos
abundaban en virtudes, y fueron sus dominadores europeos los que
trajeron la semilla del vicio, semilla que no tardó en
fructificar. Los mestizos, casi siempre fruto del connubio de una
india con un español, fueron generalmente odiados por los
naturales del país; y a su turno los mestizos, cuando
alcanzaban algún mando o un cacho de influencia en la cosa
pública, eran para con los pobres indios más
soberbios y crueles que los españoles mismos, que
habían necesitado que Roma declarase por breve del Papa
Paulo III, expedido el 10 de junio de 1537, que los indios
americanos no eran bestias de carga, sino seres racionales y
capaces de sacramentos.
De esta odiosidad de razas vino sin duda el decir:
«Mestizo educado,
diablo encarnado».
Basta leer, entre otros cronistas que citar pudiera, la obra del
jesuita Acosta y el interesante libro de Don Ventura Trabada sobre
Arequipa, para convencerse de que fue más de medio siglo
después de la conquista cuando los arequipeños
bautizaron su volcán con el nombre de Misti (el Mestizo),
significando así que esperaban de él alguna mala
partida. «No la vean mis choznos,» dicen las
viejas.
Y basta, que para digresión ya es mucho. Sigamos con el
obispo.
Pocas jornadas faltábanle para llegar a Arequipa, cuando
recibió su ilustrísima carta de uno de sus amigos o
cómplices, en que se le daba aviso de haber llegado a Lima
una real orden encargando al virrey que remitiese a
España, bajo partida de registro, al hombre que llevaba ya
más de un año de andar en el Perú embaucando
bobos y haciendo buen agosto; pues ni era tal obispo de Caracas,
ni fraile, ni monigote.
Nuestro aventurero, que durante la travesía había
logrado reducir a monedas la mitad de los regalos que sacara de
Potosí, comisionó en el acto a sus criados pan que
llevasen epístolas a los curatos vecinos; y desembarazado
así de testigos importunos, él y sus dos familiares
se hicieron humo, poniendo (dice el ilustre Villarroel) tan en
salvo su persona y su dinero, que hasta hoy (1656) no se ha
vuelto a saber de él.