A principios de 1824, y como acto que implicaba el reconocimiento
de la autonomía peruana, acreditó el gabinete de
San James a mister Tomás Rowcroft con el carácter
de cónsul de Inglaterra en Lima.
Cuando llegó al Perú el agente británico,
encontró la capital y el Callao en poder de los realistas
por consecuencia de la revolución de Moyano.
Lima, la festiva ciudad de Pizarro, presentaba el sombrío
aspecto de un cementerio, y la hierba crecía en las calles
por falta de transeúntes. El brigadier español don
Mateo Ramírez traía, con la ferocidad de sus actos,
aterrorizados a los vecinos.
«Asomado a un balcón del convento de la Merced -dice
un notable historiador contemporáneo-, se divertía
en hacer subir a los pocos jóvenes elegantes que
atravesaban la plazuela y les hacía rapar la cabeza,
pretextando que llevaban el cabello a la republicana. El
señor Besanilla, anciano respetable, fue puesto en cruz
frente a la puerta de la Merced, por haber dicho que de un
día a otro llegaría Bolívar con fuerzas
patriotas. Un farol colocado sobre la cabeza del martirizado
caballero permitía leer el siguiente cartel:
«Aquí estará colgado Besanilla, hasta que
venga la insurgente gavilla».
Aun las mujeres eran víctimas del despótico
brigadier, que hacía encerrar por algunas horas en los
calabozos del cuartel a las limeñas que lucían
aretes de coral o rizos en el peinado, adornos que el Robespierre
del Perú, como se le llamaba, calificó de
revolucionarios.
Prohibió que las tapadas usaran saya celeste u otras
prendas de ese color que estuvo a la moda en la época de
San Martín, y condenó al servicio de los hospitales
a varias muchachas del genio alegre, por el crimen de haber
cantado esta copla muy popular a la sazón:
«A Don Simón Bolívar
por Dios le pido,
que de sus oficiales
me dé marido».
El brigadier Don Ramón Rodil manteníase en el
Callao al mando de tres mil soldados, y gozaba de gran prestigio
y popularidad en el vecindario, unánimemente realista, de
esa plaza. El castellano del Real Felipe no había
aún recurrido a las medidas de rigor extremo que
más tarde le conquistaron siniestro renombre.
Tal era la situación a la llegada del cónsul
inglés.
Mister Rowcroft frisaba en los cincuenta años, y era el
perfecto tipo del gentleman. Acompañábalo su hija,
miss Ellen, una de esas willis vaporosas y de ideal belleza, que
tanto cautivan al viajero en un palco de Covent-garden o en las
avenidas de Regent's Park.
Bolívar se encontraba en el Norte, y allí le
envió sus credenciales el agente británico, a las
que el Libertador puso inmediatamente el exequatur.
El 5 de diciembre los realistas de Lima emprendieron la retirada
al Callao. Sabíase con fijeza que el 7 debía entrar
Bolívar en la capital.
A las diez de la mañana del 6 mister Rowcroft,
acompañado de su hija, se dirigió en su coche al
Callao, donde ya lo esperaba una embarcación de la fragata
inglesa Cambridge. Hasta las cuatro de la tarde permaneció
a bordo el cónsul en conferencia con el comandante de la
nave.
A Rodil no podía dejar de ocurrírsele que aquella
entrevista en vísperas de llegar Bolívar era
motivada por razones de política adversas a la causa del
rey, y se paseaba impaciente en el corredor del resguardo.
Al desembarcar el cónsul se le acercó el brigadier,
dio galantemente el brazo a miss Ellen y la
acompañó hasta el estribo del coche.
-Señor general -preguntó en mal español
mister Rowcroft-, ¿no haber peligro en el camino?
-Ninguno, señor cónsul -contestó Rodil-, sin
embargo, aquí tengo listo un pase firmado por mí
para las avanzadas del rey.
-¡Very well! (muchas gracias) -repuso el cónsul,
guardándose el papel en el bolsillo.
-Si hay peligro para usted -continuó Rodil- será
por parte de la montonera insurgente.
-¡Oh, no! Patriotas conocer mí mucho... Montoneras
my friends... estar amigos.
Sonriose Rodil, se estrecharon la mano, sentose el cónsul
al lado de su hija, y el carruaje se puso en marcha.
La última avanzada de los españoles estaba en
Bellavista, protegida por los cañones del castillo. El
oficial que la mandaba aproximose a la portañuela del
coche, se impuso del salvoconducto, y dijo:
-Hasta aquí, señor cónsul, se ha entendido
usía con nosotros y no le ha ido mal. En el resto del
camino entiéndase con los insurgentes. ¡Buen
viaje!
Miss Ellen, a pesar de no entender el español,
creyó encontrar algo de siniestra burla o de encubierta
amenaza en el acento del oficial: tuvo lo que se llama una
corazonada, una de esas intuiciones misteriosas, de que Dios fue
pródigo para con la mujer, y dijo en inglés a su
padre:
-Tengo miedo, regresemos al Callao.
-¡Niña, niña! -murmuró el
cónsul con tono cariñoso y de paternal reproche-.
Tengo deberes que cumplir en Lima... Media hora más y
habremos llegado.
Y dirigiéndose al auriga, añadió:
-¡Go head!
Cuatro minutos después, al pasar por el Carrizal de
Baquíjano, una lluvia de balas cayó sobre el
carruaje.
El cochero torció bridas, y a escape tomó el camino
del Callao.
La débil joven iba desmayada, y mister Rowcroft,
atravesado el vientre por una bala, se retorcía en
angustiosas convulsiones.
Rodil, que continuaba su paseo en el corredor del arsenal, se
manifestó muy solícito para asistir al herido, que
murió doce horas después, auxiliado por el cirujano
de la Cambridge.
El día 11, y después de embalsamado el cuerpo,
desembarcaron cien marineros de la fragata, la oficialidad
inglesa y la de la corbeta francesa Diligente. Embarcose el
fúnebre cortejo en quince lanchas, disparose de minuto en
minuto un cañonazo, y el cadáver fue sepultado en
la isla de San Lorenzo... ¿A quién culpar de este
crimen?
Don Gaspar Rico y Angulo, periodista español, redactor de
El Depositario, literato sin literatura, gran aficionado al
chiste grosero, hombre de carácter atrabiliario y
confidente de Rodil, pretendió en su infame papelucho
echar la responsabilidad sobre los guerrilleros patriotas. Mas,
por la descripción que hizo del entierro, hay derecho para
juzgar que entre los realistas del Callao se tributaron aplausos
al crimen. Y para que no se diga que opinamos a la birlonga o sin
fundamento, copiaremos un artículo que, firmado por Rico y
Angulo, apareció en El Depositario del Callao
correspondiente al 17 de diciembre, víspera del día
en que llegó a Lima la gran noticia de la victoria de
Ayacucho:
ESPECTÁCULOS PÚBLICOS.- El día 11 se
presentó uno muy pomposo a la vista de este pueblo en el
entierro de Don Tomás Rowcroft sin tripas. Parte de ellas
se las achicharraron a balazos los montoneros de la Patria gran
p...erra, y el residuo de las que formaban el bandullo se lo
extrajeron para embalsamarlo. Cuando emprendieron esta
operación, muy rara en estos países, dijeron los
dolientes que la practicaban para poder llevar a Londres
reliquias del difunto; pero hubo de ocurrir algún
embarazo, y las llevaron a la vecina y desierta isla de San
Lorenzo, donde descansan en paz, si no les hacen guerra las aves
de rapiña que tienen y no tienen alas. Unas gentes
decían que el féretro pesaba mucho porque iba lleno
de onzas de oro, y otras propalaban que el difunto olía a
azufre porque se lo llevaron los diablos. Si todo eso se dice y
se oye en un pueblo civilizado y en el siglo de las luces,
¿qué habrían dicho en un siglo de barbarie?
Nuestros beatos, beatas y algún fraile de los espectadores
repararon en un clérigo, que no hay demonio que les
persuada ser eclesiástico de la comunión
católica, porque no le vieron capa pluvial, casulla,
sobrepelliz, estola, ni vieron adjunto sacristán, cruz,
acetre, hisopo ni agua bendita. Y no digo lo que dijeron de este
ministro consolador de los luteranos, porque no es bueno
descubrir todos los disparates que se pronuncian.
Para muestra basta un botón. Así y con mayor
crudeza de palabras, pues el escritor tenía a gala ser
erudito en el vocabulario obsceno, están escritos todos
los números de El Depositario. Afortunadamente, Rico y
Angulo no ha fundado escuela en el periodismo peruano. Fue un
borroneador de papel que no valía media oblea partida por
la mitad.
Cuando, formalizado el sitio de los castillos, empezaron las
enfermedades y la escasez de víveres a hacer estragos
entre los realistas, murió víctima del escorbuto el
ramplón periodista que hallara en un entierro motivo para
burla.
Ocupándonos, para concluir, de la acusación que
Rico y Angulo lanzó contra los guerrilleros de la patria,
basta para desvanecerla el considerar que los patriotas no
tenían por qué sacrificar a quien notoriamente les
era adicto, y que en ese día regresaba del Callao
después de conferenciar con el comandante de la Cambridge
en servicio de la causa americana. Fueron, pues, los realistas
los que, a pocas cuadras de distancia de su línea de
operaciones, prepararon la emboscada de que fue víctima el
primer cónsul británico en el Perú.