En hora feliz ocurriole a Cervantes dar comienzo a su inmortal
libro con aquello de cuyo nombre no quiero acordarme, porque la
tal frase me viene como mandada hacer de encargo para no decir
con todas sus letras quién fue el conde de mi
tradición. Así libro acaso mis costillas, no de
amago, sino de paliza efectiva con que pudiera agasajarme
algún quisquilloso y linajudo descendiente de su
señoría. Recuerdo aún que cuando
publiqué la Emplazada, hubo faramalla pariente de esa
dama, que lo fue de mucho cascabel y mucho escándalo, que
me puso como chupa de dómine, diciendo del humilde
tradicionista lo que no dijeran dueñas. A gato escaldado,
una vez no más le atrapan.
Y para preámbulo basta, antes que me diga el lector:
«mala noche y parir hija».
Vamos a la tradición.
I
A mediados del pasado siglo vivía en el Cuzco un
acaudalado vástago de conquistadores, quien junto con
valiosas propiedades rústicas y urbanas heredó el
título de conde. Por irreligioso y avaro era su
señoría mal querido del pueblo.
En una de sus haciendas, y con escaso salario, tenía por
administrador a un honradísimo asturiano, infatigable para
el trabajo e incapaz de ensuciar su conciencia sisando una
peseta. Era el tal lo que se llama un alma sin hiel, y
sabía captarse el cariño de cuantos lo
trataban.
El administrador no tenía más pasión que
criar gallinas y palomas, para cuya manutención tomaba
todas las mañanas de los bien provistos graneros de la
casa una ración de maíz y otra de trigo. Todo ello
importaba casi medio real diario.
Cinco años llevaba de ejercicio en su empleo sin haber
dado el menor motivo de queja al conde, cuando enfermose el buen
mayordomo, vino el físico o matasanos, le examinó
la lengua, y haciendo un mohín declaró que no
había sujeto, o lo que es lo mismo, que el doliente se
marchaba por la posta. Nuestro español pensó
entonces en presentarse ante Dios con el pasaporte en regla, y
para que lo refrendase como manda la Iglesia, hizo venir a un
franciscano que gozaba fama de santidad. En la confesión
asaltolo el escrúpulo de que durante cinco años
había estado disponiendo, sin la voluntad del
patrón, de una cantidad de trigo y maíz cuyo
importe valorizaba en medio real diario.
Al lado de la enormidad de su delito, los robos de Dimas y
Gestas, crucificados por ladrones, no pasaban de travesuras
propias de los angelitos que Herodes condenó a la
degollina. En vano se esforzó el sacerdote en persuadirlo
que lo que tanto le escarabajeaba la conciencia apenas si
podría entrar en la categoría de pecadillo venial.
Nuestro hombre era asturiano, o lo que es igual, duro de cabeza,
y para morir tranquilo exigió del confesor promesa de
verse con el conde y alcanzar de él amplio perdón.
Ofrecióselo así el franciscano, y entonces el
mayordomo cerró el ojo, y liviano de culpas y
remordimientos echose a dormir el sueño eterno en paz y a
salvo con la conciencia.
Pocos días después fue el fraile a casa del
potentado y hablole de la humilde pretensión que le
encomendara el difunto. Su señoría se puso
más furioso que berrendo con banderillas, y
exclamó:
-¡Caracoles! ¿Conque esas teníamos? ¡Y
luego fíese usted de mayordomos, y el que parece
más honrado es un pícaro capaz de sacarle a uno los
ojos! Con razón dicen que administrador que administra y
enfermo que se enjuaga, algo traga. ¿Conque ese tagarote
me robaba medio real al día? ¡Y cinco años
duró la ganga! Métale pluma, padre, métale
pluma..... Las cuentas claras y el chocolate espeso.....
¡Cien duros mal contados, que aunque no son cabeza de
gente, ya se hará cargo su paternidad que en los tiempos
que vivimos, a cualquiera le hacen falta para el puchero!
¡Ah ladrón! ¡No te perdono! ¡Y luego se
ha muerto por no pagarme, y para mayor burla manda a su
reverencia a que me lo cuente! ¡Vamos, decididamente no lo
perdono!
El digno sacerdote agotó toda su mansedumbre y elocuencia
para inclinar el ánimo del conde a más cristianos
sentimientos. Su señoría se exaltaba cada vez
más, y juraba y rejuraba que no perdonaría nunca al
que tuvo la desvergüenza de morirse sin pagarle siquiera los
cien duros, pues le hacía gracia de los intereses, lo que
en su merced no era poca generosidad.
Despidiose el franciscano espantado ante avaricia tamaña,
y echose de casa en casa a pedir limosna. La caridad de los
cuzqueños no desoyó la súplica del santo
religioso, y al día siguiente presentose éste en
casa del conde y le entregó los cien duros. Los ojillos
del avaro relampaguearon, y guardando las monedas en su gaveta,
después de haberse convencido de que ellas eran de buena
ley, dijo:
-¡Vaya! Del mal el menos. Ese pícaro ha vuelto por
su honor. Puede su paternidad mandarle mi perdón por el
correo o con el primer pasajero que despache para la otra
vida.
II
Un año después no había sitio ni para una
paja en la iglesia de Santo Domingo del Cuzco, tanta era la gente
congregada allí una mañana. No sólo el
pueblo, atraído por la curiosidad, sino lo más
granado del vecindario concurría a los funerales del
nobilísimo conde.
Las paredes del templo estaban cubiertas por cortinas de
terciopelo negro con franjas y lagrimillas de plata. En medio de
la nave y rodeado de cirios estaba el ataúd donde
yacía el magnate, amortajado con el hábito de los
caballeros de Santiago, calzada espuela de oro y guantelete de
hierro.
Multitud de plañideras esperaban en el atrio la salida del
cortejo fúnebre para gimotear, accidentarse y lucir las
demás habilidades de su oficio. Habían sido bien
pagadas para esto y querían ganar en conciencia la
pitanza.
Pero en el momento en que los sacerdotes despedían el
cadáver y el oficiante hacía uso de la caldereta y
del hisopo, rociando al difunto con agua bendita, estalló
gran tumulto y la gente empezó a correr en todas
direcciones.
El ataúd quedó abandonado.
Un perro rabioso había entrado en el templo, y
lanzándose sobre el cadáver lo destrozó
horriblemente.
El pueblo vio en este suceso una manifestación de la
justicia divina, que castigaba así al que sobre la tierra
no supo perdonar.
Desde entonces hay en el Cuzco una casa a la que llaman la casa
del conde condenado.