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Las clarisas de Trujillo

I

A fines del siglo XVI existía en Trujillo un matrimonio en que los cónyuges, aunque nacidos en Francia, eran tan considerados como si hubiesen venido del riñón de España. Llamábase el marido Juan Corne, y ejercía los oficios de herrero y fundidor. El pueblo lo nombraba Juan Cornerino.

Cuentan del tal muchos cronistas que siempre que fundía una campana para la catedral o para los conventos de la Merced, San Francisco, Santo Domingo, San Agustín, beletmitas, clarisas o carmelitas de Trujillo, llevaba a su hijo Carlos Marcelo a la boca del horno y le decía:

«Estudia, estudia, Carlete,
que, pues obispo has de ser,
mis campanas te han de hacer
sonsonete y repiquete».

Yo no sé si el buen francés lo diría en verso, como lo cuenta el pueblo; pero sí me consta que, andando los años, vino el de 1622, y las campanas de Trujillo badajearon estrepitosamente, celebrando la entrada en la ciudad del obispo que venía a suceder en la diócesis al dominico fray Francisco de Cabrera, muerto en 1619.

El nuevo obispo, volviéndose a los cabildantes y canónigos que lo acompañaban, dijo, aludiendo a la campana de la catedral:

-Esa que repica más alegremente me conoce desde chiquito, como que la fundió mi padre. Gracias, hermana.

Es mentira aquello de que nadie es profeta en su tierra; pues Don Carlos Marcelo Corne, no sólo fue obispo en Trujillo, lugar de su nacimiento, sino que tuvo la gloria de ser el primer peruano a quien se acordara por el rey tal distinción en su patria.

No me propongo borronear una biografía del obispo fundador del Colegio Seminario de Trujillo; pues mucho hay escrito sobre la ciencia y virtudes del prelado por quien dijo el limeño padre Alesio en su poema de Santo Tomás, impreso en 1645:

«Ilustre con suerte propia
cual astro en noche serena,
hice Corne, cornucopia
de frutos de estudio llena».

Dejando, pues, a un lado todo lo que podríamos referir sobre la vida del Sr. Corne, entraremos de lleno en la tradición.

Cierta noche, en el mes de abril de 1627, tomaba el Sr. Corne su colación de soconusco, en compañía del provisor Don Antonio Téllez de Cabrera, cuando entró de visita el corregidor Don Juan de Losada y Quiñones, quien, después de un rato de conversación, dijo:

-Escandalizado estoy, ilustrísimo señor, con las cosas que, según me han contado, pasan en el monasterio de Santa Clara. Dicen que allí todo es desbarajuste; pues si las doscientas seglares que hay en el claustro dan que murmurar al mismo diablo, las monjitas no se quedan rezagadas.

-¿Qué hacer, señor corregidor?-contestó el obispo-. Como vuesa merced sabe, las clarisas no están bajo mi jurisdicción, que ésta alcanza sólo a la iglesia y no pone pie de la portería para adentro. Algo he platicado ya sobre el particular con el padre Otárola, provincial de San Francisco; pero él me dice siempre que sus monjitas son unas santas y que no haga caso de chismes.

-¿Chismes?-arguyó picado el corregidor-. Su señoría ilustrísima es el pastor; y como tal, responsable ante Dios y el rey de la sanidad del ganado católico. El pastor tiene derecho para entrar en el redil e inspeccionar las ovejas.

-Algo hay de cierto en eso, Sr. Don Juan; pero.....

-¡Nada, ilustrísimo señor! Mañana vengo por su señoría y de rondón caemos en el monasterio; que, pillándolas de sorpresa, no tendrán tiempo para tapujos, y sabremos si es verdad que en los claustros hay más lujo y disipación que en el siglo. Yo informaré de lo que resulte a S. M. y su señoría al Padre Santo. Conque lo dicho, ilustrísimo señor, y hasta mañana, que se hace tarde y están esas calles más obscuras que cavernas.

Al siguiente día, obispo, provisor y corregidor llegaron al monasterio y pidieron entrada a la portera. Ésta dio aviso a la abadesa, la cual mandó preguntar a su ilustrísima si traía licencia por escrito del provincial de San Francisco, única autoridad en quien reconocía derecho de penetrar en los claustros de Santa Clara.

La descortés conducta de la abadesa y sus agridulces palabras mortificaron al obispo, quien, revistiéndose de energía, dijo a la portera:

-Hermana, bajo de santa obediencia la intimo que abra esa puerta. La portera, que no era de las muy leídas y escribidas, se atortoló ante la actitud del diocesano y descorrió el cerrojo.

Cuando las monjas advirtieron que el enemigo estaba dentro de la fortaleza, corrieron a esconderse dentro de las celdas; acción que, haldas en cinta, imitaron las seglares.

Fastidiados los visitantes de estar mirando paredes sin encontrar persona con quien entenderse, pues la atribulada portera no atinaba a responder en concierto, decidieron retirarse para excogitar extra-claustro el medio de no dejar impune el desacato a las autoridades civil y eclesiástica.

La noticia de la rebelión de las monjitas contra su obispo voló en el acto de boca en boca, y la mitad del vecindario tomó partido por ellas, acusando de arbitrarios al diocesano y al corregidor; pues alma viviente, calzas o enaguas, no podía quebrantar la clausura sin consentimiento del provincial de San Francisco.

Pocos días después los hijos de Asís, constituídos en tribunal, del que formó también parte fray Juan de Zárate, prior de los dominicos, mandaron fijar en la puerta de sus iglesias un cartel o auto de entredicho, declarando excomulgados al obispo provisor, así como a Don Juan de Losada el corregidor.

Aquellos eran los tiempos en que las excomuniones y censuras andaban bobas, pues todo títere de sayal o sotana se creía autorizado para formularlas.

Verdad es que los trujillanos no dieron importancia al cartel, pues continuaron acatando los mandatos del corregidor y disputándose las bendiciones episcopales.

Esto prueba que tanto se había abusado de las excomuniones, que éstas empezaban a perder su prestigio y a nadie inquietaban.

El Sr. Corne pudo pagar a sus enemigos en la misma moneda, excomulgándolos a su vez; pero su ilustrísima era hombre de talento y, más que todo, varón de ciencia y experiencia.

Impuesta del escándalo la Real Audiencia, reprendió severamente a los frailes por el insolente abuso de lanzar excomunión a un alto dignatario de la Iglesia, pero negó al obispo el derecho de visita en claustros no sujetos al Ordinario.

Como se ve, el Real Acuerdo declaró tablas la partida, lo que amargó tanto a su ilustrísima, que en 1629 y a la edad de sesenta y cinco años pasó a mejor vida.

En el siguiente siglo las mismas clarisas, que tan a pechos tornaron la defensa de los privilegios del provincial franciscano, se encargaron de justificar al Sr. Corne.

Pero esto merece capítulo aparte.

II

El 9 de diciembre de 1786 era el día señalado para que las clarisas de Trujillo procediesen a la elección de superiora. Fray Antonio Muchotrigo, provincial de San Francisco, empleaba toda su influencia para que la madre Casanova ganase capítulo; pero el empeño del reverendo no encontraba eco en la comunidad.

La madre Casanova era aún joven, pues acababa de cumplir treinta años, y escasamente tenía siete años de profesa. Las conventuales viejas mal podían resignarse a ser gobernadas por una muchacha.

Convencido el provincial de que en el escrutinio sería derrotada su protegida, mandó suspender el capítulo y nombró presidenta o abadesa interina a otra religiosa de su devoción, diciendo que adoptaba esta medida por castigar a ciertas monjas sediciosas que servían de instrumento al espíritu maligno para anarquizar la casa de Dios.

Las aludidas alborotaron el claustro, y poniéndose al frente de ellas la más demagoga, excitó a sus copartidarias con una proclama más quemadora que el petróleo para salir procesionalmente, llevando ella la cruz alta, por las calles de la ciudad, e ir con la querella ante el obispo que, si no me equivoco, era el antecesor del Sr. Carrión y Marfil.

Las revoluciones, como las tortillas, hacerlas sobre caliente o no hacerlas.

Diez monjas siguieron a la capitana, que tuvo energía para arrancar a la portera el manojo de llaves, y después de abrir la puerta y cancela, emprendieron el vuelo las once palomitas del Señor.

Si aquello alborotó o no a los trujillanos, discúrranlo mis lectores.

El sagaz obispo receló que si las recibía con bravatas, tal estaban de exaltadas las revolucionarias, serían capaces de echarlo todo a doce y llevar el bochinche Dios sabe a qué extremos. Su ilustrísima las dejó besuquear el pastoral anillo, las colmó de bendiciones, oyó sus desahogos, las habló con benevolencia y por fin las ofreció contribuir a que se procediese de manera que no tuviesen en adelante motivo de queja. Dios me perdone la especie, pero hasta creo que su ilustrísima se hizo medio revolucionario, pues consiguió que las monjitas, acompañadas por él, volvieran al claustro.

Negociadores van, negociadores vienen, cediendo un poquito el obispo y concediendo mucho Muchotrigo, se convino en que el 18 de diciembre eligieran las clarisas abadesa a su contentillo.

¡Gallo de buena estaca era su paternidad fray Antonio Muchotrigo! La calaverada de las once monjitas había asustado a varias de las que antes hacían causa común con ellas, y de este pánico aprovechó el provincial para reforzar el partido de la madre Casanova; pues las convenció de que sólo desertando desagraviarían a Dios y borrarían el escándalo dado por sus mal inspiradas compañeras.

Como es notorio, en los tiempos del coloniaje un capítulo de frailes o de monjas interesaba al vecindario tanto o más que a la gente de iglesia. Trujillo estaba, pues, en ebullición.

El corregidor, que, por mi cuenta, debió ser un pobrete de esos que, como ciertos prefectos republicanos de hoy, se espantan con el vuelo de las moscas y creen en duendes y viven viendo siempre visiones, puso las cosas, que ya parecían arregladas, de peor condición que antes.

No hay mayor enemigo del orden que el miedo en una autoridad. El miedo, como el consonante para los malos poetas, tiene el privilegio de tornar elefantes las hormigas.

El asustadizo corregidor se armó hasta los dientes, y por lo que potest contingere, rodeó el convento con una compañía de soldados.

Nueva revolución entre las religiosas, que vieron en este aparato de fuerza un insulto a su dignidad y un ataque al libre ejercicio del derecho de sufragio, como dicen hoy los editoriales de los periódicos.

Veinte monjas, acaudilladas por la misma del primer barullo, se negaron a entrar en la sala capitular y firmaron un recurso al obispo, protestando no proceder a la elección sin que antes su ilustrísima, como delegado de la silla apostólica, no las declarase sujetas a su jurisdicción y libres de la del provincial franciscano, contra cuya tiranía y abusos estamparon mil lindezas. En 1786, siglo y medio después, el obispo era el niño mimado de las monjas y el franciscano un ogro al que habrían querido despedazar con las uñas.

Como en la época de Don Carlos Marcelo Corne, la cuestión subió de punto, y según he leído en la Memoria del virrey Don Teodoro Croix, la Real Audiencia tuvo que tomar cartas.

El fallo fue también de los de agua tibia; porque el Real Acuerdo resolvió: 1º Que no era aceptable el cambio de jurisdicción: 2º Que se procediese a la elección, presidiéndola el obispo y con asistencia del provincial: 3º Que en adelante no interviniesen los regulares en la administración de rentas.

Pocas veces se dará una sentencia más al gusto de todos los paladares.

El obispo quedó contento..... porque se le acordaba el derecho de presidir el capítulo.

El padre Muchotrigo..... porque todo trigo es limosna; digo, porque se acataba su jurisdicción.

Los ministeriales o casanovistas..... porque el provincial se frotaba las manos de gusto.

Y las revolucionarias..... porque si bien su paternidad conservaba privilegios teóricos, perdía el manejo práctico de la pecunia.

Aquí viene bien decir con el italiano: tutti, contenti.

El 16 de abril de 1787 se hizo muy tranquilamente la elección, a presencia del obispo y de fray Antonio Cárdenas, en quien delegó sus facultades el provincial.

Ninguna de las antiguas pretendientes al poder abacial, que en ese siglo era todavía gran bocado, exhibió su candidatura.

La madre Casanova murió muy anciana, después de 1840, no sin haber sido abadesa en cuatro o cinco períodos.
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