La gran laguna de Titicaca tiene 1326 leguas cuadradas, y su
elevación sobre el nivel del mar es de 12850 pies.
Presúmese que el agua va a salir al mar por debajo de la
cordillera y a inmediaciones de Iquique.
Dice la tradición que de esta laguna salió el siglo
XI Manco-Capac, fundador del imperio de los Incas, y aún
se ven en la isla principal las ruinas del famoso templo que
consagró al Sol, así como en la islita de Coati, a
pocas millas de aquélla, se encuentran las del templo de
la Luna.
La voz Titicaca en aimará significa «peña de
metal», y la palabra Coati «reina o
señora».
En ambas islas mantuvieron los Incas sacerdotisas consagradas al
culto, las que eran escogidas entre la nobleza y forzadas a hacer
voto de castidad.
Tradicional es también que Santo Tomás
predicó el Evangelio en los pueblos de las márgenes
del Titicaca, y peñas hay en las que muestran los
naturales las huellas del famoso pie de catorce pulgadas, sobre
el que hemos escrito largamente en otra leyenda.
Añádese que en el Titicaca murió el
apóstol empalado por los indios y que había
habitado una cueva en Carabuco, pueblo donde, andando los
tiempos, se encontró enterrada una gran cruz perteneciente
al discípulo del Salvador. Un clavo de esta cruz fue
llevado como reliquia a España, y los otros dos,
así como parte de la cruz, se conservan con gran
devoción en la iglesia de Carabuco. Diversos expedientes
se han seguido por la autoridad eclesiástica en
comprobación de estos hechos.
Muchos historiadores refieren que después del asesinato de
Atahualpa, los indios arrojaron en el lago la célebre
cadena de oro, que medía 350 pies de largo y pulgada y
media de espesor, mandada construir por Huayna-Capac para
festejar el nacimiento de su hijo Huáscar. Dícese
además que entre otras riquezas escondidas en el Titicaca
para que no se apoderasen de ollas los conquistadores, se
encuentra un brasero de oro que tenía por pies cuatro
leones de plata.
II
Copacabana significa piedra de donde se ve, porque desde ese
punto se puede contemplar el más bello panorama de la
laguna. En Copacabana tuvieron también los Incas templo
consagrado al Sol, en cuya puerta había dos grandes leones
de piedra y dos cóndores. Recientemente en 1855 se
encontró uno de éstos, aunque bastante
maltratado.
Sobre las ruinas del que fue templo del Sol edificaron los
conquistadores en 1550 una iglesia que en 1638 fue derribada para
construir el actual santuario de universal fama por las riquezas
que poseyó.
Los naturales de Copacabana vivían divididos en bandos
sobre el nombramiento de santo patrón para el pueblo. Unos
eran partidarios de Santo Tomás, otros de San
Sebastián y no pocos de la Virgen de la Candelaria. Don
Francisco Titu-Yupanqui, descendiente de los Incas, que
encabezaba este último bando, se propuso labrar la imagen
de la patrona, y aunque poco hábil en escultura,
talló un busto que le salió tan deforme que
provocó la burla general. No se desalentó don
Francisco por el mal éxito, y emprendió viaje a
Potosí, donde entró de aprendiz en el taller de un
escultor. Después de mil peripecias largamente narradas en
el libro del padre Alonso Ramos y en el que en 1641
publicó en Lima el agustino fray Fernando Valverde,
terminó su obra nuestro escultor, y vencida la resistencia
de los bandos tomasista y sebastianista, que a fuer de galantes
cedieron el campo a una señora, quedó
después de grandes fiestas instalada la Virgen de la
Candelaria en la iglesia de Copacabana el día 2 de febrero
de 1553.
Tanto en el libro de fray Alonso Ramos como en el que en 1560
publicó fray Rafael Sanz, se relatan infinitos milagros
realizados por la Virgen de Copacabana, milagros que la rodearon
en pocos años de fama y prestigio tales, que de toda
América empezaron a acudir los fieles en romería o
peregrinación al santuario, cuyo cuidado se
encomendó por real cédula de 7 de enero de 1588 a
los padres agustinos.
En 1640 se procedió a edificar la actual iglesia, cuya
forma es la de una cruz, y mide setenta y cinco varas de
largo.
Hablando de la imagen que se venera en ese santuario, dice un
cronista: «El busto es de maguey bien estucado, con pasta
muy compacta que lo hace parecer de madera. Tiene cinco cuartas,
y la belleza del rostro maravilla. Sin ser de vidrio, sus ojos
son tan hermosos que no se dejan mirar, y ellos parece que le
miran a uno lo más secreto del
corazón».
A no ser uniforme el testimonio de personas que aún
existen y que visitaron el santuario de Copacabana en los
primeros años de la independencia, podía creerse
fábula la enumeración de alhajas valiosas
encerradas en ese templo. Apuntaremos algo a la ligera.
La custodia era de oro, y con su pedestal medía tres
cuartas.
El camarín de la Virgen se hallaba sostenido por cuatro
gruesas columnas salomónicas de plata maciza.
La imagen lucía una corona de oro cubierta de piedras
preciosas, y en circunferencia de ella había un
círculo también de oro con doce estrellas, el sol y
la luna.
Semanalmente se cambiaban las arracadas de brillantes que
pendían de las orejas de la imagen. Poseía la
Virgen treinta y seis pares de pendientes.
Las alhajas del pecho, los anillos y el bordado de los cien
mantos representaban valores casi fantásticos.
En una mano llevaba la Virgen un cirio de oro, en cuyo extremo
había un rubí imitando la llama.
El Niño que María llevaba en brazos no ostentaba
menos lujo. La corona, obsequio del pueblo arequipeño, era
de oro y piedras, así como un bastoncito regalo del virrey
conde de Lemos.
El cinto de la Virgen tenía, entre otras piedras valiosas,
un rubí de dos pulgadas de diámetro, que era la
admiración de los viajeros.
La efigie, deslumbrante de pedrería, descansaba sobre un
pedestal de plata imitando hojas de lirio. A los pies de la
Virgen veíase últimamente la espada y el
bastón de uno de los presidentes de Bolivia.
Dudamos mucho que en toda la cristiandad haya existido templo en
el que, como en el santuario de Copacabana, la devoción de
los fieles hubiera contribuido con donativos de alhajas y metales
evaluados en más de un millón de duros.
III
En 1616 presentose entre los romeros que visitaron el santuario
de Copacabana un joven español de simpática figura
y que por lo melancólico de su rostro parecía
víctima de un gran sufrimiento moral.
Así era en efecto. Alonso Escoto había venido a
América en pos de la fortuna, que en el Nuevo Mundo se
mostraba ciega y loca para con la mayor parte de los
españoles. Sin embargo de su genio emprendedor, de su
honradez y de su constancia para el trabajo, Alonso Escoto se
veía perseguido por la fatalidad. Agricultor, comerciante,
minero, en cuanto ponía mano tenía sombra de
manzanillo. Siempre estaba a dos raciones: ración de
hambre y ración de necesidad.
Con sus últimos recursos dirigiose a la romería de
Copacabana; y una tarde en que la iglesia estaba solitaria,
arrodillose ante el altar y dirigiose a la Virgen en estos
términos: «Madre mía, tú que lees en
los pliegues más secretos del alma, sabes que soy honrado
a carta cabal. Te pido que me prestes lo que, por hoy, no te hace
falta. Celebremos una compañía mercantil, que yo te
juro pagarte ciento por uno. Tú serás el socio
capitalista y yo el industrial. Ampárame, señora,
en mi desventura».
Y Alonso Escoto salió del templo llevándose un par
de pendientes y dos candelabros de plata.
Sin pérdida de tiempo emprendió Escoto el viaje
para Arequipa, vendió la alhaja en dos mil pesos y los
candelabros en quinientos.
Viajando por uno de los valles de este territorio, encontrose con
el propietario de una hacienda de viña, quien lo
invitó a visitar su fundo. Aceptó Escoto, y
recorriendo una de las bodegas díjole el hacendado:
-Mire vuesa merced en este depósito una fortuna perdida.
El licor de estas quinientas cubas fue la cosecha que tuve en el
año que reventó el Huayna-Putina. El maldito
volcán casi me arruina, porque el vino se ha torcido de
tal manera que ni por vinagre logro venderlo.
Alonso Escoto probó del líquido de una de las
cubas, y dijo:
-Pues si nos convenimos en el precio, mío es el vinagre,
que ya veré yo forma de llevar las cubas a la costa y
vender al menudeo. Formalizado el contrato, pagó Escoto
mil pesos a buena cuenta, contrató mulas, puso sobre ellas
un centenar de cubas, dejando las restantes depositadas en la
bodega del vendedor, y emprendió su viaje a Lima.
Llegado a la ciudad de los reyes destapó una de las cubas,
y encontrose con que el vinagre se había convertido en
vino generoso de primera calidad, fenómeno que los
vinicultores se explican por influencias climatéricas.
Además, la oportunidad fue muy propicia para nuestro
comerciante, porque el naufragio de algunos buques, que salieron
de Cádiz con cargamento de vino, había influido en
la alza de precio de este artículo de privilegiado
consumo. Dicen muchos cronistas que ocasión hubo en que la
arroba de vino llegó a valer en Lima quinientos
pesos.
Escoto hizo con toda diligencia traer las cubas que dejara
depositadas, y en menos de un año se encontró
poseedor de una fortuna muy redonda. Entonces se decidió a
liquidar la sociedad con la Virgen de Copacabana.
El 2 de febrero de 1615 se celebraba en el santuario de
Copacabana con mucha pompa la fiesta de la Candelaria, y frente
al altar de la Virgen se veía un gigantesco candelabro de
plata con trescientas sesenta y cinco luces, número igual
al de los días del año.
Tal fue la parte de la Virgen en la sociedad mercantil con Alonso
Escoto, quien además hizo otros obsequios al
santuario.
¡El candelabro de plata pesaba veintiséis
arrobas!
IV
En 1826 el general Sucre, urgido por circunstancias especiales y
que no me propongo examinar, dispuso que se fundiese y
convirtiera en moneda sellada casi todo el oro y plata del
santuario. Así desapareció el célebre
candelabro de Alonso Escoto.
Muchas alhajas fueron compradas por el dueño de una famosa
mina de Puno, la que poco después dio en agua.
Cuéntase que la Virgen poseía un magnífico
collar de perlas, el cual fue comprado por un general
inglés, al servicio entonces de Bolivia, en la suma de
ocho mil pesos. El general lo obsequió a su novia, que se
adornó con él una sola noche para asistir a un
baile. Desde el siguiente día empezó a padecer una
enfermedad de garganta que a la postre la conduje al
sepulcro.
Hasta 1826 el santuario corrió a cargo de los agustinos, y
desde entonces cuida de él un clérigo
capellán.
Poco, muy poco aún le queda a la Virgen de Copacabana de
su antigua riqueza, y según nos afirman su culto ha
decaído mucho.