Así como el arzobispo Las Heras prohibió que en la
procesión de Viernes Santo que hacían los
mercenarios saliese la llorona, así por los años de
1517 el alcalde del Cabildo de Lima comunicó orden a los
curas de las parroquias para que en las procesiones de Cuasimodo
y Corpus no hubiese tarasca, diablos, gigantes; papahuevos ni
otras mojigangas. Su señoría se adelantaba a su
época.
Desde el año 1816, en esas procesiones se sacaba a San
Martín, O' Higgins, Cochrane y demás
próceres de la independencia americana en figura de
diablos.
La disposición de nuestro cabildante que, en puridad, no
era sino medida de buena policía y de orden
político, alborotó al devoto vecindario. Ese
alcalde era un hereje que hería, así como quien
dice de sopetón, el sentimiento religioso y descatolizaba
la ciudad. Tal atentado no podía tolerarse en calma.
Aunque no se estilaban todavía las manifestaciones o
meetings populares, que nos vinieron después con la
república, hubo amago de ellos. Las limeñas, sobre
todo, se exasperaron y contagiaron a los limeños,
traduciéndose la enfermedad en fervoroso entusiasmo por la
causa de la religión, contra la que atentaba el novelero
alcaldillo de tres al cuarto, a quien bautizaron mis paisanas con
el apodo de Voltaire chiquito. Merecido se lo tuvo por su
atentatoria ordenanza, que bien valía una
excomunión mayor.
Al principio todo fue lloverle empeños e influencias para
que volviese atrás de lo mandado, y dejase salir las
procesiones sin innovar en nada lo que había sido
costumbre nacional durante un par de siglos. Pero el alcalde se
mantuvo tieso que tieso, sin atender a súplicas ni mucho
menos a amenazas de la gente devota. Tenía bien ajustadas
las bragas el sujeto.
En cuanto al virrey, a quien no disgustaba la ordenanza del edil,
se lavaba las manos y dejaba hacer. Eso se ha llamado siempre
sacar el ascua por mano ajena.
Convencidos limeñas y limeños de que el Voltaire
chiquito no era de los que cejan, una vez lanzados en un camino,
por áspero que éste sea, resolvieron dirigir todas
sus baterías sobre el virrey, que tenía fama de ser
un caballero de genio contemporizador y un si es no es
asustadizo. Además la virreina no simpatizaba con el
alcalde ni con su mandato, y esto importaba tanto como para un
sitiador tener auxiliar dentro de la plaza.
Después de tentar bien el vado, el cura de Santa Ana,
doctor don José Jacinto Bohorques, se encargó de
llevar el gato al agua; esto es, de ver al virrey y en papel de
sello presentarle el recurso que al pie de la letra copiamos de
un librito:
«Excelentísimo Señor:
»El presbítero don José Jacinto Bohorques,
doctor en Sagrada Teología de la muy ilustre real y
pontificia Universidad de San Marcos, y cura propio de la
parroquia de Santa Ana, ante vuecelencia, en la forma y modo
más conforme, reverentemente dice: Que con notable ofensa
y clásico deterioro de la majestad del Divino Pastor,
Redentor y Salvador de las generaciones, se ha prohibido en este
año, por autoridad inconcusa y no de competencia, la
salida de diablos y gigantes en las procesiones públicas
de Cuasimodo. La medida es extraña e incongruente.
Primero, porque esos diablos hacen un acompañamiento
inocente a la majestad, y el pueblo ve gozoso que le rinden
parias. Y segundo, porque los gigantes, sin aterrar a la
infancia, hacen más grande la concurrencia y
acompañamiento devoto, y sin ellos la procesión
divina sería un solitario bosquejo.
»Síguese, pues, que de vuecelencia y su pío
corazón impetra el postulante que de mi parroquia de Santa
Ana salgan los católicos feligreses de diablos y gigantes
el domingo venidero, como me le prometo obtener de su
espíritu cristiano. Es justicia, etc.
»Lima, lunes 10 de abril del año del Señor de
1817. -Dr. J. J. Bohorques.
»Otrosí: que haya papabuovos».
Esto recursito puso al bonachón virrey en conflictos. Las
faldas, inclusive las de su esposa, por un lado, y por otro la
gente de sotana, que también viste faldas, lo
traían a mal traer. Tampoco quería su excelencia
romper lanzas con el alcalde del Cabildo, revocando por entero la
disposición de éste, ni lo convenía
indisponerse con lo más granado del vecindario, que se
empeñaba por que recayese decreto favorable sobre el bien
parlado recurso del doctor Bohorques.
Al fin, la antevíspera de Cuasimodo se echaron las
campanas a vuelo, festejando el siguiente decretito:
«Visto este recurso, se permite al venerable
curapárroco de Santa Ana que haga salir cuatro gigantes,
acompañando a la Divina Majestad, el domingo de Cuasimodo.
-Al otrosí, que haya papahuevos.- Una
rúbrica».
El alcalde no quedó del todo desairado, pues el decreto no
autorizaba la salida de diablos y rebajaba el cuatro el
número de gigantes.
Por algo se empieza, dijo para sí el Voltaire chiquito. Y
pensó bien, que ha más de un cuarto de siglo nos
vemos privados de procesión con mojiganga. ¡Si
cuando yo digo que está mi tierra como para huir de ella!
Para no ver desengaños y afligirme, juro y rejuro que no
concurriré a procesión de Cuasimodo hasta que no
tengamos siquiera papahuevos. Si hace falta mi firma para un
recurso ante el Consejo Provincial, ahí va.