Lima, como todos los pueblos de la tierra, ha tenido (y tiene) un
gran surtido de tipos extravagantes, locos mansos y
cándidos. A esta categoría pertenecieron, en los
tiempos de la República, Bernardito, Basilio Yegua,
Manongo Moñón, Bofetada del Diablo, Saldamando,
Cogoy, el Príncipe, Adefesios en misa de una, Felipe la
Cochina, y pongo punto por no hacer interminable la
nomenclatura.
Por los años de 1780 comía pan en esta ciudad de
los reyes un bendito de Dios, a quien pusieron en la pila
bautismal el nombre de Ramón. En éste un pobreto de
solemnidad, mantenido por la caridad pública, y el
hazmerreir de muchachos y gente ociosa. Hombre de pocas palabras,
pues para complemento de desdicha era tartamudo, a todo
contestaba con un sí, señor, que al pasar por su
desdentada boca se convertía en chí
cheñó.
El pueblo llegó a olvidar que nuestro hombre se llamaba
Ramoncito, y todo Lima lo conocía por
Chicheñó, apodo que se ha generalizado
después aplicándolo a las personas de
carácter benévolo y complaciente que no tienen hiel
para proferir una negativa rotunda. Diariamente, y aun
tratándose de ministros de Estado, oímos decir en
la conversación familiar: «¿Quién?
¿Fulano? ¡Si ese hombre no tiene calzones! En un
Chicheñó».
En el año que hemos apuntado llegaron a Lima, con
procedencia directa de Barcelona, dos acaudalados comerciantes
catalanes, trayendo un valioso cargamento. Consistía
éste en sederías de Manila, paño de San
Fernando, alhajas, casullas de lama y brocado, mantos para
imágenes y lujosos paramentos de iglesia. Arrendaron un
vasto almacén en la calle de Bodegones, adornando una de
las vidrieras con pectorales y cruces de brillantes,
cálices de oro con incrustaciones de piedras preciosas,
anillos, arracadas y otras prendas de rubí, ópalos,
zafiros, perlas y esmeraldas. Aquella vidriera fue pecadero de
las limeñas y tenaz conflicto para el bolsillo de padres,
maridos y galanes.
Ocho días llevaba de abierto el elegante almacén,
cuando tres andaluces que vivían en Lima más
pelados que ratas de colegio, idearon la manera de apropiarse
parte de las alhajas, y para ello ocurrieron al
originalísimo expediente que voy a referir.
Después de proveerse de un traje completo de obispo,
vistieron con él a Ramoncito, y dos de ellos se plantaron
sotana, solideo y sombrero de clérigo.
Acostumbraban los miembros de la Audiencia ir a las diez de la
mañana a Palacio en coche de cuatro mulas, según lo
dispuesto en una real pragmática.
El conde de Pozos-Dulces Don Melchor Ortiz Rojano era a la
sazón primer regente de la Audiencia, y tenía por
cochero a un negro, devoto del aguardiente, quien después
de dejar a su amo en palacio, fue seducido por los andaluces, que
le regalaron media pelucona a fin de que pusiese el carruaje a
disposición de ellos.
Acababan de sonar las diez, hora de almuerzo para nuestros
antepasados, y las calles próximas a la plaza Mayor
estaban casi solitarias, pues los comerciantes cerraban las
tiendas a las nueve y media, y seguidos de sus dependientes iban
a almorzar en familia. El comercio se reabría a las
once.
Los catalanes de Bodegones se hacían llevar con un criado
el desayuno a la trastienda del almacén, e iban ya a
sentarse a la mesa cuando un lujoso carruaje se detuvo a la
puerta. Un paje de aristocrática librea que iba a la zaga
del coche abrió la portezuela y bajó el estribo,
descendiendo dos clérigos y tras ellos un obispo.
Penetraron los tres en el almacén. Los comerciantes se
deshicieron en cortesías, basaron el anillo pastoral y
pusieron junto al mostrador silla para su ilustrísima. Uno
de los familiares tomó la palabra y dijo:
-Su señoría el señor obispo de Huamanga, de
quien soy humilde capellán y secretario, necesita algunas
alhajitas para decencia de su persona y de su santa iglesia
catedral, y sabiendo que todo lo que ustedes han traído de
España es de última moda, ha querido darles la
preferencia.
Los comerciantes hicieron, como es de práctica, la
apología de sus artículos, garantizando bajo
palabra de honor que ellos no daban gato por liebre, y
añadiendo que el señor obispo no tendría que
arrepentirse por la distinción con que los honraba.
-En primer lugar -continuó el secretario- necesitamos un
cáliz de todo lujo para las fiestas solemnes. Su
señoría no se para en precios, que no es
ningún roñoso.
-¿No es así, ilustrísimo señor?
- Chí, cheñó -contestó el
obispo.
Los catalanes sacaron a lucir cálices de primoroso trabajo
artístico. Tras los cálices vinieron cruces y
pectorales de brillantes, cadena de oro, anillos, alhajas para la
Virgen de no sé qué advocación y regalos
para las monjitas de Huamanga. La factura subió a quince
mil duros mal contados.
Cada prenda que escogían los familiares la
enseñaban a su superior, preguntándole:
¿Le gusta a su señoría
ilustrísima?
Chí, cheñó -contestaba el obispo.
-Pues al coche.
Y el pajecito cargaba con la alhaja, a la vez que uno de los
catalanes apuntaba el precio en un papel.
Llegado el momento del pago, dijo el secretario:
-Iremos por las talegas al palacio arzobispal, que es donde
está alojado su señoría, y él nos
esperará aquí. Cuestión de quince minutos.
¿No le parece a su señoría
ilustrísima?
-Chí, cheñó -respondió el
obispo.
Quedando en rehenes tan caracterizado personaje, los comerciantes
no tuvieron ni asomo de desconfianza, amén que aquellos no
eran estos tiempos de bancos y papel-manteca en que quince mil
duros no hacen peso en el bolsillo.
Marchados los familiares, pensaron los comerciantes en el
desayuno, y acaso por llenar fórmula de etiqueta dijo uno
de ellos:
-¿Nos hará su señoría
ilustrísima el honor de acompañarnos a
almorzar?
-Chí, cheñó.
Los catalanes enviaron a las volandas al fámulo por
algunos platos extraordinarios, y sacaron sus dos mejores
botellas de vino para agasajar al príncipe de la Iglesia,
que no sólo les dejaba fuerte ganancia en la compra de
alhajas, sino que les aseguraba algunos centenares de
indulgencias valederas en el otro mundo.
Sentáronse a almorzar, y no los dejó de parecer
chocante que el obispo no echase su bendición al pan, ni
rezase siquiera en latín, ni por más que ellos se
esforzaron en hacerlo conversar, pudieron arrancarle otras
palabras que chí, cheñó.
El obispo tragó como un Heliogábalo.
Y entretanto pasaron dos horas, y los familiares con las quince
talegas no daban acuerdo de sus personas.
-Para una cuadra que distamos de aquí al palacio
arzobispal, es ya mucha la tardanza -dijo, al fin, amoscado uno
de los comerciantes. -¡Ni que hubieran ido a Roma por
bulas! ¿Le parece a su señoría que vaya a
buscar a sus familiares?
-Chí cheñó.
Y calándose el sombrero, salió el catalán
desempedrando la calle.
En el palacio arzobispal supo que allí no había
huésped mitrado, y que el obispo de Huamanga estaba muy
tranquilo en su diócesis cuidando de su
rebaño.
El hombre echó a correr vociferando como un loco,
alborotose la calle de Bodegones, el almacén se
llenó de curiosos para quienes Ramoncito era antiguo
conocido, descubriose el pastel, y por vía de anticipo
mientras llegaban los alguaciles, la emprendieron los catalanes a
mojicones con el obispo de pega.
De eno es añadir que Chicheñó fue a chirona;
pero reconocido por tonto de capirote, la justicia lo puso pronto
en la calle.
En cuanto a los ladrones, hasta hoy (y ya hace un siglo), que yo
sepa, no se ha tenido de ellos noticia.