Los dominicos enseñan una estampa en que se ve a la Virgen
María llevando, en vez de corona de oro, un sombrerito de
piel, de esos que hoy llamamos de panza de burro; y he
aquí la explicación que dan sobre la originalidad
del adorno.
En inminente peligro de quiebra hallábase un honrado
comerciante si, llegada cierta fecha, no echaba ancla en el
Callao un navío que con mercaderías valiosas le
venía consignado desde Cádiz. Cumpliose el plazo
con exceso, ni noticias había del buque, y en un mismo
día acudieron al comerciante tres de sus acreedores
cobrándole una suma morrocotuda. El buen hombre
ocurrió en tribulación tamaña a la Virgen,
pidiéndola en préstamo su corona de oro y
pedrería fina, prometiéndola que para la
celebración de su fiesta anual se la devolvería
mejorada. Accedió la Virgen a la petición de su
devoto, y éste la dejó en prenda su sombrero, con
el cual cubrió la cabeza de la imagen.
Lo verdaderamente milagroso es que la Virgen pasó algunos
meses ensombrerada, sin que para los fieles fuese visible el
sombrero.
Pero llegó la víspera de la fiesta, y el
español, que con el oro y las piedras finas de la corona
había oportunamente salido de cuitas, no daba acuerdo de
su persona, y eso que acababa de tener la buena suerte de que el
tan esperado navío llegase al puerto, pues su retardo lo
motivaron vientos contrarios y otros accidentes de mar. El
comerciante había redondeado su fortuna con el buen
despacho del cargamento.
La Virgen no quiso aguantar trampas, y para hacer efectiva su
acreencia y por vía de recorderis al pagador remiso, se
mostró en el altar sin corona y con sombrero.
Imagínense ustedes el tole tole que se armaría en
la cristiana y religiosa ciudad.
Al día siguiente, que era el de la fiesta, presentose el
comerciante, al provincial de los dominicos llevando para la
Virgen una corona superior en precio y trabajo artístico a
la antigua, y que con otras joyas había sido traída
de Europa por un platero genovés. Para el pueblo y para la
comunidad todo pasó como obsequio de un devoto.
En cuanto al sombrero, entiendo que volvió a su primitivo
dueño en calidad de agasajo o reliquia dada por los
frailes.
II
Hace dos siglos que una pobre mujer se encontraba ante el alcalde
del crimen en graves apuros, pues su señoría,
después de tomarla declaración, dijo a los
alguaciles que la llevasen a la cárcel de corte
ínterin la reclamaba, como no podía dejar de
suceder, la Santa Inquisición.
La infeliz, amenazada de habérselas con el terrible
Tribunal de la Fe, que acaso la mandaría achicharrar en la
hoguera, tenía por cabeza de proceso la acusación,
¡ahí es nada!, de robo sacrílego.
Habíase encontrado en poder de ella un chapincito de oro,
esmaltado de piedras preciosas, perteneciente al Niño que
en los brazos lleva la Virgen del Rosario. Ya ven ustedes que la
cosa no podía ser más grave.
La mujer declaraba que habiéndose arrodillado ante el
altar y pedido a la Santísima Virgen que aliviase su
miseria (pues era viuda con un celemín de hijos y sin
fuerzas para trabajar en la costura, que no le cundía por
estar medio tísica), compadecido el Niño
extendió el piececito y dejó caer el
chapín.
El juez la llamó embustera y algo más; pero la
mujer sostuvo con energía que no podía ser
castigada sin que previamente declarasen la Virgen y el
Niño.
La Justicia no desoyó tan legítima exigencia.
Tenía por lo menos que llenar la fórmula. Sin
embargo, la acusada fue por esa noche a dormir en chirona.
Al siguiente día, a las once de la mañana, los
alguaciles la condujeron a Santo Domingo, en cuyo templo la
estaban esperando el juez, el escribano y dos o tres padres
graves del convento.
Empezó el alcalde por interrogar a la Virgen si era verdad
lo que aquella mujer declaraba. La Virgen se mantuvo seria como
si la cosa no fuera con ella.
-¡Ya lo ves, mentirosa! -dijo el juez dirigiéndose a
la encausada.
-Pregunte usía al Niño, señor juez,
pregúntele usía. Tal vez me hizo el obsequio sin
pedir permiso a su Santa Madre, y por eso no habrá
contestado ella.
El juez, sin disimular una sonrisa de incredulidad,
formuló la pregunta, y no había aún
terminado de hacerla, cuando el bellísimo Niño
movió el pie y dejó caer el otro chapincito.
Ante tan maravilloso testimonio quedó la mujer absuelta de
culpa y pena, y los dominicos engreídos con el milagrito
realizado en su iglesia, la señalaron pensión de
seis reales diarios. Cuento, no comento, y «Aleluya,
aleluya, padre Gilito, que ya comen las monjas del pan
bendito;
y aleluya, aleluya, padre vicario,
que ya suben las monjas al campanario».