A un cuarto de legua de la plaza Mayor de Lima y encadenado a una
serie de colinas, que son ramificación de los Andes,
levántase un cerrillo de forma cónica, y cuya
altura es de cuatrocientas setenta varas sobre, el nivel del mar.
Los geólogos que lo han visitado convienen en que es una
mole de piedra, cuyas entrañas no esconden metal alguno; y
sabio hubo que, en el pasado siglo, opinara que la vecindad del
cerro era peligrosa para Lima, porque encerraba nada menos que un
volcán de agua. Las primeras lluvias del invierno dan al
cerro pintoresca perspectiva, pues toda su superficie se cubre de
flores y gramalote que aprovecha el ganado vacuno.
En 1536 el inca Manco, a la vez que con un ejército de
doscientos mil indios asediaba el Cuzco, envió sesenta mil
guerreros sobre la recién fundada ciudad de Lima.
Éstos, para ponerse a, cubierto de la caballería
española, acamparon a la falda del cerro, delante del cual
pasaba un brazo del Rimac, cuyo curso continuaba por los sitios
llamados hoy de Otero, y el Pedregal.
A propósito del río, consignaremos que en 1554 el
conquistador Jerónimo de Aliaga, alcalde del Cabildo de
Lima, representó y obtuvo que con gasto que no
excedió de veinte mil duros se construyese un puente de
madera; mas en 1608, viendo el virrey marqués de
Monteselaros que las crecientes del Rimac amenazaban destruirlo,
procedió a reemplazarlo con el de piedra que hoy existe, y
cuya construcción se terminó en 1610 con gasto de
cuatrocientos mil reales de a ocho.
En 1634 una creciente del Rimac destruyó la iglesia de
Nuestra Señora de las Cabezas, a cuya reedificación
se puso término cinco anos después.
En la noche del 11 de febrero de 1696 se desbordó el brazo
de río que pasa por el monasterio de la Concepción,
llegando el agua hasta la plaza Mayor. En las tiendas de los
Portales, cuya construcción acababa de terminar el virrey
conde de la Monclova con gasto de veinticinco mil pesos,
subió el agua a media vara de altura; y como casi todas
eran ocupadas por escribanos que tenían los protocolos en
el suelo y no en estantes, por lo caro de la madera,
pudriéronse documentos cuya reposición fue, si no
imposible, muy difícil. Desde entonces se trasladaron los
escribanos a otras calles, legando su nombre al Portal que
habían ocupado.
Con las continuas avenidas sufrieron tanto los cimientos del
famoso y monumental puente de piedra, que en tiempo del virrey
Amat cundió la alarma de que el primer ojo amenazaba
desplomarse. Desde 1766 hasta 1777 duraron los trabajos de
reparación, terminados los cuales, y en reemplazo de la
estatua ecuestre de Felipe V, que se derrumbó en el
terremoto de 1746, colocaron sobre la arcada el reloj de los
jesuitas, instituto que acababa de ser abolido. En 1852 el
presidente general Echenique reemplazó este reloj con otro
que había mandado traer de Europa y que desapareció
en 1879 a consecuencia de un voraz incendio.
Larga nos ha salido la digresión. Reanudemos el
relato.
Durante diez días sostuvieron los indios recios combates
con los defensores de la ciudad, cuyo número alcanzaba
escasamente a quinientos españoles.
Entonces fue cuando, según lo apunta Quintana
refiriéndose al cronista Montesinos, la querida de
Pizarro, Inés Huayllas Ñusta, hermana de Atahualpa,
instigada por una coya o dama de su servicio, fue sorprendida
dirigiéndose al real de los sitiadores, llevándose
un cofre lleno de oro y esmeraldas.
Pizarro perdonó a su querida, a la que fue después
madre de sus hijos Gonzalo y Francisca; pero mandó dar
garrote a la coya, instigadora de la fuga.
Eso de haber sido benévolo para con la querida, es virtud
que cualquiera la tiene y que está en la masa de la
sangre. ¡Miren qué gracia! Aquí viene de
molde este pareado:
Pues yo también soy hecho de igual barro
que el inmortal conquistador Pizarro.
Siempre que los sitiadores emprendían el paso del
río, para consumar la derrota y exterminio de los sitiados
conquistadores, volvíase tan impetuosa la corriente, que
centenares de indios perecieron ahogados. Por el contrario, a los
españoles les bastaba encomendarse a San Cristóforo
(cargador de Cristo) para vadear el río sin peligro, y
embestir sobre los atrincheramientos del enemigo, bien que con
poco éxito, pues eran constantemente rechazados y
tenían que replegarse a la ciudad.
A no obrar el cielo un milagro, los españoles estaban
perdidos.
Y ese milagro se realizó.
En la mañana del 14 de septiembre, día en que la
Iglesia celebra la fiesta de la Exaltación de la Cruz, los
indios emprendieron la retirada, sin que haya podido
ningún historiador explicar las causas que la
motivaron.
A las cuatro de la tarde de ese día, Don Francisco Pizarro,
seguido de sus bravos conmilitones, se dirigió al cerro,
lo bautizó con el nombre de San Cristóbal, y para
dar principio a la erección de una capilla puso en la
cumbre una gran cruz de madera.
Como por entonces no había en Lima templo alguno, la misa
dominical se celebraba en la plaza Mayor, en altar
portátil que se colocaba frente al callejón de
Petateros; mas en 1537 inaugurose la capillita del cerro de San
Cristóbal, a la que, por devoción y por paseo,
afluía el vecindario en los días de fiesta.
Después, anualmente, el 14 de septiembre
efectuábase una bulliciosa romería al San
Cristóbal.
Había en ella danza de moros y cristianos, abundancia de
cohetes y francachela en grande.
Aunque el terremoto de 1746 destruyó la capilla, dejando
en pie parte de los muros, no por eso olvidó el pueblo la
romería anual, y en el sitió que antes fue sagrado
se bailaba desaforadamente y se cometía todo linaje de
profanos excesos.
Allí, sin respeto a la prohibición de la autoridad,
se cantaba hasta el estornudo, cancioncita liviana con que se
conmemoraba la peste que afligió a Lima en 1719 y que,
entre estornudo y estornudo, condujo algunos prójimos al
campo santo. Como muestra de la cancioncilla popular, vaya una de
sus coplas:
«Tiene mi dueño eso pequeño,
chiquito lo otro y estrecho el pie.
¡Ach! ¡María y José!».
En 1784 el arzobispo La Reguera prohibió la romería
y mandó que se acabase de demoler la capilla, dejando
sólo, como recuerdo del sitio en que existiera, el arco de
la puerta y una cruz de madera en memoria de la que colocó
Pizarro.