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Las cayetanas

Arma atroz es el ridículo, y tanto que, hasta tratándose de las cosas buenas, puede ser matadora.

Por los años de 1704, un clérigo filipense, nombrado Don Gregorio Cabañas, empleó ochenta mil pesos, de su peculio y limosnas de los fieles, en la fundación de un beaterio, mientras conseguía de Roma y del monarca español las respectivas licencias para elevarlo a la categoría de monasterio. Todo iba a pedir de boca para el entusiasta padre Cabañas, que contaba con influencias en la aristocracia y con la buena voluntad del católico pueblo. El siglo era de fundaciones monásticas, y los habitantes de esta ciudad de los reyes soñaban con la dicha de poseer, ya que no una iglesia, siquiera una capilla en cada calle.

Frecuente era entonces leer sobre el portal o arco del zaguán de las casas, y en gordos caracteres, esta inscripción u otras parecidas: Alabado sea el Santísimo Sacramento, lo que daba a los edificios un no sé qué de conventual.

Los vecinos de Abajo el Puente, que no tenían en su circunscripción ningún monasterio, eran los que más empeño tomaban para que el proyecto del padre Gregorio fuese en breve realidad.

Por fin, inaugurose la fundación con diez y seis beatas, número suficiente para prometerse rápido progreso y despertar la envidia de los otros beaterios y aun de las monjas.

Pero cuando empezaron a salir a la calle las cayetanas o teatinas, los muchachos dieron en rechiflarlas, y las vecinas en reírse del hábito que vestían las nuevas beatas.

Francamente, que el padre Gregorio anduvo desacertado en la elección de uniforme para sus hijas de espíritu.

Con decir que el hábito de las cayetanas era una sotana de clérigo, digo lo bastante para justificar el ridículo que cayó sobre esas benditas. Usaban el pelo recortado a la altura del hombro y llevaban sombrero de castor. Lucían además una cadeneta de acero al cuello y pendiente de ella un corazón, emblema del de Jesús.

Tales prójimas eran en la calle un mamarracho, un reverendo adefesio.

No pasó un año sin que todas hubiesen desertado, colgando la sotana, cansadas de oír cantar a los muchachos:

«Con maitines y completas,
No son lanzas ni chancletas,
Cayetanas
Candidonas,
Con sotanas
Como monas.
Aunque canten misereres,
No son hombres ni mujeres,
Más pelonas
Que las ranas,
Candidonas
Cayetanas».

Todos los esfuerzos del padre Cabañas por llevar adelante la fundación, se estrellaron ante el ridículo popular; y seis años después, en 1711, tuvo que ceder el local y rentas a los padres mínimos de San Francisco de Paula.

Desde entonces fue estribillo entre las limeñas (estribillo que muchos de mis lectores habrán oído en boca de las viejas) el decir, para calificar de necia o de tonta a una mujer:

«¿Quién lo dice? ¿Fulana?

»No le hagas caso, es una... cayetana».

(1868)
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