Crónica de la época del decimoctavo Virrey del
Perú
I
Doña Teresa de Castro, esposa del virrey D. García
Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, llegó
a Lima en 1590, acompañándola muchas damas,
parientas y amigas suyas, la mayor parte solteras, y que, a poco
hacer, encontraron maridos acaudalados en esta ciudad de los
reyes, Ateniéndonos al testimonio de un cronista, pasaron
de quinientas las personas que se embarcaron en Cádiz para
seguir la suerte que Dios deparase a la virreina.
Fue D. García el primer virrey a quien se permitió
venir al Perú con su esposa. Entró ésta en
Lima un día antes que su marido, en una litera tapizada de
terciopelo carmesí, acompañada de doña
Magdalena de Burges, mujer del caballero a quien traía por
secretario el marqués. Tras la litera venían
lujosos carruajes y en ellos la camarera mayor doña Ana de
Zúñiga y quince dueñas y meninas. Las
criadas de éstas, que ascendían a cuarenta mujeres
españolas y todas jóvenes, llegaron a la ciudad por
la noche. La recepción de doña Teresa fue para Lima
una verdadera y espléndida fiesta. Con la virreina vino
también de España una banda de música.
Minuto más minuto menos, doña Teresa frisaba por
entonces en los veinticinco años, y a rancios cuarteles de
nobleza unía gran fortuna y deslumbradora beldad. Ella fue
la primera que estableció en los salones de palacio la
etiqueta aristocrática de una pequeña corte y la
galantería de buen tono.
Hablábase mucho, a la sazón, del descubrimiento de
poderosas minas de Plata en uno de los distritos de Huancavelica,
y no era escaso el número de españoles que,
soñando con un nuevo Potosí, abandonaban el
templado clima de la capital para aventurarse en esos riscos,
cuyas entrañas escondían el precioso metal.
Una mañana presentose un indio en el patio de palacio,
seguido de varios llamas cargados de barras de plata, solicitando
la merced de hablar con la virreina. Acogiolo ella con su genial
bondad; y el indio, después de obligarla a aceptar, como
si fuesen bizcochuelos, las consabidas barras y excusarse por la
mezquindad del agasajo, la pidió que sacase de pila una
hija que en su pueblo le había nacido. Doña Teresa,
por más honrar al futuro compadre, no quiso conferir poder
para que otra persona la representase como madrina y
prometió que antes de quince días se pondría
en camino para la sierra. Loco de orgullo y de gusto salió
el indio de palacio y sin pérdida de tiempo regresó
a sus hogares para preparar un recibimiento digno de comadre de
tanto fuste.
Cinco o seis semanas después, doña Teresa de
Castro, con varias señoras de Lima, un respetable oidor de
la Audiencia, tres capellanes, gran séquito de hidalgos y
cincuenta soldados de a caballo, hacía su entrada en el
miserable pueblecito del indio. Este había tapizado con
barras de plata el espacio que mediaba entre el sitio donde se
apeó la virreina y la puerta de su choza.
Al siguiente día tuvo efecto la ceremonia bautismal y con
ella la formación de una nueva villa.
Así cuenta la tradición popular el origen de
Castrovirreina, y a falta de otra fuente histórica a que
atenernos, aceptamos el relato del pueblo, que si non è
vero è ben trovato.
Castrovirreina se encuentra situada en una altura y es riguroso
el frío que en ella se experimenta. Las minas están
esparcidas en los cerros inmediatos. Se halla a cuarenta leguas
poco más o menos del mar, y a diez y ocho de Huancavelica.
Tuvo un convento de franciscanos, iglesias, hospital y
capillas.
La nueva villa progresó mucho con la abierta
protección que le dispensara el virrey Don García,
quien, para impulsar el laboreo de las minas, la
señaló dos mil mitayos o peones indígenas.
No creemos que fuese tan fabulosa como la de Potosí y
otros asientos la riqueza de Castrovirreina; pues en los tiempos
del marqués de Salinas se pensó el abandonar el
trabajo «porque -dice un historiador- aunque de ley
razonable, los metales eran pocos y muy duros de labrar,
necesitando de quema, con grave daño de los indios y dando
las minas a pocos estados en agua».
Sin embargo, en los tiempos del virrey príncipe de
Esquilache (1615 a 1621) la producción anual de
Potosí era de cinco mil quilates de plata, la de Oruro de
setecientos y la de Castrovirreina de doscientos; «bien
entendido -añade el mismo historiador- que todas esas
cifras reposan sobre datos y apreciaciones oficiales, que la
extensión del contrabando dejaba a gran distancia de la
verdad».
Este dato nos hace presumir que en la época de su
fundación debió ser verdaderamente alucinadora la
riqueza de Castro virreina.
Hoy las minas están casi abandonadas, la población
ha disminuido muchísimo y la villa no es sombra de lo que
fue. Veamos lo que produjo esta desolación,
sujetándonos siempre al relato popular.
II
El Excmo. Sr. Don Diego de Benavides y de 1a Cueva, conde de
Santisteban del Puerto, comendador de Monreal en el hábito
de Santiago y que había sido virrey de Navarra,
entró en Lima el 31 de julio de 1661. «Fue el conde
-dice Peralta- de grandes virtudes, sobresaliendo en las de
piedad, devoción y liberalidad, y adornado de alto
ingenio, erudición y poesía, como lo justifica su
libro titulado Las horas sucesivas, volumen de versos latinos que
existe en la Biblioteca Nacional».
La ordenanza de obrajes en protección de los infelices
indios y la habilidad con que administró las rentas
públicas, llegando a tener el Tesoro en vez de
déficit un sobrante de medio millón, bastan para
hacer la apología de este virrey.
Amagos piráticos, un terremoto que en 1664 arruinó
a Ica pereciendo más de cuatrocientas personas, epidemias
de tifus y viruela y los primeros disturbios de los hermanos
Salcedo afectaron el ánimo del anciano y bondadoso virrey,
ocasionándole la muerte en 1666. Su cadáver fue
depositado en la iglesia de Santo Domingo.
Las armas de los Benavides eran: escudo cortado con un
bastón de gules y león linguado y coronado: bordura
de plata con ocho calderas de sable.
Por entonces, los ricos mineros de Castrovirreina quisieron
imitar el lujo, los caprichosos dispendios, las vanidosas
fantasías y la manera de ser de los de Potosí y
Laycacota. Las procesiones eran un incentivo para ello; y aquel
año, que no podemos determinar con fijeza, eran grandes
los preparativos que se hacían para la fiesta del
Corpus.
Disputábanse el alferazgo o prerrogativa de llevar el
guión y de hacer los gastos de la fiesta y del banquete
dos de los mineros más poderosos, criollo el uno y
español el otro. Llegado el día de hacer la
elección en Cabildo triunfó el español por
mayoría de un voto, y celebró su victoria con
música y cohetes, exasperando así más si
cabía al partido desairado.
La procesión fue suntuosa. Arcos formados de barras de
plata se ostentaban en todo el tránsito, y las familias
españolas se habían echado encima todo el
baúl de alhajas y los mejores trapitos de
cristianar.
El alférez con la insignia de su cargo iba más
orgulloso que la mitad y otro tanto. Vestía jubón y
calzón corto de finísimo terciopelo azul, capa de
caballero de Alcántara y sujeta al cuello por una cadena
de oro una espléndida cruz de brillantes.
A poco andar de la procesión, asomó por una esquina
el vencido criollo con un grupo de sus parciales, y se
lanzó a arrebatar el guión de manos del
alférez. Los españoles estaban prevenidos para el
lance, y por arte de encantamiento salieron a relucir espadas,
puñales y mosquetes. Los indios, igualmente armados,
acudieron por las bocacalles, y empezó entre ambos
partidos un sangriento combate. Claro es que todos peleaban
alentados por
los tres reyes del Oriente,
vino, chicha y aguardiente.
Aun en nuestros republicanos tiempos han tenido lugar
idénticas escenas en las fiestas religiosas de algunos
pueblos, y aquí viene a cuento una historia
auténtica y contemporánea.
No hace mucho que en Huancavelica, y para la fiesta de San
Sebastián, se dividían los indios en dos partidos,
y después de un combate a palos y de las víctimas
consiguientes, el bando vencedor se llevaba la imagen del santo y
atendía a su culto durante el año. Los vencidos
guardaban su enojo para el año próximo, reforzaban
sus filas, y casi siempre en la batalla salían vencedores.
Hubo al fin un prefecto bastante ilustrado y enérgico, que
prohibió la procesión. Los indios llevaron pocos
días después ante el prefecto a San
Sebastián con un recurso en la mano. El memorial estaba
escrito en papel sellado, llevando por sumilla esta
cuarteta:
«San Sebastián ante usía,
con el debido respeto,
pide revoque el decreto
que promulgó el otro día».
Diz que el prefecto estuvo tentado de proveer, para escarmiento
de santos demagogos: San Sebastián a la cárcel;
pero, pensándolo mejor, hizo regresar la efigie al templo
y poner en chirona a los cabecillas. El decreto prefectual
subsistió, y parece que no se han repetido los
escándalos antiguos.
Este memorial de San Sebastián nos trae a la memoria el
que dirigieron a un obispo dos mujeres, a quienes el nuevo cura
de la parroquia suprimió de improviso el pago de una
pensión alimenticia, que su antecesor, para apartarlas de
pecadero, les había asignado sobre el producto del cepillo
de las ánimas. Decía así el memorial:
«Ilustrísimo señor:
Era el cura anterior un agnus Dei;
pero puesto que el nuevo es un qui tollis
y no es posible ya peceata mundi,
señor obispo, miserere nobis».
Volvamos a la procesión del Corpus en
Castrovirreina.
Algunos muertos y heridos contábanse ya de ambos bandos,
sin que la ventaja de la lucha se pronunciase por ninguno. De
pronto, el sacerdote que llevaba el Santísimo cayó
al suelo, mortalmente herido en el pecho. Una bala, destrozando
un rayo de oro de la custodia, lo había atravesado.
La consternación fue general, el espanto se apoderó
de los ánimos, cesó el combate y los indios se
dispersaron.
Y como si un anatema del cielo hubiera caído sobre
Castrovirreina, empezó la desolación del asiento.
Unas minas se derrumbaron, otras dieron en agua, y para colmo de
desdichas una epidemia que los naturales llamaron ferro-chucco, y
que presumimos fue el tifus, arrebató dos tercios de la
población.
Bajo el gobierno del virrey conde de Castellar se decretó
la traslación de las cajas reales y mitayos de
Castrovirreina al mineral de Otoca, en la provincia de
Lucanas.
Carlos IV, en los primeros años del presente siglo,
encomendó mucho al intendente Vives que procurase
restablecer los trabajos en Castrovirreina y devolver al mineral
su pasada importancia. Pero los esfuerzos de Vives fueron
estériles.
La custodia, con el rayo de oro roto por la bala, se conservaba
en la iglesia hasta la época de la Independencia, en que
desapareció robada por unos soldados de la división
del general Arenales.