Mariquita Castellanos era todo lo que se llama una real moza,
bocado de arzobispo y golosina de oidor. Era como para cantarla
esta copla popular:
«Si yo me viera contigo,
la llave a la puerta echada,
y el herrero se muriera,
y la llave se quebrara...».
¿No la conociste, lector?
Yo tampoco; pero a un viejo, que alcanzó los buenos
tiempos del virrey Amat, se me pasaban las horas muertas
oyéndole referir historias de la Marujita, y él me
contó la del refrán que sirve de título a
este artículo.
Mica Villegas era una actriz del teatro de Lima, quebradero de
cabeza del excelentísimo señor virrey de estos
reinos del Perú por S. M. Carlos III, y a quien su
esclarecido amante, que no podía sentar plaza de
académico por su corrección en eso de pronunciar la
lengua de Castilla, apostrofaba en los ratos de enojo, frecuentes
entre los que bien se quieren, llamándola Perricholi. La
Perricholi, de quien pluma mejor cortada que la de este humilde
servidor de ustedes ha escrito la biografía, era hembra de
escasísima belleza. Parece que el señor virrey no
fue hombre de paladar muy delicado.
María Castellanos, como he tenido el gusto de decirlo, era
la más linda morenita limeña que ha calzado
zapaticos de cuatro puntos y medio.
«Como una y una son dos,
por las morenas me muero:
lo blanco, lo hizo un platero;
lo moreno, lo hizo Dios».
Tal rezaba una copla popular de aquel tiempo, y a fe que
debió ser Marujilla la musa que inspiró al poeta.
Decíame, relamiéndose, aquel súbdito de Amat
que hasta el sol se quedaba bizco y la luna boquiabierta cuando
esa muchacha, puesta de veinticinco alfileres, salía a dar
un verde por los portales.
Pero así como la Villegas traía al retortero nada
menos que al virrey, la Castellanos tenía prendido a sus
enaguas al empingorotado conde de ***, viejo millonario, y que, a
pesar de sus lacras y diciembres, conservaba afición por
la fruta del paraíso. Si el virrey hacía locuras
por la una, el conde no le iba en zaga por la otra.
La Villegas quiso humillar a las damas de la aristocracia,
ostentando sus equívocos hechizos en un carruaje y en el
paseo público. La nobleza toda se escandalizó y
arremolinó contra el virrey. Pero la cómica, que
había satisfecho ya su vanidad y capricho, obsequió
el carruaje a la parroquia de San Lázaro para que en
él saliese el párroco conduciendo el
Viático. Y téngase presente que, por entonces, un
carruaje costaba un ojo de la cara, y el de la Perricholi fue el
más espléndido entre los que lucieron en la
Alameda.
La Castellanos no podía conformarse con que su rival
metiese tanto ruido en el mundo limeño con motivo del
paseo en carruaje.
-¡No! Pues como a mí se me encaje entre ceja y ceja,
he de confundir el orgullo de esa pindonga. Pues mi querido no es
ningún mayorazgo de perro y escopeta, ni aprendió a
robar como Amat de su mayordomo, y lo que gasta es suyo y muy
suyo, sin que tenga que dar cuenta al rey de dónde salen
esas misas. ¡Venirme a mí con orgullitos y
fantasías, como si no fuera mejor que ella, la muy
cómica! ¡Miren el charquito de agua que quiere ser
brazo de río! ¡Pues bonita soy yo, la
Castellanos!
Y va de digresión. Los maldicientes decían en Lima
que, durante los primeros años de su gobierno, el
excelentísimo señor virrey don Manuel de Amat y
Juniet, caballero del hábito de Santiago y condecorado con
un cementerio de cruces, había sido un dechado de
moralidad y honradez administrativas. Pero llegó un
día en que cedió a la tentación de hacerse
rico, merced a una casualidad que le hizo descubrir que la
provisión de corregimientos era una mina más
poderosa y boyante que las de Pasco y Potosí. Véase
cómo se realizó tan portentoso
descubrimiento.
Acostumbraba Amat levantarse con el alba (que, como dice un
escritor amigo mío, el madrugar es cualidad de buenos
gobernantes), y envuelto en una zamarra de paño burdo
descendía al jardín de palacio, y se
entretenía hasta las ocho de la mañana en
cultivarlo. Un pretendiente al corregimiento de Saña o
Jauja, los más importantes del virreinato, abordó
al virrey en el jardín, confundiéndolo con su
mayordomo, y le ofreció algunos centenares de peluconas
por que emplease su influjo todo con su excelencia a fin de
conseguir que él se calzase la codiciada prebenda.
-¡Por vida de Santa Cebollina, virgen y mártir,
abogada de los callos! ¿Esas teníamos, señor
mayordomo? -dijo para sus adentros el virrey; y desde ese
día se dio tan buenas trazas para hacer su agosto sin
necesidad de acólito, que en breve logró contar con
fuertes sumas para complacer en sus dispendiosos caprichos a la
Perricholi, que, dicho sea de paso, era lo que se entiende por
manirrota y botarate.
Volvamos a la Castellanos. Era moda que toda mujer que algo
valía tuviese predilección por un faldero. El de
Marujita era un animalito muy mono, un verdadero dije.
Llegó a la sazón la fiesta del Rosario, y
asistió a ella la querida del conde muy pobremente vestida
y llevando tras sí una criada que conducía en
brazos al chuchito. Ello dirás, lector, que nada
tenía de maravilloso; pero es el caso que el faldero
traía un collarín de oro macizo con brillantes como
garbanzos.
Mucho dio que hablar durante la procesión la extravagancia
de exhibir un perro que llevaba sobre sí tesoro tal; pero
el asombro subió de punto cuando, terminada la
procesión, se supo que Cupido con todos sus valiosos
adornos había sido obsequiado por su ama a uno de los
hospitales de la ciudad, que por falta de rentas estaba poco
menos que al cerrarse.
La Mariquita ganó desde ese instante, en las
simpatías del pueblo y de la aristocracia, todo lo que
había perdido su orgullosa rival Mica Villegas; y es fama
que siempre que la hablaban de este suceso, decía con
énfasis, aludiendo a que ninguna otra mujer de su estofa
la excedería en arrogancia y lujo: «¡Pues no
faltaba más! ¡Bonita soy yo, la
Castellanos!».
Y tanto dio en repetir el estribillo, que se convirtió en
refrán popular, y como tal ha llegado hasta la
generación presente.