Hasta 1840 había en la parroquia de Santa Ana una casa que
nadie quería habitar por miedo a duendes y ánimas
del otro mundo que se habían posesionado de ella. Contaba
el vecindario que a media noche oíanse en el interior
ruido de cadenas, golpes y gemidos.
La autoridad de policía sospechó en una
época que el destartalado edificio era albergue, si no de
monederos falsos, por lo menos de conspiradores, y en
consecuencia practicó minucioso registro. Tiempo y trabajo
perdidos. La casa de las penas continuó con su mala fama
hasta que el propietario tuvo a bien darla gratis por cinco
años a un francés, hombre de pelo en pecho, quien
probablemente les metió el resuello a los duendes, porque
de entonces acá no han vuelto a asustar a nadie.
Pero como toda hablilla es hija de algo, he aquí la
verídica historia que hemos alcanzado a saber.
A fines del pasado siglo era arrendatario de la casa un
clérigo a quien la gente del barrio veía salir con
regularidad por la mañana y regresar a las cinco de la
tarde. La puerta de calle estaba siempre cerrada, y sólo
se abría para dar paso a un negro viejo, que seguido de un
perro se encaminaba al mercado o a la pulpería de la
esquina en busca de provisiones. Después de ellos, alma
viviente no transpuso nunca el dintel de la puerta.
Por mucho que aguzaron el ingenio los curiosos vecinos,
jamás pudieron sacar del fámulo palabra que viniese
a dar un rayo de luz sobre el misterio de la casa.
Al cabo de tres años, una noche, después de las
doce, creyó una vieja de la vecindad oír llanto de
mujer, gritos de socorro y misericordia, y más tarde los
aullidos lastimeros de un perro. Al día siguiente
charló sobre el caso con las comadres del barrio, y
creció la alarma al afirmar el pulpero que en esa
mañana no se había abierto la puerta de la casa, ni
salido el negro a comprar pan, ni vístose la sotana del
clérigo.
A las seis de la tarde no se hablaba de otra cosa entre los
habitantes de la feligresía de Santa Ana; y tanto hubo de
cundir la alharaca, que llegó a oídos del alcalde
de barrio, quien, seguido de alguaciles, dirigiose a la casa, y
cansado de golpear, mandó romper la puerta.
Horrible fue el espectáculo que se ofreció a su
vista.
Una mujer joven, y en quien la muerte no había aún
destruido signos de belleza, yacía en el suelo acribillada
a puñaladas.
La justicia se echó, como era natural, a hacer
averiguaciones, y todo lo que pudo sacar en limpio fue que
hacía tres años había sido robada de la Casa
de huérfanos una bonita muchacha de diez y ocho
abriles.
En cuanto al asesino y al motivo que lo impulsara al crimen nada
pudo descubrirse. El clérigo y su criado desaparecieron,
sin que volviera a tenerse noticia de ellos.
Desde ese día, y casi por medio siglo, permaneció
deshabitada la casa que fuera teatro de tan misteriosa tragedia,
y el supersticioso pueblo la bautizó con el nombre de casa
de las penas.