Su Excelencia don Andrés Hurtado de Mendoza,
marqués de Cañete y virrey de estos reinos del
Perú por Su Majestad don Felipe II, fue tesonero en el
empeño de realizar lo que se llamó matrimonios de
real orden. Decía don Andrés que hombre
célibe es de suyo levantisco, y que nada enfrena tanto
como el matrimonio la turbulencia de la sangre. Un soltero que
vive con la capa al hombro y sin grillos para el corazón,
está a toda hora dispuesto para aventuras y motines. Si
Dios no quiso que el hombre estuviera solo sobre la tierra, menos
debía quererlo ni tolerarlo el rey, que es su
representante. A casar gente, se ha dicho.
Fue una tarde el virrey a visitar al oidor Santillán, y
recibiolo en el salón de la casa su sobrina doña
Beatriz, hembra de muy buen ver. Era doña Beatriz una
viudita que se aproximaba a los treinta, recatada y hacendosa,
sin hijos ni cojijos, codiciable de rostro y de cuerpo y con
bienes que le aseguraban una renta de mil pesos al mes. No era,
créanmelo ustedes, mal bocado para un goloso.
Al virrey le fue muy simpática la joven; pero como
él no estaba ya para trotes ni trajines con Venus, se
conformó con relamerse los labios y murmurar:
«¡quién pudiera!»
De su conversación con doña Beatriz sacó su
excelencia en limpio que el cenojil y las tocas de la viudez la
traían fastidiada y que no haría ascos a nuevo
casamiento. Propúsose, pues, el marqués casarla de
su mano y apadrinar la boda, si bien faltaba todavía lo
principal, que era el novio, y pasose aquella noche cavilando.
Él no quería para su futura ahijada un hombre de
poco más o menos, sino el mozo más gallardo que
hubiera en Lima en disponibilidad para marido. Y después
de pasar en mientes revista a los solteros, fijose en don Diego
López de Zúñiga, joven que frisaba en la
edad de Cristo, que es la de lujo y empuje en el varón, y
muy gentil de persona.
Pertenecía el don Diego a hidalga familia de Castilla y
había comprobado lo inquieto de su carácter con la
activa parte que tomara en las pasadas rebeldías. Sangre
revolucionaria retozaba en su cuerpo, y siempre se le veía
entre los descontentos que soñaban con armar de nuevo la
gorda.
-Es lástima -se dijo el virrey- que tan gallardo mancebo
vaya a rematar en la horca. Quiera que no quiera, a ojos
cegarritas, lo caso y lo salvo.
Y mandó llamar a López de Zúñiga y le
dijo:
-Vuesa merced, señor don Diego, mire lo que hace y
déjese de locuras; que si lo que ha menester es
posición y dinero, yo me ocupo de cambiar su suerte de
mala en venturosa.
Don Diego, después de agradecer la prueba de personal
afecto que el virrey le daba, manifestó que realmente
había estado siempre quejoso del gobierno, porque
éste no premiara sus servicios a la altura de sus
merecimientos; pues apenas se le había dado un
repartimiento que le producía mil duros al año,
cuando otros, que valían menos que él,
habían sido favorecidos con bocados suculentos.
El virrey oyó con benevolencia sus quejas, y le
contestó: "«No le falta del todo razón a
vuesa merced; pero en mi mano no está hacerle servicio a
costa del Estado, que ya lo de los repartimientos es reina
agotada. Vuélvase vuesa merced mañana, que nos
entenderemos, y no sólo será rico, sino
envidiado»".
Y esa noche volvió el virrey a visitar a doña
Beatriz y la participó que había tomado a su cargo
casarla con el hombre más buen mozo do Lima y que esperaba
de ella obediencia al propósito. Animose la joven a
preguntar quién era el galán del romance, y cuando
supo que se trataba de don Diego López de
Zúñiga, diole de júbilo un brinco el
corazón y premió con un abrazo al viejo zurcidor de
matrimonios. La viudita se diría para las entretelas de su
alma, como la doctora de Ávila cuando bajo santa
obediencia la impuso su superiora que no ayunase:
¿Obediencia y torreznos,
madre abadesa?
¡Ay, qué gangas, qué gangas
para Teresa!
Con eso quedó más obligado el marqués a
realizar la boda, y cuando al día siguiente, puntual a la
cita, se presentó el de Zúñiga, su
excelencia lo recibió diciéndole: "«Venga
acá, hombre feliz, que va a saltar de gozo cuando sepa la
dicha que le aguarda. ¿Conoce vuesa merced a doña
Beatriz de Santillán?»"
-Hermosísima dama por mi fe -contestó el
interpelado.
-Y rica, y sin hijos, y sin suegra -añadió el
marqués.- ¿Le parece a vuesa merced saco de
alacranes?
-No, señor; que tengo a doña Beatriz por un pino de
oro.
-Pláceme oírselo. ¿Quiérela vuesa
merced por esposa?
Pregunta tan a quemarropa hecha dejó por un instante en
suspenso al mancebo.
-No, señor virrey -contestó al cabo con
resolución.
Aquí fue su excelencia el asombrado, y creyendo haber
oído mal, balbuceó:
-¡Cómo..., cómo... ¿Cómo es
eso?
-Que no quiero casarme con doña Beatriz: está
dicho.
-Pues se casará o se lo llevará el diablo conmigo,
don bellaco -insistió irritado don Andrés.
-Pues si es preciso, señor virrey, iré a la
horca...; pero no me casaré.
-Y a la horca irá... ¡Carámbanos!
¡Habrase visto burro de Lindaraja, que se iba al
aserrín y no a la paja!
El virrey no volvía en sí de su asombro. Se
levantó y dio a pasos precipitados un paseo por la
habitación. Al fin, un poco más sereno, se detuvo
delante del joven y le preguntó:
-¿Tiene vuesa merced algo que alegar contra la honestidad
y virtud de doña Beatriz?
-Líbreme el cielo -se apresuró a contestar don
Diego- de empañar en lo menor su honra, y créame
vuecencia que si alguien osase tildarla, daga traigo para
cortarle la lengua. No me caso porque soy pobre y ella es rica y
no codicio mujer que me mantenga.
Y de este ultimátum, por más que argumentó
el virrey, no consiguió que apease el de
Zúñiga. Tenía la altivez y dignidad
características del castellano antiguo. Esos hombres eran
incotizables en la bolsa del mundo.
El virrey, que era todo un cascarrabias (y tanto que murió
de una rabieta), puso término a la conferencia ordenando
la prisión de don Diego. No se conformaba su excelencia
con que habiéndose metido a casamentero le
desdeñasen la novia.
¿Y ahorcó a don Diego como se lo había
ofrecido? No, precisamente; pero con pretexto de que era hombre
peligroso en el Perú, lo envió desterrado a
España.
En cuanto a doña Beatriz, parece que las calabazas de don
Diego la hicieron mella en el alma; porque desdeñando
otros partidos que la propuso el virrey casamentero,
emprendió, a la muerte de su tío el oidor, viaje al
Cuzco, donde se metió monja en Santa Clara, que fue el
primer monasterio que hubo en el Perú, como que su
fundación se hizo en 1560, años antes del de la
Encarnación en Lima.