Mientras se terminaba la fábrica del palacio de Lima, tan
aciago para el primer gobernante que lo ocupara, es de suponer
que Francisco Pizarro no dormiría al raso, expuesto a
coger una terciana y pagar la chapetonada, frase con la que se ha
significado entre los criollos las fiebres que acometían a
los españoles recién llegados a la ciudad. Estas
fiebres se curaban sin específico conocido hasta los
tiempos de la virreina condesa de Chinchón, en que se
descubrieron los maravillosos efectos de la quinina. A esos
cuatro o seis meses de obligada terciana era a lo que llamaban
pagar la chapetonada, aunque prójimos hubo que dieron
finiquito en el cementerio o bóveda de las iglesias.
Hecho el reparto de solares entre los primeros pobladores, don
Francisco Pizarro tuvo la modestia de tomar para sí uno de
los lotes menos codiciados.
El primer año de la fundación de Lima (1535)
sólo se edificaron treinta y seis casas, siendo las
principales la del tesorero Alonso Riquelme, en la calle de la
Merced o Espaderos; la de Nicolás de Ribera el Viejo, en
la esquina de Palacio; las de Juan Tello y Alonso Martín
de Don Benito, en la calle de las Mantas; la de García de
Salcedo, en Bodegones; la de Jerónimo de Aliaga, frente al
palacio, y la del marqués Pizarro.
Hallábase ésta en la calle que forma ángulo
con la de Espaderos (y que se conoce aún por la de
Jesús Nazareno) y precisamente frente a la puerta lateral
de la iglesia de la Merced y a un nicho en que, hasta hace pocos
años, se daba culto a una imagen del Redentor con la cruz
a cuestas. Parte del área de la casa la forman hoy algunos
almacenes inmediatos a la escalera del hotel de Europa, y el
resto pertenece a la finca del señor Barreda.
Hasta 1846 existió la casa, salvo ligeras reparaciones,
tal como Pizarro la edificara, y era conocida por la casa de
cadena; pues ostentábase en su pequeño patio esta
señorial distinción, que desdecía con la
modestia de la arquitectura y humildes apariencias del
edificio.
Don Francisco Pizarro habitó en ella hasta 1538 en que,
muy adelantada ya la fábrica del palacio, tuvo que
trasladarse a él. Sin embargo, su hija doña
Francisca, acompañada de su madre la princesa doña
Inés, descendiente de Huayna-Capac, continuó
habitando la casa de cadena hasta 1550 en que el rey la
llamó a España. Doña Inés Yupanqui,
después del asesinato de Pizarro, casó con el
regidor de Cabildo Don Francisco de Ampuero, y arrendó la
casa a un oidor de la Real Audiencia, y en 1631 el primer
marqués de la Conquista, Don Juan Fernando Pizarro,
residente en la metrópoli, obtuvo declaratoria real de que
en dicha casa quedaba fundado el mayorazgo de la familia.
Anualmente el 6 de enero se efectuaba en Lima la gran
procesión cívica conocida con el nombre de paseo de
alcaldes. Después de practicarse por el ayuntamiento la
renovación de cargos, salían los cabildantes con la
famosa bandera que la República obsequió al general
San Martín (y cuyo paradero anda hoy en problema) y
venían a la casa de Pizarro. Penetraban en el patio
alcaldes y regidores, deteníanse ante la cadena y
batían sobre ella por tres veces la histórica e
historiada bandera gritando: «¡Santiago y Pizarro!
¡España y Pizarro! ¡Viva el rey!».
Las campanas de la Merced se echaban a vuelo, imitándolas
las de más de cuarenta torres que la ciudad posee. El
estampido de las camaretas y cohetes se hacía más
atronador, y entre los vivas y gritos de la muchedumbre se
dirigía la comitiva a la Alameda, donde un muchacho
pronunciaba una loa en latín macarrónico.
El virrey, oidores, cabildantes, miembros de la real y pontificia
Universidad de San Marcos y todos los personajes de la nobleza,
así como los jefes de oficinas del Estado, se presentaban
en magníficos caballos lujosamente enjaezados. Tras de
cada caballero iban dos negros esclavos, vestidos de librea y
armados de gruesos plumeros con los que sacudían la crin y
arneses de la cabalgadura. Los inquisidores y
eclesiásticos acompañaban al arzobispo, montados en
mulas ataviadas con no menos primor.
Así en este día como en el de la fiesta de Santa
Rosa, el estandarte de la ciudad, llevado por el alférez
real, cargo hereditario o vinculado en cierta familia, iba
escoltado por veinticinco jinetes, con el casco y armadura de
hierro que usaron los soldados en tiempo del marqués
conquistador.
Las damas de la aristocracia presenciaban desde los balcones el
desfile de la comitiva, o acudían en calesín, que
era el carruaje de moda, a la Alameda, luciendo la proverbial
belleza de las limeñas.
Danzas de moros y cristianos, payas, gíbaros, papahuevos y
cofradías de africanos con disfraces extravagantes
recorrían más tarde la ciudad. El pueblo
veía entonces en el municipio un poder tutelar contra el
despotismo de los virreyes y de la Real Audiencia. Justo, muy
justo era que manifestase su regocijo en ocasión tan
solemne.
En septiembre de 1812 se recibió y promulgó en Lima
el siguiente decreto de las Cortes de Cádiz, comunicado al
virrey por el Consejo de Regencia:
«Considerando que los actos positivos de inferioridad,
peculiares a los pueblos de ultramar, monumento del antiguo
sistema de conquista y de colonias, deben desaparecer ante la
majestuosa idea de la perfecta igualdad,
»Queda abolido el paseo del Estandarte real que
acostumbraba hacerse anualmente en las ciudades de
América, como un testimonio de lealtad y un monumento de
la conquista de aquellos países. Esta abolición no
se extiende a la función de iglesia que se hacía en
el mismo día del paseo del Estandarte real, la cual
seguirá celebrándose como hasta aquí. La
gran solemnidad del Estandarte real se reservará, como en
la península, para aquellos días en que se proclama
un nuevo monarca».
Restablecido en 1815 el régimen absoluto, quedó
derogada esta disposición, y desde ese año hasta
que los amagos de independencia lo permitieron, siguió
paseándose el estandarte el 6 de enero y el Jueves Santo,
que era otro de los días de precepto.
En 1820 se efectuó, pues, por última vez en Lima el
paseo de alcaldes; y desde entonces apenas hay quien recuerde
cuál fue el sitio en donde estuvo la casa de Pizarro, que
hemos debido conservar en pie, como un monumento o curiosidad
histórica.