Tradición en que se prueba que del odio al amor hay poco
trecho
I
Don Alonso de Leyva era un arrogante mancebo castellano, que por
los años de 1640 se avecindó en Potosí en
compañía de su padre, nombrado por el rey
corregidor de la imperial villa.
Cargo fue éste tan apetitoso que en 1590 lo
pretendió nada menos que el inmortal Miguel de Cervantes
Saavedra, aunque no recuerdo dónde he leído que no
fue éste, sino el corregimiento de La Paz, el codiciado
por el ilustre vate español. ¡Cuestión de
nombre! A haber recompensado el rey los méritos del manco
de Lepanto, enviándole al Perú como él
anhelaba, es seguro que el Quijote se habría quedado en el
tintero, y no tendrían las letras castellanas un
título de legítimo orgullo en libro tan admirable.
Véase, pues, cómo hasta los reyes con pautas
torcidas hacen renglones derechos; que si ingrato e injusto
anduvo el monarca en no premiar como debiera al honrado servidor,
agradecerle hemos la mezquindad e injusticia, por los siglos de
los siglos, los que amamos al galano y conceptuoso escritor y lo
leemos y releemos con entusiasmo constante.
Era el Don Alonso un verdadero hijo mimado, y por ello es de
colegirse que andaría siempre por caminos torcidos
Camorrista, jugador y enamoradizo, ni dejaba enmohecer el hierro,
ni desconocía garito, ni era moro de paz con casadas o
doncellas; que hombre fue nuestro hidalgo de muy voraz apetito y
afectado de lo que se llama ginecomanía.
Así nadie se maravilló de saber que andaba como
goloso tras cierta Doña Elvira, esposa de don
Martín Figueras, acaudalado vizcaíno, caballero de
Santiago y veinticuatro de la villa, hombre del cual
decíase lo que cuentan de un Don Lope, que no era miel ni
hiel ni vinagre ni arrope.
Que Doña Elvira tenía belleza y discreción
para dar y prestar, no hay para qué apuntarlo; que a ser
fea y tonta no habría dado asunto a los historiadores.
Algo ha de valer el queso para que lo vendan por el peso.
Además, Don Alonso de Leyva era mozo de paladar muy
delicado, y no había de echar su fama al traste por una
hembra de poco más o menos.
En paridad de verdad, fue para Elvirita para quien un coplero,
entre libertino y devoto, escribió esta redondilla:
«Mis ojos fueron testigos
que te vieron persignar.
¡Quién te pudiera besar
donde dices enemigos!».
Pero es el caso que Doña Elvira era mujer de mucho penacho
y blasonaba de honrada. Palabras y billetes del galán
quedaron sin respuesta, y en vano pasaba él las horas
muertas, hecho un hesicate, dando vueltas en torno de la dama de
sus pensamientos y rondando por esas aceras en acecho de
ocasión oportuna para atreverse a un atrevimiento.
Al cabo persuadiose Don Alonso, que no era ningún
niño de la media almendra, de que no rendiría la
fortaleza si no ponía de su parte ejército
auxiliar, y acertó a propiciarse la tercería de una
amiga de Doña Elvira, «Dádivas quebrantan
peñas» o lo que es lo mismo, «no hay cerradura
donde es de oro la ganzúa»; y el de Leyva, que
tenía empeñada su vanidad en el logro de la
conquista, supo portarse con tanto rumbo, que la amiga
empezó por sondear el terreno, encareciendo ante
Doña Elvira las cualidades, gentileza y demás
condiciones del mancebo. La esposa de Figueras comprendió
adónde iba a parar tanta recomendación, e
interrumpiendo a la oficiosa panegirista, la dijo:
Si vuelves a hablarme de ese hombre cortamos pajita, que
oídos de mujer honrada se lastiman con conceptos de
galanes.
«A santo enojado, con no rezarle más está
acabado». Pasaron meses y la amiga no volvió a tomar
en boca el nombre del galán. La muy marrullera concertaba
con Don Alonso el medio de tender una red a la virtud de la
orgullosa dama, que «donde no valen cuñas aprovechan
uñas», y no era el de Leyva hombre de soportar
desdenes.
Una mañana recibió Doña Elvira este
billetito, que copiamos subrayando los provincialismos:
«Elvirucha viditay: sabrás como el dolor de ijada me
tiene sin salir de mi dormida. Por eso no puedo llevarte, como te
ofrecí ayer, las ricas blondas y demás
porquerías que me han traído de Lima, y que
están haciendo raya entre las mazamorreras. Pero si
quieres verlas ven, que te espero, y de paso harás una
obra de misericordia visitando a tu Manuelay».
Doña Elvira, sin la menor desconfianza, fue a casa de
Mamela.
Precisamente eso queríamos los de a caballo... ¡que
saliese el toro a la plaza!
Era Mamela una mujercita obesa, y como aquella por quien
escribió un poeta:
«Muchacha, tu cuerpo es tal
que dicen cuantos lo ven
<
que en lo chico es como el bien,
y en lo gordo como el mal».
Presumimos que más que el deseo de ver a la doliente
amiga, fue la curiosidad que en todas las hijas de Eva inspiran
los cintajos, telas y joyas, lo que impulsó a la
visitante. De seguro que la simbólica manzana del
paraíso fue un traje de seda u otra porquería por
el estilo.
Y a propósito de esta palabra que se usa muy criollamente,
¿háceles a ustedes gracia oírla en
lindísimas bocas?
Va una limeña a tiendas, encuentra a una amiga, es de
cajón esta frase:
-Hija, estoy gastando la plata en porquerías.
Se atraganta una niña de dulces, hojaldres y pastas, y no
faltan labios de caramelo que digan:
-¡Cómo no se ha de enfermar esta muchacha, si no
vive más que comiendo porquerías!
¡Uf, qué asco!
Lectoras mías, llévense de mi consejo y destierren
la palabrita malsonante. Perdonen el sermoncito cuaresmal, y
dejándonos de mondar nísperos, sigamos con el
interrumpido relato.
Manuela recibió la visita, acostada en su lecho, y
después de un rato de charla femenil sobre la eficacia de
los remedios caseros, dijo aquélla:
-Si quieres ver esas maritatas, las hallarás sobre la mesa
del otro cuarto.
Doña Elvira pasó a la habitación contigua, y
la puerta se cerró tras ella.
Ni yo ni el santo sacerdote que consignó en sus libros
esta historia fuimos testigos de lo que pasaría a puerta
cerrada; pero una criada, larga de lengua, contó en
secreto al sacristán de la parroquia y a varias comadres
del barrio, que fue como publicarlo en la Gaceta, que doña
Elvira salió echando chispas, y que al llegar a su
domicilio, sufrió tan horrible ataque de nervios que hubo
necesidad de que la asistiesen médicos.
Barrunto que por esta vez había resultado sin sentido el
refrancito aquel que dice: «a olla que hierve, ninguna
mosca se atreve».
II
La esposa de Don Martín Figueras, juró solemnemente
vengarse de los que la habían agraviado; y para asegurar
el logro de su venganza, principió por disimular su enojo
para con la desleal amiga y fingió reconciliarse con ella
y olvidar su felonía.
Una tarde en que Manuela estaba ligeramente enferma, doña
Elvira la envió un plato de natillas. Afortunadamente para
la proxeneta no pudo comerlas en el acto, por no contrariar los
efectos de un medicamento que acababan de propinarla, y
guardó el obsequio en la alacena.
A las diez de la noche sacó Manuela el consabido dulce,
resuelta a darse un hartazgo, y quedó helada de espanto.
En las natillas se veía la nauseabunda
descomposición que produce un tósigo. De buena gana
habría la tal alborotado el cotarro; pero como la
escarabajeaba un gusanillo la conciencia, resolvió callar
y vivir sobre aviso.
En cuanto a Don Alonso de Leyva, tampoco las tenía todas
consigo y andaba más escamado que un pez.
Hallábase una noche en un garito, cuando entraron dos
matones, y él instintivamente concibió algún
recelo. Los dados le habían sido favorables, y al
terminarse la partida se volvió hacia los individuos
sospechosos y alargándoles un puñado de monedas,
les dijo:
-¡Vaya, muchachos! Reciban barato y diviértanse a mi
salud.
Los malsines acompañaron al de Leyva y le confesaron que
doña Elvira los había comisionado para que lo
cosiesen a puñaladas, pero que ellos no tenían
entrañas para hacer tamaña barbaridad con tan
rumboso mancebo.
Desde ese momento, Don Alonso los tomó a su servicio para
que le guardasen las espaldas y le hiciesen en la calle
compañía, marchando a regular distancia de su
sombra. Era justo precaucionarse de una celada.
Ítem, escribió a su víctima una larga y
expresiva carta, rogándola perdonase la villanía a
que lo delirante de su pasión lo arrastrara.
Decíala además que si para desagravio necesitaba su
sangre toda, no la hiciese verter por el puñal de un
asesino, y terminaba con esta apasionada promesa: «Una
palabra tuya, Elvira mía, y con mi propia espada me
atravesaré el corazón».
Convengamos en que el Don Alonso era mozo de todo juego, y que
sabía, por lo alto y por lo bajo, llevar a buen
término una conquista; que como reza el cantarcillo:
«Las mujeres y cuerdas
de una guitarra
es menester talento
para templarlas».
III
Frustrada la doble venganza que se propuso doña Elvira, se
la desencapotaron los ojos; lo que equivale a decir que, sin
haberla refrescado con agua de la famosa fuente cuyana,
pasó su alma a experimentar el sentimiento opuesto al
odio. ¡Misterios del corazón!
Tal vez la apasionada epístola del galán
sirvió de combustible para avivar la hoguera. Sea de ello
lo que fuere, que yo no tengo para qué meterme en
averiguarlo, la verdad es que el hidalgo y la dama tuvieron
diaria entrevista en casa de Manuela y se juraron amarse hasta el
último soplo de vida. Por eso, sin duda, se dijo
«quien te dio la hiel te dará la miel».
Por supuesto, que no volvió entre ellos a hablarse de lo
pasado. «A cuentas viejas, barajas nuevas».
Pero los entusiastas amantes se olvidaban de que en Potosí
existía un hombre llamado Don Martín Figueras, el
cual la echaba de celoso, quizá, como dice el
refrán, «no tanto por el huevo sino por el
fuero». Al primer barrunto que éste tuvo de que un
cirineo lo ayudaba a cargar la cruz, encerró a su mujer en
casita, rodeola de dueñas y rodrigones, prohibiola hasta
la salida al templo en los días de precepto y forzola a
que estuviese en el estrado mano sobre mano como mujer de
escribano.
Decididamente Don Martín Figueras era el Nerón de
los maridos, un tirano como ya no se usa. No era para él
la resignación virtud con la que se gana el cielo. A
él no le venía de molde esta copla:
«Un cazador famoso,
poco advertido,
por matar a un venado
mató a un marido».
El hombre era de la misma pasta de aquel que fastidiado de
oír a su conjunta gritar a cada triquitraque y como quien
en ello hace obra de santidad: «¡Soy muy honrada!
¡soy muy honrada!, ¡como yo hay pocas!, ¡soy
muy honrada!», la contestó: «Hija mía,
a Dios que te lo pague, que a mi cuenta no está el
premiarlo si lo eres, sino el castigarlo si lo dejares de
ser».
Don Alonso no se conformó con la forzada abstinencia que
le imponían los escrúpulos de un Orestes; y cierta
noche, entre él y los dos matones, le plantaron a don
Martín tres puñaladas que no debieron ser muy
limpias, pues el moribundo tuvo tiempo para acusar como a su
asesino al hijo del corregidor.
-Si tal se prueba -dijo irritado su señoría, que
era hombre de no partir peras con nadie en lo tocante a su
cargo-, no le salvará mi amor paternal de que la justicia
llene su deber degollándolo por mano del verdugo; que el
que por su gusto se traga un hueso, hácelo atenido a su
pescuezo.
Los ministriles se pusieron en movimiento, y apresado uno de los
rufianes cantó de plano y pagó su crimen en la
horca; que la cuerda rompe siempre por lo más
delgado.
Entretanto Don Alonso escapó a uña de caballo, y
doña Elvira se fue a Chuquisaca y se refugió en la
casa materna.
Probablemente algún cargo serio resultaría contra
ella en el proceso, cuando las autoridades del Potosí
libraron orden de prisión, encomendando su cumplimiento al
alguacil mayor de Chuquisaca.
Presentose éste en la casa, con gran cortejo de esbirros,
e impuesta la madre de lo que solicitaban, se volvió a
doña Elvira y la dijo:
-Niña, ponte el manto y sigue a estos señores; que
si inocente estás, Dios te prestará su
amparo.
Entró Elvira en la recámara y habló
rápidamente con su hermana. A poco salió una dama,
cubierta la faz con el rebocillo, y los corchetes la dieron
escolta de honor.
Así caminaron seis cuadras, hasta que, al llegar a la
puerta de la cárcel, la dama se descubrió y el
alguacil mayor se mesó las barbas, reconociéndose
burlado. La presa era la hermana de doña Elvira.
La viuda de Don Martín Figueras no perdió minuto, y
cuando regresó la gente de justicia en busca de la paloma,
ésta se hallaba salva de cuitas en el monasterio de
monjas, asilo inviolable en aquellos tiempos.
IV
Don Alonso pasó por Buenos Aires a España. Rico,
noble y bien relacionado, defendió su causa con lengua de
oro, y como era consiguiente, alcanzó cédula real
que a la letra así decía:
«El Rey.- Por cuanto siéndonos manifiesto que D.
Alonso de Leyva, hidalgo de buen solar, dio muerte con
razón para ello a D. Martín Figueras, vecino de la
imperial villa de Potosí, mandamos a nuestro viso-rey,
audiencias y corregimientos de los reinos del Perú, den
por quito y absuelto de todo cargo al dicho hidalgo Don Alonso de
Leyva, quedando finalizado el proceso y anulado y casado por esta
nuestra real sentencia ejecutoria».
En seguida pasó a Roma; y haciendo uso de los mismos
sonantes e irrefutables argumentos, obtuvo licencia para contraer
matrimonio con la viuda del veinticuatro de Potosí.
Pero Don Alonso no pudo hacer que el tiempo detuviese su carrera,
y gastó tres años en viajes y pretensiones.
Doña Elvira ignoraba las fatigas que se tomaba su amante;
pues aunque éste la escribió informándola de
todo, o no llegaron a Chuquisaca las cartas, en esa época
de tan difícil comunicación entre Europa y
América, o como presume el religioso cronista que
consignó esta historia, las cartas fueron interceptadas
por la severa madre de Doña Elvira, empeñada en que
su hija tomase el velo para acallar el escándalo a que su
liviandad diera motivo.
Don Alonso de Leyva llegó a Chuquisaca un mes
después de que el solemne voto apartaba del mando a su
querida Elvira.
Añade el cronista que el desventurado amante se
volvió a Europa y murió vistiendo el hábito
de los cartujos.