Hasta mediados del siglo XVI vemos empleada por los más
castizos prosadores o prosistas castellanos esta frase: rezan
cartas, en la acepción de que tal o cual hecho es referido
en epístolas. Pero de repente las cartas no se conformaron
con rezar, sino que rompieron a cantar; y hoy mismo, para poner
remate a una disputa, solemos echar mano al bolsillo y sacar una
misiva diciendo: «Pues, señor, carta canta». Y
leemos en público las verdades o mentiras que ella
contiene, y el campo queda por nosotros. Lo que es la gente
ultracriolla no hace rezar ni cantar a las cartas, y se limita a
decir: papelito habla.
Leyendo anoche al jesuita Acosta, que, como ustedes saben,
escribió largo y menudo sobre los sucesos de la conquista,
tropecé con una historia, y díjeme: «Ya
pareció aquello -o lo que es lo mismo, aunque no lo diga
el padre Acosta-: cata el origen de la frasecilla en
cuestión, para la cual voy a reclamar ante la Real
Academia de la Lengua los honores de peruanismo».
Y esto dicho, basta de circunloquio y vamos a lo principal.
Creo haber contado antes de ahora, y por si lo dejé en el
tintero aquí lo estampo, que cuando los conquistadores se
apoderaron del Perú no eran en él conocidos el
trigo, el arroz, la cebada, la caña de azúcar,
lechuga, rábanos, coles, espárragos, ajos,
cebollas, berenjenas, hierbabuena, garbanzos, lentejas, habas,
mostaza, anís, alhucema, cominos, orégano,
ajonjolí, ni otros productos de la tierra, que
sería largo enumerar. En cuanto al frísol o
fréjol lo teníamos en casa, así como otras
variadas producciones y frutas por las que los españoles
se chupaban los dedos de gusto.
Algunas de las nuevas semillas dieron en el Perú
más abundante y mejor fruto que en España; y con
gran seriedad y aplomo cuentan varios muy respetables cronistas e
historiadores que en el valle de Azapa, jurisdicción de
Arica, se produjo un rábano tan colosal, que no alcanzaba
un hombre a rodearlo con los brazos, y que don García
Hurtado de Mendoza, que por entonces no era aún virrey del
Perú, sino gobernador de Chile, se quedó
extático y con un palmo de boca abierta mirando tal
maravilla. ¡Digo, si el rabanito sería
pigricia!
Era don Antonio Solar por los años de 1558 uno de los
vecinos más acomodados de esta ciudad de los reyes. Aunque
no estuvo entre los compañeros de Pizarro en Cajamarca,
llegó a tiempo para que en la repartición de la
conquista le tocase una buena partija. Consistió ella en
un espacioso lote para fabricar su casa en Lima, en doscientas
fanegadas de feraz terreno en los valles de Supe y Barranca, y en
cincuenta mitayos o indios para su servicio.
Para nuestros abuelos tenía valor de aforismo o de
artículo constitucional este refranejo: «Casa en la
que vivas, viña de la que bebas y tierras cuantas veas y
puedas».
Don Antonio formó en Barranca una valiosa hacienda, y para
dar impulso al trabajo mandó traer de España dos
yuntas de bueyes, acto a que en aquellos tiempos daban los
agricultores la misma importancia que en nuestros días a
las maquinarias por vapor que hacen venir de Londres o de Nueva
York. «Iban los indios (dice un cronista) a verlos arar,
asombrados de una cosa para ellos tan monstruosa, y decían
que los españoles, de haraganes, por no trabajar,
empleaban aquellos grandes animales».
Fue don Antonio Solar aquel rico encomendero a quien quiso hacer
ahorcar el virrey Blasco Núñez de Vela,
atribuyéndole ser autor de un pasquín, en que
aludiéndose a la misión reformadora que su
excelencia traía, se escribió sobre la pared del
tambo de Barranca: Al que me echare de mi casa y hacienda, yo lo
echaré del mundo.
Y pues he empleado la voz encomendero, no estará fuera de
lugar que consigne el origen de ella. En los títulos o
documentos en que a cada conquistador se asignaban terrenos,
poníase la siguiente cláusula: «Ítem,
se os encomiendan (aquí el número) indios para que
los doctrinéis en las cosas de nuestra santa
fe».
Junto con las yuntas llegáronle semillas o plantas de
melón, nísperos, granadas, cidras, limones,
manzanas, albaricoques, membrillos, guindas, cerezas, almendras,
nueces y otras frutas de Castilla no conocidas por los naturales
del país, que tal hartazgo se darían con ellas,
cuando a no pocos les ocasionaron la muerte. Más de un
siglo después, bajo el gobierno del virrey duque de la
Palata, se publicó un bando que los curas leían a
sus feligreses después de la misa dominical, prohibiendo a
los indios comer pepinos, fruta llamada por sus fatales efectos
mataserrano.
Llegó la época en que el melonar de Barranca diese
su primera cosecha, y aquí empieza nuestro cuento.
El mayordomo escogió diez de los melones mejores,
acondicionolos en un par de cajones, y los puso en hombros de dos
indios mitayos, dándoles una carta para el
patrón.
Habían avanzado los conductores algunas leguas, y
sentáronse a descansar junto a una tapia. Como era
natural, el perfume de la fruta despertó la curiosidad en
los mitayos, y se entabló en sus ánimos ruda
batalla entre el apetito y el temor.
-¿Sabes, hermano -dijo al fin uno de ellos en su dialecto
indígena-, que he dado con la manera de que podamos comer
sin que se descubra el caso? Escondamos la carta detrás de
la tapia, que no viéndonos ella comer no podrá
denunciarnos.
La sencilla ignorancia de los indios atribuía a la
escritura un prestigio diabólico y maravilloso.
Creían, no que las letras eran signos convencionales, sino
espíritus, que no sólo funcionaban como mensajeros,
sino también como atalayas o espías.
La opinión debió parecer acertada al otro mitayo;
pues sin decir palabra, puso la carta tras de la tapia, colocando
una piedra encima, y hecha esta operación se echaron a
devorar, que no a comer, la incitante y agradable fruta.
Cerca ya de Lima, el segundo mitayo se dio una palmada en la
frente, diciendo:
-Hermano, vamos errados. Conviene que igualemos las cargas;
porque si tú llevas cuatro y yo cinco, nacerá
alguna sospecha en el amo.
-Bien discurrido -contestó el otro mitayo.
Y nuevamente escondieron la carta tras otra tapia, para dar
cuenta de un segundo melón, esa fruta deliciosa que, como
dice el refrán, en ayunas es oro, al mediodía plata
y por la noche mata; que, en verdad, no la hay más
indigesta y provocadora de cólicos cuando se tiene el
poncho lleno.
Llegados a casa de don Antonio pusieron en sus manos la carta, en
la cual le anunciaba el mayordomo el envío de diez
melones.
Don Antonio, que había contraído compromiso con el
arzobispo y otros personajes de obsequiarles los primeros melones
de su cosecha, se dirigió muy contento a examinar la
carga.
-¡Cómo se entiende, ladronzuelos!... -exclamó
bufando de cólera-. El mayordomo me manda diez melones y
aquí faltan dos -y don Antonio volvía a consultar
la carta.
-Ocho no más, taitai -contestaron temblando los
mitayos.
-La carta dice que diez y ustedes se han comido dos por el
camino... ¡Ea! Que les den una docena de palos a estos
pícaros.
Y los pobres indios, después de bien zurrados, se sentaron
mohínos en un rincón del patio, diciendo uno de
ellos:
-¿Lo ves, hermano? ¡Carta canta!
Alcanzó a oírlo don Antonio y les
gritó:
-Sí, bribonazos, y cuidado con otra, que ya saben ustedes
que carta canta.
Y don Antonio refirió el caso a sus tertulios, y la frase
se generalizó y pasó el mar.