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El carbunclo del diablo

La huaca Juliana, cuya celebridad data desde la batalla de la Palma, el 5 de enero de 1855, por haber sido ella la posición más disputada, tiene su leyenda popular que hoy se me antoja referir a mis lectores.

Cuando el conquistador Juan de la Torre, el Madrileño, sacó en los tiempos de la rebelión de Gonzalo Pizarro grandes tesoros de una de las huacas vecinas a la ciudad, despertose entre los soldados la fiebre de escarbar en las fortalezas y cementerios de los indios.

Tres ballesteros de la compañía del capitán Diego Gumiel asociáronse para buscar fortuna en las huacas de Miraflores, y llevaban ya semanas y semanas de hacer excavaciones sin conseguir cosa de provecho.

El Viernes Santo del año 1547, y sin respeto a la santidad del día, que la codicia humana no respeta santidades, los tres ballesteros, después de haber sudado el quilo y echado los bofes trabajando todo el día, no habían sacado más que una momia y ni siquiera un dije o pieza de alfarería que valiese tres pesetas. Estaban dados al diablo y maldiciendo de la corte celestial. Aquello era de taparse los oídos con algodones.

Habíase ya puesto el sol, y los aventureros se disponían para regresar a Lima, renegando de los indios cicateros que tuvieron la tontuna de no hacerse enterrar sobre un lecho de oro y plata, cuando uno de los españoles dando un puntapié a la momia la hizo rodar gran trecho. Una piedrecita luminosa se desprendió del esqueleto.

-¡Canario!-exclamó uno de los soldados. -¿Qué candelilla es esa? ¡Por Santa María que es carbunclo, y gordo!

Y disponíase a mover la planta tras la piedrecilla, cuando el del puntapié, que era todo un matón, lo detuvo diciéndole:

-¡Alto, camarada! No me salve si no es mío el carbunclo, que fui yo quien sacó la momia.

-¡Un demonio que te lleve! Yo lo vi brillar primero, y antes mueras que poseerlo.

-¡Cepos quedos!, - arguyó el tercero desenvainando una espada de las llamadas de perrillo.- ¿Y yo soy Don Nadie?

-¡A mí no me tose ni la mujer del diablo, caracolines! -contestó el matón sacando a lucir su daga.

Y entre los tres camaradas armose la tremenda.

Y el carbunclo, lanzando vivísimos destellos, alumbraba aquel siniestro duelo. No parecía sino que la maldita piedra azuzaba con su fatídico brillo la codicia y la rabia de los combatientes.

Al día siguiente, los mitayos de una huerta vecina encontraron el cadáver de uno de los guapos y a los otros dos con el pellejo hecho una criba y pidiendo a gritos confesión.

El alférez Don Francisco Carrasco, propietario del terreno sobre el que hoy se han edificado las espléndidas casas de Chorrillos, hizo en 1663 donación de esas tierras a varias familias indígenas de Huacho y Surco que vivían consagradas a la pesca. ¿Quién habría dicho al alférez Carrasco que la miserable pesquería que él fundó habría, antes de dos siglos, de convertirse en la más opulenta villa del Perú?

Era fama que anualmente, en la noche del Viernes Santo, los viajeros que pasaban por el camino de Chorrillos veían brillar sobre la huaca Juliana el carbunclo del diablo.

Parece que el silbido de la locomotora ha bastado después para espantar al maligno.
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