Reñidísima fue en 1793 la elección de
Provincial entre los agustinos de Lima. El partido criollo
salió cola; y fray Diego de Peña, sacerdote
español, obtuvo el triunfo. Los padres fray Juan
Fernández y fray Carlos Chávarri, bien pertrechados
de documentos, se embarcaron, entre gallos y media noche,
resueltos a alcanzar de su majestad o del Padre Santo la nulidad
de la elección. El primero tomó la ruta de
Cartagena y la Habana, y el segundo la de Panamá. Viste
llevaba, además, el propósito de conseguir la
revocatoria de una sentencia sobre él recaída como
falso calumniante, por haber dicho que el anterior Provincial,
fray Manuel Terón, era contrabandista de tabacos.
El Provincial de Lima, al darse cuenta de la escapatoria de sus
dos subalternos, no se quedó con los brazos cruzados, y
previa reunión y acuerdo del Definitorio, comisionó
al padre Terón para que, con el carácter de
Procurador, lo defendiese ante el monarca, hiciese arrestar a los
frailes prófugos y obtuviese que quedaran perpetuamente
privados de voz activa y pasiva los padres Arteaga,
Calderón y los tres hermanos Suero, frailes
díscolos, escandalosos y tumultuarios, a juicio del
partido vencedor. Sin embargo de que, por la guerra entre
España y Francia, estaban los mares poblados de corsarios,
el padre Terón llegó a Europa sin el menor
contratiempo. No tuvieron igual dicha los emisarios del bando
criollo. El padre Chávarri murió de fiebres en
Panamá o Cartagena, y el otro cayó en poder de los
franceses.
Encontrándose el procurador Terón sin opositores,
obtuvo fácilmente del rey cuanto solicitaba el Provincial
padre Peña; y Roma le acordó, no sólo la
ratificación de todo lo conseguido del poder temporal,
sino el título de Asistente o Visitador, con facultades
para meter en vereda a sus bochincheros hermanos del Perú,
título que fue también reconocido por el Consejo de
Indias.
El 30 de junio de 1796, en circunstancia de hallarse el
Provincial padre Peña de paseo en el Cuzco, las campanas
de San Agustín se echaron a vuelo festejando el regreso
del padre Procurador. El padre Zumarán que, por la
ausencia del superior, ejercía el cargo de Vicario, no vio
de buen ojo las facultades de que venía investido
Terón. Consultó sobre ello al real Acuerdo, y
éste le contestó: «Quien manda, sabe lo que
manda, y cartuchera al cañón».
Estalló la bomba. Los agustinos se dividieron en bandos.
Uno por el padre Zumarán, candidato de los criollos para
el venidero capítulo; y otro por el padre Terón,
quien, dicho sea de paso, exhibía a su hermano fray
Ramón para futuro Provincial.
Así los ánimos, llegó del Cuzco el padre
Peña, y su llegada fue echar leña que avivara
más la hoguera. Pidió a Terón que le
presentase credenciales y éste cumplió en el acto.
Peña no encontró muy en regla algunos documentos,
declaró que el Asistente se había extralimitado en
el ejercicio de sus funciones y que, por ende, merecía ser
juzgado. Encomendó el seguimiento de la causa al padre
Francisco Leuro, fraile de muchas campanillas; y éste que,
de antiguo, no era buen camarada con Terón, le
ajustó las clavijas en un examen de cuentas por
administración de bienes en la época en que fray
Manuel fue Provincial.
San Agustín era una olla de grillos. El padre
Aristizábal, el padre Vega y el padre Castellanos estaban
de punta con el Provincial y con el padre Salas sobre validez de
unas patentes; y los padres Acosta, Figueroa, Urquina y Loyola se
mascaban y no se tragaban.
Pesado sería enumerar todas las quisquillas e intrigas de
que prolijamente se ocupa tan curioso manuscrito que a la vista
tenemos. Titúlase éste: Relación que hace un
imparcial de los sucesos acaecidos en la provincia de los
agustinos del Perú, antes y después de la
celebración del Capítulo provincial de este
año de 1797. Haremos, pues, gracia al lector de
fastidiosos detalles.
Era el padre Leuro quien más en candela ponía las
cosas, y Dios sabe hasta dónde habrían ido los
escándalos, si el sagaz virrey O'Higgins no se hubiera
apresurado a cortar por lo sano, disponiendo que, pues estaba
próximo el día del Capítulo, fuese el nuevo
Definitorio el llamado a fallar en todos los puntos contenciosos.
Aviniéronse los dos partidos; el criollo porque, contando
con veintitrés votos de barreta, consideraba su triunfo
segurísimo; y el partido español porque, aunque
sólo disponía de veintitrés votos,
inamovibles como roca; sus motivos tendría para no dar la
victoria por un maravedí menos. Ítem, el virrey
amenazaba con mandar a España, bajo partida de registro, a
todo fraile tumultuario, fuese peninsular o criollo.
La ciudad estaba conmovida. La anarquía reinaba en las
familias, pues no había ni hombre ni varón que no
se encontrase afiliado en alguno de los bandos. Las influencias
para conquistar un voto iban y venían estérilmente,
porque cada fraile, de los cuarenta y cinco electores,
permanecía inconquistable.
A las cuatro de la tarde del 30 de julio de 1797, una
compañía de granaderos y un piquete de dragones
rodearon el convento. A las cinco, la comunidad se dirigió
a la portería para recibir al señor don
Tomás Calderón, oidor de la Real Audiencia,
comisionado por el virrey para presidir el Capítulo.
Comenzó la gran batalla. De lo que pasó, a puerta
cerrada, en la Sala Capitular, nada nos dice el bien informado y
minucioso autor de la Relación. Sólo refiere que,
entre otros documentos, se dio lectura a una patente del Consejo
de Indias, por la que se dispensaba al padre Ramón
Terón del requisito de edad para ser elegido en cualquier
cargo.
Por entonces, según el censo oficial formado en 1791,
había en Lima mil ciento ocho frailes y quinientas setenta
monjas. ¡Cifra es!
Todo Lima, nobles y plebeyos, matronas y damiselas, gente de
medio pelo y de pelo entero, se agrupaba en las calles vecinas al
convento. Los limeños de entonces se interesaban en la
elección de un prelado o abadesa más que ahora en
la de presidente de la República. Y si exagero, que no
valga.
En política tenemos hoy neutrales o indiferentes. En
Capítulo de convento no había neutralidad ni
indiferentismo posibles. Hasta las monjas confeccionaban
pastillas y mixturas y mechas de sahumerio para obsequiar al
vencedor, cuando éste resultaba ángel de su coro.
En elección de presidente, a las monjas ni les va ni les
viene: monjas se quedan, y ni con sus oraciones ayudan a un
candidato republicano.
A las nueve de la noche, las campanas de San Agustín
repicaron estrepitosamente y la atmósfera se
iluminó con cohetes voladores y de lagrimilla. El
Capítulo había concluido.
-¿Quién habrá vencido? -preguntaba en la
calle, trémulo de zozobra, un caballero
español.
-¡Miren qué pregunta! -contestaba un barberillo
desvergonzado-. ¿Quién ha de haber ganado sino
nosotros, los criollos, que contamos con veintitrés de
barreta?
-Atente a barretas y al barreteros, pedazo de cándido, y
estarás fresco como lechuga -murmuraba una beata, no de
mal cariz, de esas que regalan pañuelo con notitas al
padre confesor. El de esta perla sin oriente era un gallego
agustino.
Al cabo, un novicio se asomó por una ventana de la esquina
de Calonge dando este vítor:
«¡Ya se acabó la elección!
La concordia vino, al fin,
¡Que viva San Agustín!
¡Vítor el padre Terón!».
No es más veloz el telégrafo de nuestros
días para transmitir (cuando la transmite) una noticia,
que lo fue el vítor del novicio.
-¡Imposible! -decían en la calle los partidarios del
padre Zumarán, que eran la mayoría del
pueblo.
Pues sí, señor, así como suena Cristo tuvo
en su apostolado un Judas, y también lo tuvieron los
criollos.
¡El padre fray Ramón Terón había
sacado veintitrés votos!...
Pero lo que parecía imposible era que el Judas hubiese
sido precisamente el fraile más comprometido en la causa
de los criollos y el que mayor guerra había hecho al
Procurador. La voz pública, no sabemos con qué
fundamento, acusaba al padre Leuro. La mala llaga sana, pero la
mala fama mata. Ahí verán ustedes.
«Esta especie -dice el cronista a quien extracto- se
propagó en la misma noche por todo Lima, excitando la
indignación y el desprecio contra el religioso. No se
oía por calles y plazas sino que se había vendido
por cantidad de miles, y en los mismos vítores se
oía que el voto del padre Leuro había dado el
triunfo. Pero el padre Leuro ocurrió al palacio del
virrey, todo arrebatado y pidiendo que se castigase calumnia de
tanta gravedad; y con la razón casi perdida, pues hasta
sus copartidarios del convento lo calificaban de traidor, fue a
asilarse en los claustros de San Francisco. De allí
dirigió una carta muy conceptuosa al Provincial electo, en
la que le decía que nunca había sido persona de su
aprobación para el provincialato. ¿Qué ser
diabólico había urdido y propalado la calumnia
infame? Éste es un problema que, si Dios no hace un
milagro, se quedará en problema por los siglos de los
siglos».
El nuevo Provincial, fray Ramón Terón, no
disfrutó por mucho tiempo de su victoria. El 4 de agosto,
a los quince días de su elección, murió
atacado repentinamente de cólera negra, que así
escribe el cronista, sin que atine yo ni me atreva a descifrar
cuál es el nombre que hoy da la ciencia a ese mal.
Reemplazole en el cargo su hermano fray Manuel.
Tres meses después se adquirieron pruebas irrefutables de
que el padre Leuro no había sido el Judas, sino otro
religioso (cuyo nombre, por caridad cristiana, calla el cronista)
de la intimidad del padre Zumarán, y en quien éste
confiaba tanto como en sí mismo.
Lo que sí nunca pudo descubrirse fue quién hubiera
sido el malvado que dio vida a la calumnia.
Ya era tarde para que el padre Leuro gozase de la dicha de saber
que su nombre y fama estaban limpios de mancha.