Con el nombre de conspiración de capitanes bautizose en
1845 un colosal proyecto de revolución que, a haberse
realizado, habría puesto lo de abajo arriba y vuelto el
país de adentro para fuera como calcetín de
pobre.
Yo la llamaría la conspiración de los poetas,
porque mucho de poético hubo en el programa de los
afiliados. Van ustedes a convencerse.
Con motivo de nuestro desastre bélico en Ingavi, se le
encajó entre ceja y ceja a la juventud que militaba en el
ejército, que la derrota se debía exclusivamente a
la corrupción, perfidia, rivalidades y ambiciones de los
militares viejos; y que si bien éstos hicieron la
independencia patria, en cambio fueron los creadores de la guerra
civil, siendo obra suya la anarquía en que desde 1828
vivía el Perú. Los escándalos, ignominia y
atraso del país eran cosecha obligada de la mala semilla
sembrada por ese cardumen de sanguijuelas del Tesoro
público.
La juventud, para no hacerse cómplice del pasado, devolver
su empañado lustre a la noble carrera de las arenas y
castigar con mano de hierro la inmortalidad y el crimen,
debía unirse en logia secreta, madurar sus planes y dar el
golpe sobre seguro.
Todo militar que invistiese las clases de general, coronel o
comandante, era para los de la logia regeneradora un pecador
empedernido; y sin misericordia, ni santo o padrino que le
valiese, debía ser fusilado. No podía caber
honradez, valor, ilustración, talento, virtud ni
mérito alguno en hombres que por angas o por mangas
habían contribuido a entronizar la política de
Gamarra, que fue el primer caudillo de motín que tuvo la
patria nueva y el que fundó cátedra de
anarquía y bochinche.
Para los de la logia cada general, coronel o comandante, a pesar
de las charreteras, relumbrones y entorchados, no pasaba de ser
un escapado de presidio, un racimo de horca o un complemento de
banquillo patibulario. Degollina con ellos o cuatro onzas de
plomo entre pecho y espalda.
Como eso de leyes y constitucionalidad no pasaba de ser una
especie de ratonera con queso rancio, en la que caen pericotillos
inocentuelos para que los gatos saquen el vientre de mal
año, los de la logia proclamaban la dictadura de un joven,
y ¡abajo antiguallas!, que de la juventud es el porvenir, y
sólo los muchachos saben hacer bien y en regla las cosas.
Los viejos ni siquiera sirven para dar hijos tullimos a la
patria, que bien los ha menester.
So capa de ciencia, suficiencia y experiencia, buenos petardos le
han traído al Perú los tales vejestorios. Los
mancebos de la logia resolvieron declarar a la vejez en
cesantía eterna, y que todos los puestos públicos
se repartiesen entre la gente moza. Así, cuando gobernasen
los muchachos, lo primero que tendría que hacer un
pretendiente no sería comprobar competencia para el buen
desempeño de un destino, sino exhibir su partida de
bautismo. A los hombres de cuarenta a cuarenta y cinco,
así como por caridad y para que no muriesen de gazuza, se
les ocuparía en empleos subalternos, como amanuenses o
portapliegos. Después de los cuarenta y cinco, ni para
portero sería ya útil un prójimo.
Así, y para no experimentar sinsabores y agravios, lo
mejor que podría hacer todo peruano sería morirse
antes de llegar a los cincuenta.
En lo sucesivo no habría en el Perú generales ni
comandantes, porque estos títulos llevaban en sí
encarnado el virus de todo lo malo. ¡Basta de langostas! En
lo sucesivo no habría en el escalafón militar
más que capitanes y tenientes: esto es (digo yo y
perdóneseme la comparación), los mismos mastines,
con sólo dos collarines.
El general Mendiburu
El dictador sería un capitán, irresponsable y con
facultades omnímodas para hacer y deshacer a su antojo.
Estaba ya designado para el ejercicio de las autocráticas
funciones el capitán don Juan Ayarza, natural de Ayacucho,
y para su secretario general el capitán don Manuel Tafur,
limeño, que murió últimamente, en la clase
de coronel, en la batalla de Huamachuco librada contra los
chilenos.
Decididamente, con este gobierno íbamos a ser los peruanos
tan archifelices que daríamos dentera a todas las naciones
del universo mundo.
Y esa poética locura tomaba de día en día
tal incremento, y era el secreto tan sacramentalmente guardado
entre los setenta y nueve capitanes y tenientes comprometidos,
que sólo por una casualidad, que llamaremos providencial,
pudo el gobierno poner las manos en la masa y desbaratar el
pastel.
II
Había en el batallón que mandaba el coronel don
Francisco García del Barco, acantonado en Ayacucho, un
teniente don Faustino Flores, el que servía en la primera
compañía, de la cual era capitán don Juan
Lizárraga, gallardísimo mancebo, muy entendido en
letras y números, gran táctico y ordenancista,
valiente como un león en el campo de batalla, y asaz
querido y mimado por sus compañeros de armas. Era, como se
dice, el niño bonito del ejército.
Todos los oficiales del batallón, con excepción de
cuatro o cinco, estaban afiliados en la logia, contándose
el teniente Flores entre los pocos de la excepción. Y no
lo estaba porque Lizárraga, que era el jefe de obra en el
cuerpo, tenía desfavorable concepto de sus prendas como
soldado y de sus dotes como hombre.
Flores que, como Lizárraga, era ayacuchano, obtuvo de su
coronel dos días de licencia para ausentarse del cuartel e
ir a pasarlos en una quinta a inmediaciones de la ciudad, para
celebrar fiesta de familia por cumpleaños de una prima
suya.
Vencida la licencia, regresó Flores al cuartel,
encontrándose en la puerta con el capitán
Lizárraga, a quien aquel día estaba confiado el
servicio. El coronel había olvidado avisar a
Lizárraga que el teniente se hallaba franco, y disculpable
era que el capitán trinase contra la falta en que, a su
juicio, había incurrido el subalterno. Así, apenas
vio a Flores lo reconvino con dureza. Como palabras sacan
palabras, el teniente, que no era mudo y que venía tal vez
envalentonado por los humos alcohólicos del día
anterior, también desató la sin hueso, terminando
por desafiar a su capitán. Éste, orgulloso,
valiente y con fama de muy diestro esgrimidor,
contestó:
-Ahora mismo. Ven a que te haga vomitar el alma y el aguardiente,
pedazo de sabandija.
Y seguidos de algunos oficiales se encaminaron los duelistas a la
Alameda de Santa Teresa o de los Caballitos, que distaba pocas
cuadras del cuartel de Santa Catalina.
Flores apenas sabía manejar la espada, y su antagonista
era maestro en armas o por tal tenido en el
ejército.
-¡Pobre Flores! -decían por el camino los que iban a
presenciar el desafío-. Ya puede contarse entre las almas
de la otra vida.
Pero ello es que, no bien se cruzaron los aceros, cuando
Lizárraga cayó muerto, atravesado el corazón
por una estocada.
Aquel fue día de luto para Ayacucho, donde
Lizárraga era el favorito de los salones.
Traído el cadáver a la ciudad en brazos de los
oficiales, el coronel, seguido de un ayudante, entró en la
vivienda que en el cuartel había ocupado el difunto, para
inventariar las prendas. ¡Cuál sería su
sorpresa al abrir un maletín de campaña y encontrar
en él cartas, relaciones, documentos, en fin, que
ponían en transparencia la conspiración!
Inmediatamente García del Barco despachó un expreso
a Lima para que pusiese en manos del presidente de la
República, mariscal Castilla, los hilos del complot que la
casualidad le había hecho descubrir.
A la vez, Flores era juzgado y condenado a muerte por un consejo
de guerra; pero sus deudos consiguieron hacerlo fugar de la
prisión y que se asilase en Bolivia.
En 1856 fue indultado por la Convención Nacional. No
volvió a servir en el ejército y murió
hará quince años, desempeñando según
me han dicho, en un villorrio de provincia, las funciones de
maestro de escuela.
III
Cuando el mariscal Castilla, atando cabos sueltos, se puso al
corriente de la terrorífica conjuración,
exclamó con las frases cortadas que eran de su peculiar y
característico lenguaje.
-¡Eh! ¿Qué cosa?... ¡Muchachos
locos!... ¡Calaveras!... ¡Cortarles las alas!...
¡Faltos de juicio!... ¡Que no vuelen!...
¡Tunos!... ¡Que venga Mendiburu!...
¡Sí..., nada de escándalo..., eso es!
¡Romper hilos!... ¡Conviene!... ¡Mendiburu!...
¡Sin ruido, sin ruido!... ¡Ya, ya!
Y encerrándose con el por entonces coronel don Manuel de
Mendiburu (quien seguramente ha de ocuparse de tal episodio en
sus Memorias, inéditas aún), hubo entre ambos larga
plática y combinación de planes7.
Al día siguiente, Mendiburu se embarcaba para Arica, y en
menos de un mes y con la mayor cautela recorrió tres
departamentos del Sur, tijera en mano y cortando hilos.
Mañosamente fue separando de los batallones a los
capitanes más peligrosos, pero sin darles a conocer el
motivo de la separación. Ésta no tenía nada
de desairoso, pues no se les daba de baja en el ejército.
Unos capitanes fueron enviados al extranjero, en calidad de
agregados a las legaciones; otros marcharon a Europa a estudiar
un nuevo sistema de armamento; muchos pasaron a servir en los
ministerios y oficinas, y poquísimos, esto es, los de
escaso prestigio y aptitudes, fueron al gremio de indefinidos,
donde siquiera se les acudía con una ración de
pan.
El mariscal Castilla pudo encerrar en una casamatas a los
conspiradores, someterlos a juicio, que habría sido
perdurable si así convenía al gobernante y
alborotar el cotarro; pero, hombre práctico y
político sagaz, prefirió atajar el mal sin grave
escándalo, limitándose a impedir que jóvenes
de soñadora fantasía siguieran ejerciendo dominio
sobre los soldados.