Quiénes eran los caballeros de la capa y el juramento que
hicieron
En la tarde del 5 de junio de 1541 hallábanse reunidos en
el solar de Pedro de San Millán doce españoles,
agraciados todos por el rey por sus hechos en la conquista del
Perú.
La casa que los albergaba se componía de una sala y cinco
cuartos, quedando gran espacio de terreno por fabricar. Seis
sillones de cuero, un escaño de roble y una mugrienta mesa
pegada a la pared, formaban el mueblaje de la casa. Así la
casa como el traje de los habitantes de ella pregonaban, a la
legua, una de esas pobrezas que se codean con la mendicidad. Y
así eran en efecto.
Los doce hidalgos pertenecían al número de los
vencidos el 6 de abril de 1538 en la batalla de las Salinas. El
vencedor les había confiscado sus bienes, y gracias que
les permitía respirar el aire de Lima, donde vivían
de la caridad de algunos amigos. El vencedor, como era de
práctica en esos siglos, pudo ahorcarlos sin andarse con
muchos perfiles; pero don Francisco Pizarro se adelantaba a su
época, y parecía más bien hombre de nuestros
tiempos, en que al enemigo no siempre se mata o aprisiona, sino
que se le quita por entero o merma la ración de pan.
Caídos y levantados, hartos y hambrientos, eso fue la
colonia, y eso ha sido y es la república. La ley del
yunque y del martillo imperando a cada cambio de tortilla, o como
reza la copla:
«Salimos de Guate-mala
y entramos en Guate-peor;
cambia el pandero de manos,
pero de sonidos, no».
o como dicen en Italia: «Librarse de los bárbaros
para caer en los Babarini».
Llamábanse los doce caballeros Pedro de San Millán,
Cristóbal de Sotelo, García de Alvarado, Francisco
de Chaves, Martín de Bilbao, Diego Méndez, Juan
Rodríguez Barragán, Gómez Pérez,
Diego de Hoces, Martín Carrillo, Jerónimo de
Almagro y Juan Tello.
Muy a la ligera, y por la importancia del papel que
desempeñan en esta crónica, haremos el retrato
histórico de cada uno de los hidalgos, empezando por el
dueño de la casa. A tout seigneur tout honneur.
Pedro de San Millán, caballero santiagués, contaba
treinta y ocho años y pertenecía al número
de los ciento setenta conquistadores que capturaron a Atahualpa.
Al hacerse la repartición del rescate del inca,
recibió ciento treinta y cinco marcos de plata y tres mil
trescientas treinta onzas de oro. Leal amigo del mariscal Don Diego de Almagro, siguió la infausta bandera de
éste, y cayó en la desgracia de los Pizarro, que le
confiscaron su fortuna, dejándole por vía de
limosna el desmantelado solar de judíos, y como quien
dice: «basta para un gorrión pequeña
jaula». San Millán, en sus buenos tiempos,
había pecado de rumboso y gastador; era bravo, de gentil
apostura y generalmente querido.
Cristóbal de Sotelo frisaba en los cincuenta y cinco
años, y como soldado que había militado en Europa,
era su consejo tenido en mucho. Fue capitán de
infantería en la batalla de las Salinas.
García de Alvarado era un arrogantísimo mancebo de
veintiocho años, de aire marcial, de instintos
dominadores, muy ambicioso y pagado de su mérito.
Tenía sus ribetes de pícaro y felón.
Diego Méndez, de la orden de Santiago, era hermano del
famoso general Rodrigo Ordóñez, que murió en
la batalla de las Salinas mandando el ejército vencido.
Contaba Méndez cuarenta y tres años, y más
que por hombre de guerra se le estimaba por galanteador y
cortesano.
De Francisco de Chaves, Martín de Bilbao, Diego de Hoces,
Gómez Pérez y Martín Carrillo, sólo
nos dicen los cronistas que fueron intrépidos soldados y
muy queridos de los suyos. Ninguno de ellos llegaba a los treinta
y cinco años.
Juan Tello el sevillano fue uno de los doce fundadores de Lima,
siendo los otros el marqués Pizarro, el tesorero Alonso
Riquelme, el veedor García de Salcedo, el sevillano
Nicolás de Ribera el Viejo, Rui Díaz, Rodrigo
Mazuelas, Cristóbal de Peralta, Alonso Martín de
Don Benito, Cristóbal Palomino, el salamanquino
Nicolás de Ribera el Mozo y el secretario Picado. Los
primeros alcaldes que tuvo el Cabildo de Lima fueron Ribera el
Viejo y Juan Tello. Como se ve, el hidalgo había sido
importante personaje, y en la época en que lo presentamos
contaba cuarenta y seis años.
Jerónimo de Almagro era nacido en la misma ciudad que el
mariscal, y por esta circunstancia y la del apellido se llamaban
primos. Tal parentesco no existía, pues Don Diego fue un
pobre expósito. Jerónimo rayaba en los cuarenta
años.
La misma edad contaba Juan Rodríguez Barragán,
tenido por hombre de gran audacia a la par que de mucha
experiencia.
Sabido es que, así como en nuestros días
ningún hombre que en algo se estima sale a la calle en
mangas de camisa, así en los tiempos antiguos nadie que
aspirase a ser tenido por decente osaba presentarse en la
vía pública sin la respectiva capa. Hiciese
frío o calor, el español antiguo y la capa andaban
en consorcio, tanto en el paseo y el banquete cuanto en la fiesta
de iglesia. Por eso sospecho que el decreto que en 1822 dio el
ministro Monteagudo prohibiendo a los españoles el uso de
la capa, tuvo, para la Independencia del Perú, la misma
importancia que una batalla ganada por los insurgentes. Abolida
la capa, desaparecía España.
Para colmo de miseria de nuestros doce hidalgos, entre todos
ellos no había más que una capa; y cuando alguno
estaba forzado a salir, los once restantes quedaban arrestados en
la casa por falta de la indispensable prenda.
Antonio Picado, el secretario del marqués Don Francisco
Pizarro, o más bien dicho, su demonio de perdición,
hablando un día de los hidalgos los llamó
Caballeros de la capa. El mote hizo fortuna y corrió de
boca en boca.
Aquí viene a cuento una breve noticia biografía de
Picado.
Vino éste al Perú en 1534 como secretario del
mariscal Don Pedro de Alvarado, el del famoso salto en
México. Cuando Alvarado, pretendiendo que ciertos
territorios del Norte no estaban comprendidos en la
jurisdicción de la conquista señalada por el
emperador a Pizarro, estuvo a punto de batirse con las fuerzas de
Don Diego de Almagro, Picado vendía a éste los
secretos de su jefe, y una noche, recelando que se descubriese su
infamia, se fugó al campo enemigo. El mariscal
envió fuerza a darle alcance, y no lográndolo,
escribió a Don Diego que no entraría en arreglo
alguno si antes no le entregaba la persona del desleal. El
caballeroso Almagro rechazó la pretensión, salvando
así la vida a un hombre que después fue tan funesto
para él y para los suyos.
Don Francisco Pizarro tomó por secretario a Picado, el que
ejerció sobre el marqués una influencia fatal y
decisiva. Picado era quien, dominando los arranques generosos del
gobernador, lo hacía obstinarse en una política de
hostilidad contra los que no tenían otro crimen que el de
haber sido vencidos en la batalla de las Salinas.
Ya por el año de 1541 sabíase de positivo que el
monarca, inteligenciado de lo que pasaba en estos reinos, enviaba
al licenciado don Cristóbal Vaca de Castro para
residenciar al gobernador; y los almagristas, preparándose
a pedir justicia por la muerte dada a Don Diego, enviaron, para
recibir al comisionado de la corona y prevenir su ánimo
con informes, a los capitanes Alonso Portocarrero y Juan Balsa.
Pero el juez pesquisador no tenía cuándo llegar.
Enfermedades y contratiempos marítimos retardaban su
arribo a la ciudad de los Reyes.
Pizarro entretanto quiso propiciarse amigos aun entre los
caballeros de la capa; y envió mensajes a Sotelo, Chaves y
otros, ofreciéndoles sacarlos de la menesterosa
situación en que vivían. Pero, en honra de los
almagristas, es oportuno consignar que no se humillaron a recibir
el mendrugo de pan que se les quería arrojar.
En tal estado las cosas, la insolencia de Picado aumentaba de
día en día, y no excusaba manera de insultar a los
de Chile, como eran llamados los parciales de Almagro. Irritados
éstos, pusieron una noche tres cuerdas en la horca, con
carteles que decían: Para Pizarro. Para Picado. Para
Velázquez.
El marqués, al saber este desacato, lejos de irritarse
dijo sonriendo:
-¡Pobres! Algún desahogo les hemos de dejar y
bastante desgracia tienen para que los molestemos más. Son
jugadores perdidos y hacen extremos de tales.
Pero Picado se sintió, como su nombre, picado; y aquella
tarde, que era la del 5 de junio, se vistió un
jubón y una capetilla francesa, bordada con higas de
plata, y montando en un soberbio caballo pasó y
repasó, haciendo caracolear al animal, por las puertas de
Juan de Rada, tutor del joven Almagro, y del solar de Pedro de
San Millán, residencia de los doce hidalgos; llevando su
provocación hasta el punto de que, cuando algunos de ellos
se asomaron, les hizo un corte de manga, diciendo: «Para
los de Chile», y picó espuelas al bruto.
Los caballeros de la capa mandaron llamar inmediatamente a Juan
de Rada.
Pizarro había ofrecido al joven Almagro, que quedó
huérfano a la edad de diez y nueve años, ser para
él un segundo padre, y al efecto lo aposentó en
palacio, pero fastidiado el mancebo de oír palabras en
mengua de la memoria del mariscal y de sus amigos, se
separó del marqués y se constituyó pupilo de
Juan de Rada. Era éste un anciano muy animoso y respetado,
pertenecía a una noble familia de Castilla, y se le
tenía por hombre de gran cautela y experiencia. Habitaba
en el portal de Botoneros, que así llamamos en Lima a los
artesanos que en otras partes son pasamaneros, unos cuartos del
que hasta hoy se conoce con el nombre de callejón de los
Clérigos. Rada vio en la persona de Almagro el Mozo un
hijo y una bandera para vengar la muerte del mariscal; y todos
los de Chile, cuyo número pasaba de doscientos, si bien
reconocían por caudillo al joven don Diego, miraban en
Rada el llamado a dar impulso y dirección a los elementos
revolucionarios.
Rada acudió con presteza al llamamiento de los caballeros.
El anciano se presentó respirando indignación por
el nuevo agravio de Picado, y la junta resolvió no esperar
justicia del representante que enviaba la corona; sino proceder
al castigo del marqués y de su insolente secretario.
García de Alvarado, que tenía puesta esa tarde la
cara de la compañía, la arrojó al suelo, y
parándose sobre ella, dijo:
-Juremos por la salvación de nuestras ánimas morir
en guarda de los derechos de Almagro el Mozo, y recortar de esta
capa la mortaja para Antonio Picado.
II
De la atrevida empresa que ejecutaron los caballeros de la
capa
Las cosas no podían concertarse tan en secreto que el
marqués no advirtiese que los de Chile tenían
frecuentes conciliábulos, que reinaba entre ellos una
agitación sorda, que compraban armas y que, cuando Rada y
Almagro el Mozo salían a la calle, eran seguidos, a
distancia y a guisa de escolta, por un grupo de sus parciales.
Sin embargo, el marqués no dictaba providencia
alguna.
En esta inacción del gobernador recibió cartas de
varios corregimientos participándole que los de Chile
preparaban sin embozo un alzamiento en todo el país. Esta
y otras denuncias le obligaron una mañana a hacer llamar a
Juan de Rada.
Encontró éste a Pizarro en el jardín de
palacio, al pie de una higuera que aún existe; y
según Herrera, en sus Décadas, medió entre
ambos este diálogo:
-¿Qué es esto, Juan de Rada, que me dicen que
andáis comprando armas para matarme?
-En verdad, señor, que he comprado dos coracinas y una
cota para defenderme.
-¿Pues qué causa os mueve ahora, más que en
otro tiempo, a proveeros de armas?
-Porque nos dicen, señor, y es público, que su
señoría recoge lanzas para matarnos a todos.
Acábenos ya su señoría y haga de nosotros lo
que fuere servido; porque, habiendo comenzado por la cabeza, no
sé yo por qué ha de tener respeto a los pies.
También se dice que su señoría piensa matar
el juez que viene enviado por el rey. Si su ánimo es tal y
determina dar muerte a los de Chile, no lo haga con todos.
Destierre su señoría a don Diego en un
navío, pues es inocente, que yo me iré con
él adonde la fortuna nos quisiere llevar.
-¿Quién os ha hecho entender tan gran
traición y maldad como esa? Nunca tal pensé, y
más deseo tengo que vos de que acabe de llegar el juez,
que ya estuviera aquí si hubiese aceptado embarcarse en el
galeón que yo le envié a Panamá. En cuanto a
las armas, sabed que el otro día salí de caza, y
entre cuantos íbamos ninguno llevaba lanza; y mandé
a mis criados que comprasen una, y ellos mercaron cuatro.
¡Plegue a Dios, Juan de Rada, que venga el juez y estas
cosas hayan fin, y Dios ayude a la verdad!
Por algo se ha dicho que del enemigo el consejo. Quizá
habría Pizarro evitado su infausto fin, si como se lo
indicaba el astuto Rada hubiese en el acto desterrado a
Almagro.
La plática continuó en tono amistoso, y al
despedirse Rada, le obsequió Pizarro seis higos que
él mismo cortó por su mano del árbol, y que
eran de los primeros que se producían en Lima.
Con esta entrevista pensó don Francisco haber alejado todo
peligro, y siguió despreciando los avisos que
constantemente recibía.
En la tarde del 25 de junio, un clérigo le hizo decir que,
bajo secreto de confesión, había sabido que los
almagristas trataban de asesinarlo, y muy en breve. «Ese
clérigo obispado quiere», respondió el
marqués; y con la confianza de siempre, fue sin escolta a
paseo y al juego de pelota y bochas, acompañado de
Nicolás de Ribera el Viejo.
Al acostarse, el pajecillo que le ayudaba a desvestirse le
dijo:
-Señor marqués, no hay en las calles más
novedad sino que los de Chile quieren matar a su
señoría.
-¡Eh! Déjate e bachillerías, rapaz; que esas
cosas no son para ti -le interrumpió Pizarro.
Amaneció el domingo 26 de junio, y el marqués se
levantó algo preocupado.
A las nueve llamó al alcalde mayor, Juan de
Velázquez, y recomendole que procurase estar al corriente
de los planes de los de Chile, y que si barruntaba algo de
gravedad, procediese sin más acuerdo a la prisión
del caudillo y de sus principales amigos. Velázquez le dio
esta respuesta que las consecuencias revisten de algún
chiste:
-Descuide vuestra señoría, que mientras yo tenga en
la mano esta vara, ¡juro a Dios que ningún
daño le ha de venir!
Contra su costumbre no salió Pizarro a misa, y
mandó que se la dijesen en la capilla de palacio.
Parece que Velázquez no guardó, como debía,
reserva con la orden del marqués, y habló de ella
con el tesorero Alonso Riquelme y algunos otros. Así
llegó a noticia de Pedro San Millán, quien se fue a
casa de Rada, donde estaban reunidos muchos de los conjurados.
Participoles lo que sabía y añadió:
«Tiempo es de proceder, pues si lo dejamos para
mañana, hoy nos hacen cuartos».
Mientras los demás se esparcían por la ciudad a
llenar diversas comisiones, Juan de Rada, Martín de
Bilbao, Diego Méndez, Cristóbal de Sosa,
Martín Carrillo, Pedro de San Millán, Juan de
Porras, Gómez Pérez, Arbolancha, Narváez y
otros, hasta completar diez y nueve conjurados, salieron
precipitadamente del callejón de los Clérigos (y no
del de Petateros, como cree el vulgo) en dirección a
palacio. Gómez Pérez dio un pequeño rodeo
para no meterse en un charco, y Juan de Rada lo apostrofó:
«¿Vamos a bañamos en sangre humana, y
está cuidando vuesa merced de no mojarse los pies? Andad y
volveos, que no servís para el caso».
Más de quinientas personas paseantes o que iban a la misa
de doce, había a la sazón en la plaza, y
permanecieron impasibles mirando el grupo. Algunos maliciosos se
limitaron a decir: «Estos van a matar al marqués o a
Picado».
El marqués, gobernador y capitán general del
Perú don Francisco Pizarro, se hallaba en uno de los
salones de palacio en tertulia con el obispo electo de Quito, el
alcalde Velázquez y hasta quince amigos más, cuando
entró un paje gritando: «¡Los de Chile vienen
a matar al marqués, mi señor!».
La confusión fue espantosa. Unos se arrojaron por los
corredores al jardín, y otros se descolgaron por las
ventanas a la calle, contándose entre los últimos
el alcalde Velázquez, que para mejor asirse de la
balaustrada se puso entre los dientes la vara de juez. Así
no faltaba al juramento que había hecho tres horas antes;
visto que si el marqués se hallaba en atrenzos, era porque
no tenía la vara en la mano, sino en la boca.
Pizarro, con la coraza mal ajustada, pues no tuvo espacio para
acabarse de armar, la capa terciada a guisa de escudo y su espada
en la mano, salió a oponerse a los conjurados, que ya
habían muerto a un capitán y herido a tres o cuatro
criados. Acompañaban al marqués su hermano uterino
Martín de Alcántara, Juan Ortiz de Zárate y
dos pajes.
El marqués, a pesar de sus sesenta y cuatro años,
se batía con los bríos de fa mocedad; y los
conjurados no lograban pasar el dintel de una puerta, defendida
por Pizarro y sus cuatro compañeros, que lo imitaban en el
esfuerzo y coraje.
-¡Traidores! ¿Por qué me queréis
matar? ¡Qué desvergüenza! ¡Asaltar como
bandoleros mi casa! -gritaba furioso Pizarro, blandiendo la
espada; y a tiempo que hería a uno de los conjurados, que
Rada había empujado sobre él, Martín de
Bilbao le acertó una estocada en el cuello.
El conquistador del Perú sólo pronunció una
palabra: «¡Jesús!», y cayó,
haciendo con el dedo una cruz de sangre en el suelo y
besándola.
Entonces Juan Rodríguez Barragán le rompió
en la cabeza una garrafa de barro de Guadalajara, y don Francisco
Pizarro exhaló el último aliento.
Con él murieron Martín de Alcántara y los
dos pajes, quedando gravemente herido Ortiz de
Zárate.
Quisieron más tarde sacar el cuerpo de Pizarro y
arrastrarlo por la plaza; pero los ruegos del obispo de Quito y
el prestigio de Juan de Rada estorbaron este acto de
bárbara ferocidad. Por la noche dos humildes servidores
del marqués lavaron el cuerpo; le vistieron el
hábito de Santiago sin calzarle las espuelas de oro, que
habían desaparecido; abrieron una sepultura en el terreno
de la que hoy es Catedral, en el patio que aún se llama de
los Naranjos, y enterraron el cadáver. Encerrados en un
cajón de terciopelo con broches de oro se encuentran hoy
los huesos de Pizarro, bajo el altar mayor de la catedral. Por lo
menos tal es la general creencia.
Realizado el asesinato, salieron sus autores a la plaza gritando:
«¡Viva el rey! ¡Muerto es el tirano!
¡Viva Almagro! ¡Póngase la tierra en
justicia!». Y Juan de Rada se restregaba las manos con
satisfacción, diciendo: «¡Dichoso día
en el que se conocerá que el mariscal tuvo amigos tales
que supieron tomar venganza de su matador!».
Inmediatamente fueron presos Jerónimo de Aliaga, el factor
Illán Suárez de Carbajal, el alcalde del Cabildo
Nicolás de Ribera el Viejo y muchos de los principales
vecinos de Lima. Las casas del marqués, de su hermano
Alcántara y de Picado fueron saqueadas. El botín de
la primera se estimó en cien mil pesos, el de la segunda
en quince mil pesos y el de la última en cuarenta
mil.
A las tres de la tarde, más de doscientos almagristas
habían creado un nuevo Ayuntamiento; instalado a Almagro
el Mozo en palacio con título de gobernador, hasta que el
rey proveyese otra cosa; reconocido a Cristóbal de Sotelo
por su teniente gobernador, y conferido a Juan de Rada el mando
del ejército.
Los religiosos de la Merced, que, así en Lima como en el
Cuzco, eran almagristas, sacaron la custodia en procesión
y se apresuraron a reconocer el nuevo gobierno. Gran papel
desempeñaron siempre los frailes en las contiendas de los
conquistadores. Húbolos que convirtieron la catedral del
Espíritu Santo en tribuna de difamación contra el
bando que no era de sus simpatías. Y en prueba de la
influencia que sobre la soldadesca tenían los sermones,
copiaremos una carta que en 1553 dirigió Francisco
Girón al padre Baltasar Melgarejo. Dice así la
carta:
«Muy magnífico y reverendo señor: Sabido he
que vuesa paternidad me hace más guerra con su lengua, que
no los soldados con sus armas. Merced recibiré que haya
enmienda en el negocio, porque de otra manera, dándome
Dios victoria, forzarme ha vuesa paternidad que no mire nuestra
amistad y quien vuesa paternidad es, cuya muy magnífica y
reverenda persona guarde. -De este mi real de Pachacamac. -Besa
la mano de vuesa paternidad su servidor. -Francisco
Hernández Girón».
Una observación histórica. El alma de la
conjuración fue siempre Rada, y Almagro el Mozo ignoraba
todos los planes de sus parciales. No se le consultó para
el asesinato de Pizarro, y el joven caudillo no tuvo en él
más parte que aceptar el hecho consumado.
Preso el alcalde Velázquez, consiguió hacerlo fugar
su hermano el obispo del Cuzco fray Vicente Valverde, aquel
fanático de la orden dominica que tanta influencia tuvo
para la captura y suplicio de Atahualpa. Embarcáronse
luego los dos hermanos para ir a juntarse con Vaca de Castro;
pero, en la isla de la Puná, los indios los mataron a
flechazos junto con otros diez y seis españoles. No
sabemos a punto fijo si la Iglesia venera entre sus
mártires al padre Valverde.
Velázquez escapó de las brasas para caer en las
llamas. Los caballeros de la capa no lo habrían tampoco
perdonado.
Desde los primeros síntomas de revolución, Antonio
Picado se escondió en casa del tesorero Riquelme, y
descubierto al día siguiente su asilo fueron a prenderlo.
Riquelme dijo a los almagristas: «No sé dónde
está el señor Picado», y con los ojos les
hizo señas para que lo buscasen debajo de la cama. La
pluma se resiste a hacer comentarios sobre tamaña
felonía.
Los caballeros de la capa, presididos por Juan de Rada y con
anuencia de don Diego, se constituyeron en tribunal. Cada uno
enrostró a Picado el agravio que de él hubiera
recibido cuando era omnipotente cerca de Pizarro; luego le dieron
tormento para que revelase dónde el marqués
tenía tesoros ocultos; y por fin, el 29 de septiembre, le
cortaron la cabeza en la plaza con el siguiente pregón,
dicho en voz alta por Cosme Ledesma, negro ladino en la lengua
española, a toque de caja y acompañado de cuatro
soldados con picas y otros dos con arcabuces y cuerdas
encendidas: «Manda Su Majestad que muera este hombre por
revolvedor de estos reinos, e porque quemó e usurpó
muchas provisiones reales, encubriéndolas porque
venían en gran daño al marqués, e porque
cohechaba e había cohechado mucha suma de pesos de oro en
la tierra.
El juramento de los caballeros de la capa se cumplió al
pie de la letra. La famosa capa le sirvió de mortaja a
Antonio Picado.
III
El fin del caudillo y de los doce caballeros
No nos proponemos entrar en detalles sobre los catorce meses y
medio que Almagro el Mozo se mantuvo como caudillo, ni historiar
la campaña que, para vencerlo, tuvo que emprender Vaca de
Castro. Por eso, a grandes rasgos hablaremos de los
sucesos.
Con escasas simpatías entre los vecinos de Lima, viose don
Diego forzado a abandonar la ciudad para reforzarse en Guamanga y
el Cuzco, donde contaba con muchos partidarios. Días antes
de emprender la retirada, se le presentó Francisco de
Chaves exponiéndole una queja, y no recibiendo
reparación de ella le dijo: «No quiero ser
más tiempo vuestro amigo, y os devuelvo la espada y el
caballo». Juan de Rada lo arrestó por la
insubordinación, y enseguida lo hizo degollar. Así
concluyó uno de los caballeros de la capa.
Juan de Rada, gastado por los años y las fatigas,
murió en Jauja al principiarse la campaña. Fue este
un golpe fatal para la causa revolucionaria. García de
Alvarado lo reemplazó como general, y Cristóbal de
Sotelo fue nombrado maese de campo.
En breve estalló la discordia entre los dos jefes de
ejército, y hallándose Sotelo enfermo en cama, fue
García de Alvarado a pedirle satisfacción por
ciertas hablillas: «No me acuerdo haber dicho nada de vos
ni de los Alvarado -contestó el maese de campo-; pero si
algo he dicho lo vuelvo a decir, porque, siendo quien soy, se me
da una higa de los Alvarados; y esperad a que me abandone la
fiebre que me trae postrado para demandarme más
explicaciones con la punta de la espada». Entonces el
impetuoso García de Alvarado cometió la
villanía de herirlo, y uno de sus parciales lo
acabó de matar. Tal fue la muerte del segundo caballero de
la capa.
Almagro el Mozo habría querido castigar en el acto el
aleve matador; pero la empresa no era hacedera. García de
Alvarado, ensoberbecido con su prestigio sobre la soldadesca,
conspiraba para deshacerse de don Diego, y luego, según le
conviniese, batir a Vaca de Castro o entrar en acuerdo con
él. Almagro disimuló mañosamente,
inspiró confianza a Alvarado, y supo atraerlo a un convite
que daba en el Cuzco Pedro de San Millán. Allí, en
medio de la fiesta, un confidente de don Diego se echó
sobre don García diciéndole:
-¡Sed preso!
-Preso no, sino muerto -añadió Almagro, y le dio
una estocada, acabándolo de matar los otros
convidados.
Así desaparecieron tres de los caballeros de la capa antes
de presentar batalla al enemigo. Estaba escrito que todos
habían de morir de muerte violenta y bañados en su
sangre.
Entretanto, se aproximaba el momento decisivo, y Vaca de Castro
hacía a Almagro proposiciones de paz y promulgaba un
indulto, del que sólo estaban exceptuados los nueve
caballeros de la capa que aún vivían, y dos o tres
españoles más.
El domingo 16 de septiembre de 1542 terminó la guerra
civil con la sangrienta batalla de Chupas. Almagro, al frente de
quinientos hombres, fue casi vencedor de los ochocientos que
seguían la bandera de Vaca de Castro. Durante la primera
hora, la victoria pareció inclinarse del lado del joven
caudillo; pues Diego de Hoces, que mandaba una ala de su
ejército, puso en completa derrota una división
contraria. Sin el arrojo de Francisco de Carbajal, que
restableció el orden en las filas de Vaca de Castro, y
más que esto, sin la impericia o traición de Pedro
de Candia, que mandaba la artillería almagrista, el
triunfo de los de Chile era seguro.
El número de muertos por ambas partes pasó de
doscientos cuarenta, y el de los heridos fue también
considerable. Entre tan reducido número de combatientes,
sólo se explica un encarnizamiento igual teniendo en
cuenta que los almagristas tuvieron por su caudillo el mismo
fanático entusiasmo que había profesado al mariscal
su padre; y ya es sabido que el fanatismo por una causa ha hecho
siempre los héroes y los mártires.
Aquéllos sí eran tiempos en los que, para entrar en
batalla, se necesitaba tener gran corazón. Los combates
terminaban cuerpo a cuerpo, y el vigor, la destreza y lo
levantado del ánimo decidían el éxito.
Las armas de fuego distaban tres siglos del fusil de aguja y eran
más bien un estorbo para el soldado, que no podía
utilizar el mosquete o arcabuz si no iba provisto de
eslabón, pedernal y yesca para encender la mecha. La
artillería estaba en la edad del babador; pues los
pedreros o falconetes, si para algo servían era para meter
ruido como los petardos. Propiamente hablando, la pólvora
se gastaba en salvas; pues no conociéndose aún
escala de punterías, las balas iban por donde el diablo
las guiaba. Hoy es una delicia caer en el campo de batalla,
así el mandria como el audaz, con la limpieza con que se
resuelve una ecuación de tercer grado. Muere el
prójimo matemáticamente, en toda regla, sin error
de suma o pluma; y ello, al fin, debe ser un consuelo que se
lleva el alma al otro barrio. Decididamente, hogaño una
bala de cañón es una bala científica, que
nace educada y sabiendo a punto fijo dónde va a parar.
Esto es progreso, y lo demás es chiribitas y agua de
borrajas.
Perdida toda esperanza de triunfo, Martín de Bilbao y
Jerónimo de Almagro no quisieron abandonar el campo, y se
lanzaron entre los enemigos gritando: «¡A mí,
que yo maté al marqués!». En breve cayeron
sin vida. Sus cadáveres fueron descuartizados al
día siguiente.
Pedro de San Millán, Martín Carrillo y Juan Tello
fueron hechos prisioneros, y Vaca de Castro los mandó
degollar en el acto.
Diego de Hoces, el bravo capitán que tan gran destrozo
causara en las tropas realistas, logró escapar del campo
de batalla, para ser pocos días después degollado
en Guamanga.
Juan Rodríguez Barragán, que había quedado
por teniente gobernador en el Cuzco, fue apresado en la ciudad y
se le ajustició. Las mismas autoridades que creó Don Diego, al saber su derrota, se declararon por el vendedor para
obtener indultos y mercedes.
Diego Méndez y Gómez Pérez lograron asilarse
cerca del inca Manco que, protestando contra la conquista,
conservaba en las crestas de los Andes un grueso ejército
de indios. Allí vivieron hasta fines de 1544. Habiendo un
día Gómez Pérez tenido un altercado con el
inca Manco mató a éste a puñaladas, y
entonces los indios asesinaron a los dos caballeros y a cuatro
españoles más que habían buscado refugio
entre ellos.
Almagro el Mozo peleó con desesperación hasta el
último momento en que, decidida la batalla, lanzó
su caballo sobre Pedro de Candia, y diciéndole
«¡Traidor!», lo atravesó con su lanza.
Entonces Diego de Méndez lo forzó a emprender la
fuga para ir a reunirse con el inca, y habríanlo logrado
si a Méndez no se le antojara entrar en el Cuzco para
despedirse de su querida. Por esta imprudencia fue preso el
valeroso mancebo, logrando Méndez escapar para morir
más tarde, como ya hemos referido, a manos de los
indios.
Se formalizó proceso, y Don Diego salió condenado.
Apeló del fallo a la Audiencia de Panamá y al rey,
y la apelación le fue denegada. Entonces dijo con
entereza: «Emplazo a Vaca de Castro ante el tribunal de
Dios, donde seremos juzgados sin pasión; y pues muero en
el lugar donde degollaron a mi padre, ruego sólo que me
coloquen en la misma sepultura, debajo de su
cadáver».
Recibió la muerte -dice un cronista que presenció
la ejecución- con ánimo valiente. No quiso que le
vendasen los ojos por fijarlos, hasta su postrer instante, en la
imagen del Crucificado; y, como lo había pedido, se le dio
la misma tumba que al mariscal su padre.
Era este joven de veinticuatro años de edad, nacido de una
india noble de Panamá, de talla mediana, de semblante
agraciado, gran jinete, muy esforzado y diestro en las armas,
participaba de la astucia de su progenitor, excedía en la
liberalidad de su padre, que fue harto dadivoso, y como
él, sabía hacerse amar con locura de sus
parciales.
Así, con el triste fin del caudillo y de los caballeros de
la capa, quedó exterminado en el Perú el bando de
los de Chile.